El arabista Julián Ribera (1858-1934), algunas de cuyas obras hemos comunicado en Clásicos de Historia, lleva a cabo su tarea cuando el positivismo y el historicismo dominan ampliamente en el mundo intelectual, y tienden a imponer su visión del mundo en la cultura popular. En 1898, Langlois y Seignobos han publicado su Introduction aux études historiques, que se convertirá en uno de los referentes metodológicos más respetados. Sin embargo, diversos pensadores han puesto de relieve los límites del positivismo, desde el idealismo, el neokantismo..., lo que influye en la concepción de la historia. Y se avizoran los cambios que se multiplicarán tras la Gran Guerra.
En estas circunstancias, Ribera se cuestiona su propio trabajo. En una serie de artículos publicados en la Revista de Aragón entre 1902 y 1905, y finalmente editados en un volumen en 1906, valora algunos aspectos de este debate, reflexiona, y concluye por plantear sus propias consideraciones. No tienen nada de revolucionarias, pero, resultan bastante atractivas en buena medida por su sentido común y la consecuente actualidad de muchas de ellas. Su punto de partida está en la dificultad de precisar el concepto de historia: «unos incluirán en su significado los relatos mentirosos inventados por un poeta, sin más realidad que la de un sueño; otros entenderán por historia la relación de un hecho realmente acontecido, o la relación tramada de sucesos ocurridos unos tras otros; y de esa manera llegaremos hasta las grandes construcciones artísticas en que se han lucido eminentes literatos, al desplegar su fecundo ingenio retórico o de invención, y a las magistrales investigaciones llevadas a efecto, del modo más nimio y apurado, por los hombres de ciencia.»
Y más adelante: «los hechos pasados pueden estudiarse con idénticos fines que los hechos presentes; la historia, como la pradera de que hablamos, puede servir para todo; si a la pradera puede ir el naturalista a estudiar la flora, el poeta para inspirarse en los colores de la primavera, el labrador para segar el heno con la dalla, y el ternero a juguetear, sin embargo, no deben confundirse con denominación común tales faenas; la vaca que tiende la barriga sobre la verde alfombra y rumia perezosamente, no hace el mismo oficio que el naturalista. Mas lo que en la realidad presente nadie confunde, lo confunden muchos en el estudio de lo pasado ¡cuántos borregos insignes se figurarán hacer ciencia, rumiando perezosamente las noticias de lo pasado! (…) No hay que ponerse nerviosos porque los hechos del pasado sirvan para todo, como la antedicha pradera: a unos lo histórico sólo proporciona entretenimiento; a otros satisface curiosidad; otros buscan experiencia; otros motivos para novelar y reír; otros, como el poeta, van tras el interés de una acción que a todo el mundo impresione por lo conocida; otros irán por argumentos de drama, etc., y, por fin, ¿no podrá servir de objeto para la observación científica?»
Y por ello distingue entre la necesaria y rigurosa erudición, con la que alude al estudio de las fuentes, y la necesaria y propiamente histórica observación, con sus operaciones características. Y deberán evitarse comunes errores, que podemos constatar bien presentes más de un siglo después: «Es sencillamente tonto proponerse fin extraño a la ciencia y decir que es científico, v. g., acudir a los hechos pasados para probar una tesis no sacada del estudio de los hechos mismos, sino forjada por el interés personal o la pasión de secta o partido. Forzando la interpretación de los hechos se ha llegado a descubrir una naturaleza humana que no ha existido jamás, y se ha dificultado por medio de fábulas, hasta el conocimiento científico de lo existente. Ciertas amistades platónicas con falsas edades pretéritas, ciertos cariños arqueológicos, han tenido la virtud de transformar a ciertos eruditos, convirtiéndolos, de personas discretas, en eximios botarates.
»Son muchos los que sacan de la historia lo que no hay. Para extraer esencia de muchas rosas frescas, que se palpan, que son reales, se trabaja mucho y a la postre se consigue extraer unas gotitas; en cambio con operaciones de la mente se puede sacar a montones todo lo que uno imagina; y quien tiene en la propia cabeza el grifo para hacer chorrear, no es difícil que suelte inundaciones de conceptos políticos, morales, etc., que no responden a nada verdadero y real.
»Concebir la historia como tribunal que juzga de la moralidad, rectitud, etc., de los hombres pasados, es la negación del espíritu científico; eso no es más que la parodia ridícula del juicio final: oficiar de Dios que reparte a diestra y siniestra premios y castigos. El tribunal inapelable de la historia es una insustancialidad completamente incientífica.
»Los hechos de los hombres podrán discutirse apasionadamente al tiempo de ejecutarse, cuando influyen de cerca en nuestra felicidad o infelicidad; pero cuando se estudian con intentos científicos, es preciso despojarse de todo interés pasional. Algunos creen esto imposible: ¡como si fuera imposible estudiar el oro, olvidándose al propio tiempo de que es metal que sirve para las transacciones del mercado; como si no fuera posible mirarlo por otro aspecto que el del avaro!
»Tampoco es científico proponerse resucitar lo antiguo entero, vivo y moviéndose, y, cuando falten materiales, suplirlos con invención o adivinación, no; el fin científico no es crear un ser viviente; pues aunque la ciencia pudiera ser útil para tales oficios, no es ése el fin directo de la ciencia; no es decir que sea abominable esa tarea, sino que no es científica, y nada adelanta la ciencia con tales aplicaciones. La historia no es cosa viva, sino muerta. Quede para el arte esa virtud de resucitar a los muertos.»
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