El publicista y político Antonio Rovira y Virgili (1882-1949), que había evolucionado desde el federalismo republicano hasta la Lliga de Prat de la Riba y de Cambó (de la que separará poco después) presentó en la obra que comunicamos, de 1917, la plasmación aparentemente definitiva del movimiento nacionalista catalán. Es un nacionalismo esencialista, voluntarista, predestinado, que parte de la asunción de una verdad absoluta evidente por sí misma: «Estamos en presencia de la reformación de un pueblo, de la reencarnación de un alma nacional. Cataluña vuelve a ser una nación. No es una teoría. Es un hecho vivo. Y constituye un crimen de lesa libertad, de lesa cultura, de lesa humanidad contrariar este movimiento.» «Desde el punto de vista político, no se trata ya de una cuestión de doctrina, ni de historia, sino de un hecho. La doctrina puede ser discutida, la historia puede ser interpretada diversamente. Pero el hecho no puede negarse: y este hecho es que Cataluña reclama su autonomía plena, política y espiritual. Los políticos y los escritores de la España castellana tienen derecho a discutir nuestras teorías. No lo tienen a oponerse a nuestra voluntad.»
La verdad del hecho nacional, la nacionalidad catalana existente desde la noche de los tiempos (los catalanes son la autentica etnos ibérica), deviene así en una certidumbre, y es indiferente constatar la irrelevancia de la idea nacionalista en el pasado. Cataluña es una realidad objetiva en sí misma, independiente de los meros individuos que la habitan. No es significativo el hecho de que muchos de ellos se sientan españoles o franceses o valencianos; no tienen importancia sus preferencias, gustos, deseos, tanto de ellos como se sus antepasados. Es más, el único criterio válido que parece desprenderse para enjuiciarlos es el siguiente: en su vida, en sus acciones, ¿han contribuido a la afirmación de la nacionalidad, la cultura, la realidad catalana? ¿O se han convertido en un factor de desnacionalización? Pero el nacionalismo catalán es pancatalanista: «para el nacionalismo catalán, Cataluña es una nación formada por cuatro regiones: el Principado de Cataluña o Cataluña estricta, Valencia, las Baleares y el Rosellón.»
Resulta muy significativo el resumen de la historia de Cataluña que ocupa la primera parte de la obra: «El nombre de Aragón y el de aragonés, aplicados a la Confederación catalano-aragonesa y a sus hombres y cosas, no es sino una abreviatura, una designación oficial y diplomática, una denominación convencional, artificial. Pero si se quiere significar, con un nombre solo, el espíritu, la esencia, la médula de la Confederación y de las obras que realizó, entonces debe decirse Cataluña y catalán.» «La cultura francesa y la castellana balbuceaban todavía, cuando ya se hallaba la cultura catalana en plena juventud.» «De algunos de aquellos monarcas, como Jaime I, Pedro III y Martín I, podríamos decir, sin sonreírnos, que eran, no ya catalanes, sino catalanistas. Sus repetidas querellas con los nobles aragoneses son algo así como un antecedente, como una iniciación del secular desacuerdo, profundamente psicológico, entre Cataluña y Castilla.» «Todos los historiadores y tratadistas que han estudiado las instituciones políticas de la Cataluña medioeval, convienen en que nuestra nación fue un modelo de democracia.» Y así sucesivamente hasta que se produce «el fin de la nación catalana», naturalmente por factores espurios, ya sean foráneos (el aragonés Benedicto XIII y el castellano Fernando de Antequera) o traidores (el valenciano Vicente Ferrer)», que provocarán «la castellanización espiritual y política.» Pero el Genio de la nación renacerá…, es el resurgir del nacionalismo que se expone (es quizás lo más interesante) en la segunda parte.
En relación con esta (y todas las demás) interpretaciones nacionalistas e ideologizadas, quizás venga a cuento este pasaje de Emilio Gentile, en las consideraciones finales de su Fascismo. Historia e interpretación: «Evidentemente el historiador no puede eliminar de su mente y su personalidad del estudio del pasado, pero puede esforzarse en no reconstruir el pasado a su imagen y semejanza evitando estudiar la Historia para encontrar complacido, como hacía la reina de Blancanieves interrogando al espejo mágico, la conformación de sus propios prejuicios, sus propios deseos, sus vanidades y ambiciones (…) Creo que el historiador, y sobre todo el historiador del pasado contemporáneo, no debería buscar en la Historia el eco de sus propios prejuicios, el aplauso de sus propios ideales, el pasatiempo para sus propias fantasías y ni siquiera la ocasión para remodelar la humanidad a su imagen o pronunciar veredictos inapelables como un dios joven al inicio de la creación o al final del Juicio Universal. En un debate sobre Historia Contemporánea, hace algunos años, tuve la ocasión de decir que el historiador de nuestro tiempo tiene una enorme responsabilidad que sólo puede ser llevada con un estricto sentido de la humildad en comparación con la propia tarea, que no es la de pedagogo, profeta, moralista o justiciero, sino la tarea del conocimiento racional del pasado humano incluso en sus manifestaciones más cerriles.»
Quince años después: L'Esquetlla de la Torratxa, 1932 |
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