lunes, 30 de mayo de 2022

Francesco Guicciardini, Relación de España 1512-1513

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Escribe José García Mercadal en su España vista por los extranjeros: «Veintinueve años contaba el famoso historiador Francisco Guicciardini, autor de la celebrada Historia de Italia, cuando vino a España como embajador de Florencia cerca del Rey católico. Tanto aprovechamiento había puesto en el estudio del Derecho en Ferrara y Padua, que a los 23 años la Señoría de Florencia le nombraba catedrático de Instituto, en Octubre de 1505, doctorándose al mes siguiente. De modo tal creció su reputación, que el gremio de comerciantes designóle por su cónsul, no pudiendo desempeñar semejante oficio por no alcanzar la edad de treinta años exigida fiara ello.

»Una difícil comisión diplomática cerca del rey aragonés fue causa de que Guicciardini viniera a España. Su juventud no fue obstáculo para que los florentinos le eligiesen por embajador de la Señoría, que harto fiaban en su talento y discreción para detenerse ante la razón de los pocos años. Requeridos los de Florencia para ingresar en la «Liga santa» que el Papa Julio II formó el 5 de Octubre de 1511 contra Luis XII de Francia, interesábales explorar el ánimo del rey de Aragón don Fernando V, antes de decidirse, pretendiendo permanecer neutrales en la próxima lucha. Para esta comisión fue designado Guicciardini, no habiendo memoria de que Florencia hubiera elegido nunca a un enviado tan joven para trasladarse a una corte tan lejana y espléndida. Guicciardini tomó consejo de su padre antes de aceptar el honor que se le dispensaba, saliendo de Florencia el 19 de Enero de 1512.

»Por aquel tiempo el Rey católico, mostrando su habilidad diplomática, harto acreditada en los asuntos de Italia, apoderóse del reino de Navarra. Guicciardini, que llenó de anotaciones interesantísimas una especie de apuntes autobiográficos que llamó Ricordi, habla de don Fernando, figura a la que muchos historiadores han querido oscurecer al lado de la Reina católica, en los siguientes enaltecedores términos:

»Observé, cuando era embajador en España cerca del rey D. Fernando de Aragón, príncipe prudente y glorioso, que, cuando meditaba una empresa nueva o algún negocio importante, lejos de anunciarlo primero para justificarlo en seguida, se arreglaba hábilmente de modo que se dijera por las gentes: «El Rey debía hacer tal cosa por estas y aquellas razones», y entonces publicaba su resolución, diciendo que quería hacer lo que todo el mundo consideraba necesario, y parece increíble el favor y los elogios con que se acogían sus proyectos. Una de las mayores fortunas es tener ocasión de mostrar que la idea del bien público ha determinado acciones en que se está empeñado por interés particular. Esto es lo que daba tanto lustre a las empresas del Rey: hechas siempre con la mira de su propia grandeza o de su seguridad, parecía que tenían por objeto la defensa de la Iglesia o la propagación de la fe cristiana

Por su parte, Antonio María Fabié, en la introducción que incluimos en esta entrega, señala que «esta relación tiene un carácter especial y distinto de otras, porque en ella no se dan pormenores de las ciudades y villas ni de los accidentes geográficos de la Península, sino que consiste en un juicio general, y como ahora se dice, sintético, del nuevo Estado que acababa de formarse por la unión de los reinos de Aragón y de Castilla, y que pesaba ya tanto en todos los negocios de la cristiandad, y más especialmente en los de Italia, campo en aquella sazón abierto a las ambiciones de todos los soberanos de Europa; este aspecto de la nueva monarquía y reino de España no podía menos de llamar la atención de un político como Guicciardini.»

Abraham Ortelius, Theatro del orbe de la Tierra

lunes, 23 de mayo de 2022

Santiago Ramón y Cajal, Patriotismo y nacionalismos. Textos regeneracionistas

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España fue uno de los primeros países en implantar el liberalismo, a partir de las revoluciones de 1808. Y sin embargo al liberalismo español le resultó muy complicado el construir un estado liberal estable. Es lógico; la sustitución de autoridades e instituciones, auténticamente revolucionaria, con la participación de buena parte de la población, se hizo contra los franceses y con el lema omnipresente de la defensa de la patria, la religión, el rey, las costumbres… (es decir, el futuro lema carlista). Y aunque tempranamente, la gran capacidad de maniobra de los sectores propiamente liberales les permite hacerse con el poder político y diseñar un estado liberal, tardarán bastante en lograr una base social suficientemente amplia como para hacerlo triunfar definitivamente tras la muerte de Fernando VII. Su funcionamiento, sin embargo, seguirá siendo muy defectuoso: problemas exteriores (la emancipación de América), resistencias interiores (las guerras civiles), pero sobre todo el temprano enfrentamiento entre las distintas facciones liberales, tan en absoluto dispuestas a convivir entre ellas, que el medio ordinario de alternancia política pasa a ser el castizo pronunciamiento militar.

Sólo con la llamada Restauración (en puridad, la segunda de las tres restauraciones borbónicas contemporáneas), se establecerá un auténtico estado liberal eficaz, pacífico y ordenado, plenamente comparable con los de los países de su entorno. Los resultados serán patentes: crecimiento sostenido de la población, de la economía, de la cultura (tanto de la alfabetización como de la ciencia). Ni siquiera el Desastre del 98 interrumpirá definitivamente esta senda ascendente. Y aquí es donde se constata una llamativa paradoja: es en esta etapa, con la que se ha superado siete décadas de conflictos, cuando toma una importancia decisiva el llamado problema de España entre los intelectuales (Lucas Mallada, Ángel Ganivet, Joaquín Costa, José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno…), que en buena medida supone una descalificación global del estado presente del país, de su historia considerada como fracaso, de sus élites y de sus realizaciones. Y en lógico paralelo surgen los nacionalismos periféricos, con sus propuestas de naciones alternativas (Valentín Almirall, Pompeyo Gener, Prat de la Riba, Sabino Arana, Antonio Rovira y Virgili…)

En cualquier caso, fueron muchos los que tomaron parte en este debate. Hoy presentamos la contribución del más prestigioso científico de la época, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934). Él mismo explica en su Recuerdos de mi vida (que comenzó a publicar en 1901 en la Revista de Aragón) cómo se sintió implicado a raíz de la derrota ante los Estados Unidos: «La prensa solicitaba apremiantemente la opinión de todos, grandes y chicos, acerca de las causas productoras de la dolorosa caída, con la panacea de nuestros males. Y yo, al igual de muchos, jóvenes entonces, escuché la voz de la sirena periodística. Y contribuí modestamente a la vibrante y fogosa literatura de la regeneración, cuyos elocuentes apóstoles fueron, según es notorio, el gran Costa, Macías Picavea, Paraíso y Alba. Más adelante sumáronse a la falange de los veteranos algunos literatos brillantes: Maetzu, Baroja, Bueno, Valle-Inclán, Azorín, etc.» Pero «la retórica no detuvo nunca la decadencia de un país. Los regeneradores del 98 sólo fuimos leídos por nosotros mismos: al modo de los sermones, las austeras predicaciones políticas edifican tan sólo a los convencidos. La masa permanece inerte. ¡Triste es reconocer que la verdad no llega a los ignorantes porque no leen ni sienten, y deja fríos, cuando no irritados, a los vividores y logreros!»

A partir de entonces, Ramón y Cajal, sin descuidar su labor científica, la compatibilizará con un esfuerzo para contribuir a la regeneración de España mediante escritos más literarios y ensayísticos que puedan influir en un círculo más amplio de lectores. Presentamos un selección de textos desde aquellos iniciales de 1898, hasta la época de la segunda República. Algunas preocupaciones son constantes en el autor, como la necesidad de corregir y llevar a cabo una política educativa que eleve el nivel cultural de la población, y que posibilite una auténtica labor investigadora y científica, condición necesaria para el crecimiento económico. Asimismo, el problema del caciquismo, y, cada vez más el auge de los separatismos catalán y vasco.


Cajal jugando al ajedrez con Federico Olóriz en Miraflores de la Sierra (verano de 1898)

lunes, 16 de mayo de 2022

Julián Ribera, Lo científico en la Historia

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El arabista Julián Ribera (1858-1934), algunas de cuyas obras hemos comunicado en Clásicos de Historia, lleva a cabo su tarea cuando el positivismo y el historicismo dominan ampliamente en el mundo intelectual, y tienden a imponer su visión del mundo en la cultura popular. En 1898, Langlois y Seignobos han publicado su Introduction aux études historiques, que se convertirá en uno de los referentes metodológicos más respetados. Sin embargo, diversos pensadores han puesto de relieve los límites del positivismo, desde el idealismo, el neokantismo..., lo que influye en la concepción de la historia. Y se avizoran los cambios que se multiplicarán tras la Gran Guerra.

En estas circunstancias, Ribera se cuestiona su propio trabajo. En una serie de artículos publicados en la Revista de Aragón entre 1902 y 1905, y finalmente editados en un volumen en 1906, valora algunos aspectos de este debate, reflexiona, y concluye por plantear sus propias consideraciones. No tienen nada de revolucionarias, pero, resultan bastante atractivas en buena medida por su sentido común y la consecuente actualidad de muchas de ellas. Su punto de partida está en la dificultad de precisar el concepto de historia: «unos incluirán en su significado los relatos mentirosos inventados por un poeta, sin más realidad que la de un sueño; otros entenderán por historia la relación de un hecho realmente acontecido, o la relación tramada de sucesos ocurridos unos tras otros; y de esa manera llegaremos hasta las grandes construcciones artísticas en que se han lucido eminentes literatos, al desplegar su fecundo ingenio retórico o de invención, y a las magistrales investigaciones llevadas a efecto, del modo más nimio y apurado, por los hombres de ciencia.»

Y más adelante: «los hechos pasados pueden estudiarse con idénticos fines que los hechos presentes; la historia, como la pradera de que hablamos, puede servir para todo; si a la pradera puede ir el naturalista a estudiar la flora, el poeta para inspirarse en los colores de la primavera, el labrador para segar el heno con la dalla, y el ternero a juguetear, sin embargo, no deben confundirse con denominación común tales faenas; la vaca que tiende la barriga sobre la verde alfombra y rumia perezosamente, no hace el mismo oficio que el naturalista. Mas lo que en la realidad presente nadie confunde, lo confunden muchos en el estudio de lo pasado ¡cuántos borregos insignes se figurarán hacer ciencia, rumiando perezosamente las noticias de lo pasado! (…) No hay que ponerse nerviosos porque los hechos del pasado sirvan para todo, como la antedicha pradera: a unos lo histórico sólo proporciona entretenimiento; a otros satisface curiosidad; otros buscan experiencia; otros motivos para novelar y reír; otros, como el poeta, van tras el interés de una acción que a todo el mundo impresione por lo conocida; otros irán por argumentos de drama, etc., y, por fin, ¿no podrá servir de objeto para la observación científica?»

Y por ello distingue entre la necesaria y rigurosa erudición, con la que alude al estudio de las fuentes, y la necesaria y propiamente histórica observación, con sus operaciones características. Y deberán evitarse comunes errores, que podemos constatar bien presentes más de un siglo después: «Es sencillamente tonto proponerse fin extraño a la ciencia y decir que es científico, v. g., acudir a los hechos pasados para probar una tesis no sacada del estudio de los hechos mismos, sino forjada por el interés personal o la pasión de secta o partido. Forzando la interpretación de los hechos se ha llegado a descubrir una naturaleza humana que no ha existido jamás, y se ha dificultado por medio de fábulas, hasta el conocimiento científico de lo existente. Ciertas amistades platónicas con falsas edades pretéritas, ciertos cariños arqueológicos, han tenido la virtud de transformar a ciertos eruditos, convirtiéndolos, de personas discretas, en eximios botarates.

»Son muchos los que sacan de la historia lo que no hay. Para extraer esencia de muchas rosas frescas, que se palpan, que son reales, se trabaja mucho y a la postre se consigue extraer unas gotitas; en cambio con operaciones de la mente se puede sacar a montones todo lo que uno imagina; y quien tiene en la propia cabeza el grifo para hacer chorrear, no es difícil que suelte inundaciones de conceptos políticos, morales, etc., que no responden a nada verdadero y real.

»Concebir la historia como tribunal que juzga de la moralidad, rectitud, etc., de los hombres pasados, es la negación del espíritu científico; eso no es más que la parodia ridícula del juicio final: oficiar de Dios que reparte a diestra y siniestra premios y castigos. El tribunal inapelable de la historia es una insustancialidad completamente incientífica.

»Los hechos de los hombres podrán discutirse apasionadamente al tiempo de ejecutarse, cuando influyen de cerca en nuestra felicidad o infelicidad; pero cuando se estudian con intentos científicos, es preciso despojarse de todo interés pasional. Algunos creen esto imposible: ¡como si fuera imposible estudiar el oro, olvidándose al propio tiempo de que es metal que sirve para las transacciones del mercado; como si no fuera posible mirarlo por otro aspecto que el del avaro!

»Tampoco es científico proponerse resucitar lo antiguo entero, vivo y moviéndose, y, cuando falten materiales, suplirlos con invención o adivinación, no; el fin científico no es crear un ser viviente; pues aunque la ciencia pudiera ser útil para tales oficios, no es ése el fin directo de la ciencia; no es decir que sea abominable esa tarea, sino que no es científica, y nada adelanta la ciencia con tales aplicaciones. La historia no es cosa viva, sino muerta. Quede para el arte esa virtud de resucitar a los muertos.»

lunes, 9 de mayo de 2022

Wenceslao Fernández Flórez, Columnas de la República 1931-1936

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Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) recibe la República con interés positivo: «De repente este pueblo que no existía se presenta trayendo la República; porque nadie lo hizo sino él. Ni el prestigio de un hombre-cumbre, que no se reveló todavía; ni los discursos de los mítines, que eran rosarios de tópicos; ni una acción violenta. Cuando los constitucionalistas pensaban en apelar a las Cortes, y las izquierdas, a la revolución, y un hombre del talento de Cambó afirmaba reiteradamente que era imposible un cambio de régimen sin la activa intervención del Ejército, llega ese pueblo, y, suavemente, sorprendiendo a todos, implanta la República. Una República que ascendió por capilaridad —cada hombre, una gotita— hasta la superficie donde los hechos se cuajan. Ventaja inmensa, porque impide que haya santones, con o sin sable, que, por regla general, suelen cobrar muy caras las deudas que los pueblos contraen con ellos. En la historia de Europa sólo recuerdo un hecho parecido: la separación de Suecia y Noruega para constituir dos Estados independientes, sin convulsión, sin luchas, por acuerdo pacífico y ejemplar.»

Sin embargo, pronto aparecerán santones y figurones que resquebrajarán su confianza en la posibilidad de edificar una República propiamente liberal: «Entre todos mis defectos, el que de día en día siento pesar sobre mí más abrumadoramente es mi liberalismo. Hoy es moda reírse del liberalismo, pero yo no conozco aún otro ambiente en que sea posible mayor felicidad espiritual. Acaso sea porque el amor a la Libertad fue un morbo del siglo XIX, y a fines de él nací yo y adquirí el contagio. O quizá porque la producción artística impone por su esencia propia la devoción a aquella diosa de la que hoy se dice desdeñosamente que no es más que un prejuicio “pequeño-burgués”. Por lo que sea. Pero a mí me molesta que se haga del mundo un cuartel donde los movimientos, las necesidades y los pensamientos estén previstos, ordenados y atendidos, sancionados y sometidos a disciplina inquebrantable. Una cosa es afirmar que el liberalismo tiene grandes defectos que deben ser corregidos y que incurrió en graves torpezas, más por su romántica puerilidad que por los fundamentos de su posición, y otra intentar que sea extirpada del espíritu la tendencia a la Libertad, vieja como el mismo hombre, componente sin el que nunca podrá cuajarse la felicidad o el remedo de felicidad a que podemos aspirar los humanos. Pero el antiliberalismo actual no es más que una moda por reacción.»

Y, en 1934, todas las alarmas se disparan: «Usted, hombre que ha cumplido la cuarentena, tiene los ojos asustados. ¿A qué mundo ha sido transportado repentinamente? Le han instruido en ciertos dogmas, en ciertos respetos, en ciertos convencionalismos. La sociedad humana firmó con usted un pacto, en el que, a cambio de una determinada conducta y un determinado esfuerzo que usted debía realizar, le garantizaba las más importantes condiciones de su vida. Le enseñaron a venerar algunos ideales cuya inconmovilidad parecía garantizada. Y usted marchó sobre esos carriles. Estudió, trabajó, formó una familia... Bruscamente, en unos cuantos años —muy pocos— lo antiguo se derrumba (...) Hay un estremecedor retorno a la ferocidad. Un día son fusiladas sin formación de causa varias docenas de hombres sobresalientes, en una nación de vieja cultura. Otro día es un canciller europeo el que se desangra sobre la alfombra de su despacho, pidiendo socorro con voz débil, entre la cruel quietud de sus asesinos. Aquí y allá, en los países de más fuerte moral aparente, bandas de hombres luchan con otras bandas de hombres. Tabletea la ametralladora en ciudades ilustres, las trincheras ponen breves fronteras al odio. Se mata implacablemente en nombre de aspiraciones que nadie —ni los asesinos mismos— sabe cómo pueden ser satisfechas. Un miedo expectante, una acritud sin disimulo corren de Norte a Sur por todos los meridianos del mundo.»

Y como otros muchos liberales, de izquierdas y de derechas, unos antes y otros después, se pregunta, con talante profético: «¿Cuántos son los españoles de espíritu antes decididamente inclinado al liberalismo que ahora ansían, en secreto o en público, una situación “de autoridad”, una dictadura intransigente que les permita vivir con la tranquilidad de que hoy se carece? Toda esa generosa predisposición la han destruido los partidos que tan mal manejaron el mando desde que está implantada la República. Han sembrado de sal el campo donde los amigos del progreso se prometían recoger buenas cosechas. Han arruinado hasta la fe en las ideas que mejor armonizan con nuestro tiempo. Mal episódico, porque esas ideas revivirán. Pero ¿cuánto tiempo y cuántos esfuerzos serán precisos para ello?»

Las citas anteriores, excepto la primera, corresponden a artículos publicados en torno a 1934, antes y después de la revolución de octubre, cuando se agudiza su desencanto. Sin embargo, observa igual de críticamente a los gobernantes de ambos bienios republicanos, aunque también mantiene una independencia de criterio que le lleva a dar la razón, en el fondo, a la Generalitat en el conflicto con el Tribunal de garantías constitucionales, alabar al mismo tiempo a Fernando de los Ríos y a Sainz Rodríguez, y a denunciar la interesada censura de unos y otros, sucesivamente. Sólo a partir de febrero del 36, cuando los enfrentamientos se hacen cada vez mayores y se presiente ya «la orilla donde sonríen los locos» (Sender), nuestro autor se distanciará del día a día de la política. Presentamos esta semana una amplia selección de los artículos políticos y crónicas parlamentarias que publica en el diario ABC (al que agradecemos la puesta a disposición de los interesados de su completa hemeroteca) durante la Segunda República. A través de ellos dispondremos de una veraz aunque personal historia de ésta, como podemos hacer a través de los repertorios de Unamuno, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Josep Plá (estos últimos publicados por Xavier Pericay en 2006), o la colección de dibujos políticos de Areuger (Gerardo Fernández de la Reguera).

Una última cita sobre su postura ideológica y su personal uso del humor: «Raro es, en verdad, el periódico que en estos cuatro años no disparó alguna vez una flechita contra mí. Lo que los de izquierda y los de derecha suelen decir es tan contradictorio que se neutraliza momentáneamente en mi atención. Para los unos soy un sacristán; para los otros, un anarquista. Yo sumo. Menos uno y más uno, cero. Y me olvido. Pero hay dos recursos de aniquilamiento que emplean con la misma fruición los dos bandos, y su repetición temática hace que no pueda borrarlos de la memoria. Son, a saber: Primero, llamarme Fernández. Segundo, acusarme ante el orbe de ser un chistoso contumaz (…) Quizá la actitud irónica tenga más fuerza, más poder que la trágica. Acaso lo que yo digo en un comentario burlón se prende más en la memoria y en la sensibilidad de la gente que un artículo de fondo barbudo y bigotudo. No sé (…) Yo creo en la eficacia de la sonrisa. Yo creo que una carcajada puesta junto a un hombre o a una institución o a un sistema de ideas, les hace saltar mejor que una bomba de dinamita. ¿Ustedes prefieren el artículo lacrimógeno, la glosa dramática, los crespones de la retórica sollozante? Yo saludo con todo respeto a los crespones, a los sollozos y al reflexivo ademán con que se puede mesar una barba. Cada cual con su estilo.»

El gobierno provisional se presenta ante las primeras Cortes republicanas

lunes, 2 de mayo de 2022

Dolores Ibárruri “Pasionaria”, Artículos, discursos e informes 1936-1978

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     «¡Queridos camaradas y amigos! ¡Querido Yósif Visarionovich!
     »En este día memorable llegan hacia usted cordiales mensajes de saludo y adhesión de millones de hombres y de mujeres de todos los rincones de la Tierra. Y entre el clamor entusiasta de esas voces jubilosas se escucha también la voz del pueblo español, que no quiere vivir de rodillas y que lucha por la liberación de la Patria con el nombre de Stalin en los labios. Ni el terror ni las persecuciones de los verdugos franquistas pueden apagar en el corazón de las masas populares españolas el fuego sagrado del cariño hacia Stalin y hacia la Unión Soviética.
     »No hace mucho tiempo fueron ejecutados en Sevilla varios comunistas por su participación en la lucha contra el régimen franquista. Y ante el tribunal que los condenó, ellos proclamaron orgullosamente: “Nuestra devoción a la Unión Soviética, al Partido Bolchevique y a Stalin es nuestro más noble orgullo y alto honor.” Así piensan y sienten nuestros hombres, que no olvidan que en nuestra penosa lucha contra el fascismo, el mejor y más consecuente defensor de la República española es la Unión Soviética, es usted, querido Yósif Visarionovich.
     »Y en nombre de los españoles que luchan por la libertad, yo quiero condensar en breves palabras, salidas de lo hondo del alma, los ardientes sentimientos de mi pueblo, diciendo: ¡Viva la Unión Soviética, cuyas grandiosas realizaciones llevan indeleblemente grabadas el nombre inmortal de Yósif Visarionovich Stalin! ¡Viva por largos años el genial creador del comunismo, camarada Stalin!»
(Mundo Obrero, París, 29 de diciembre de 1949.)

Así se pronuncia Dolores Ibárruri en la sesión solemne con la que se celebra el 70 aniversario de Stalin. Es el 21 de diciembre de 1949, y estamos en el Teatro Bolshoi de Moscú. En la presidencia del acto están todos los que son alguien en el movimiento comunista, acompañando al homenajeado: los soviéticos Kosyguin, Kaganovich, Bulganin, Kruschev, Suslov, Malenkov, el temible Beria, Voroshilov, Molotov…; también los principales dirigentes de los nuevos estados comunistas: el chino Mao, el alemán Ulbricht, el mongol Tsedenbal, el rumano Gheorghiu-Dej, el búlgaro Cervenkov, el checoslovaco Siroky, el húngaro Rakosi…; y con ellos el italiano Togliatti, el austríaco Koplenig, y la española Dolores Ibárruri, tres comunistas procedentes de Europa occidental, que no disfrutan del poder en sus países. Naturalmente, no asisten el yugoslavo Tito ni el polaco Gomulka, que pronto será condenado a prisión.

Dolores Ibárruri (1895-1989), que utilizaba el apodo de “Pasionaria” desde 1919, tuvo efectivamente un protagonismo considerable en la historia general del siglo, en buena medida gracias a sus dotes de agitación y propaganda. Además, puede representar perfectamente el sinuoso (¿o dialéctico?) rumbo del Partido Comunista de España desde su fundación, con continuos y radicales cambios políticos, en buena medida en función de las decisiones del todopoderoso hermano mayor soviético, el PCUS. Elorza y Bizcarrondo señalaron que «el análisis de la actuación de Comintern en España viene a probar algo que constituía una intuición generalizada hasta 1939: no cabe hablar en rigor de historia del Partido Comunista de España, sino de historia de la Sección española de la Internacional Comunista. Las decisiones que luego ejecutaban los distintos órganos del PCE no eran fruto de una discusión colectiva en el Buró Político o en el Comité Central del Partido, ni emanaban del buen sentido revolucionario de José Díaz o Dolores Ibárruri (…) Todo ha de subordinarse a la perspectiva teleológica que tiene por meta la revolución mundial, lo cual en el tiempo que nos ocupa es tanto como decir subordinación a Stalin y a los intereses de la URSS.» (Queridos camaradas, Barcelona 1999)

Esta dependencia se mantendrá incólume durante la república, durante la guerra civil, y en la larga etapa del exilio, también tras la muerte de Stalin, y explica absolutamente los cambios de estrategia y táctica (y hasta de expresión) que se observan en la docena de textos escogidos. Los primeros corresponden a la época en que Stalin, tras abandonar en 1935 su campaña contra los llamados “socialfascistas” (los partidos de la segunda Internacional), promueve el acercamiento a socialistas, sindicalistas y radicales burgueses, y la creación de Frentes Populares para enfrentarse a fascistas y reaccionarios. Pero lo exiguo de sus resultados (donde más éxito ha logrado ha sido en España, con un PCE hegemónico en el bando republicano) le llevan a la alianza con Hitler, y a las primeras grandes ganancias territoriales de la URSS. Ibárruri respaldará plenamente esta política, y condenará rotundamente a los socialistas y a las potencias aliadas, mientras evitará cualquier referencia a la Alemania nazi. Más aún, condenará de forma absoluta el propio estado polaco, considerado como artificial y eminentemente antisoviético. (Podemos encontrar una cierta similitud en los actuales argumentos rusos para justificar su ataque a Ucrania...)

Ahora bien, la Operación Barbarroja provoca un nuevo quiebro. Otra vez el enemigo es el fascismo, y por tanto es no sólo aceptable sino recomendable la alianza con potencias antes tildadas de imperialistas. En el mismo sentido, Ibárruri propugna para luchar contra el franquismo la Unión Nacional con sectores sociales ―la Iglesia, la burguesía, socialistas y anarquistas― antes condenados como reaccionarios. El fin de la guerra mundial y el inicio de la guerra fría da lugar a un nuevo giro. Ahora el enemigo es Estados Unidos, verdadera amenaza a la paz que propugnan la Unión Soviética y las nuevas democracias populares. Por ello apuntala a Grecia, a Yugoslavia, y a la misma España franquista. En consecuencia el partido debe absorber los elementos sanos dentro del sindicalismo, del socialismo, de la intelectualidad, obviando a sus vendidos líderes.

A la muerte de Stalin (en cuyos solemnes funerales estará presente Ibárruri) seguirá poco después una nueva política, la coexistencia pacífica, que también será convenientemente aplicada por el PCE: ahora se busca la reconciliación nacional, se abandona definitivamente la lucha armada para combatir el franquismo, y se renueva el esfuerzo para establecer lazos de colaboración con todos los sectores que no apoyen directamente al dictador: por supuesto socialistas y sindicalistas, pero también clases medias, democristianos, monárquicos, nacionalistas vascos y catalanes, la Iglesia… Los cambios culturales de los años sesenta, el llamado eurocomunismo, y la muerte de Franco, explicarán los cambio del comunismo durante la Transición: aceptación plena de la democracia, de la monarquía, y hasta de la misma bandera tradicional de España. Pero la “Pasionaria”, aunque sigue presidiendo el partido y es diputada, hace tiempo que carece de poder ejecutivo: se ha convertido en buena medida en un símbolo que sigue la línea política de los dirigentes; lo que, por otra parte, siempre había hecho, también cuando ocupaba la Secretaría General. Su muerte coincidió prácticamente con la caída del muro de Berlín; no llegó a ver la desaparición de la Unión Soviética.

Dolores Ibárruri, a la derecha, bajo el gran cuadro de Stalin.