lunes, 9 de mayo de 2022

Wenceslao Fernández Flórez, Columnas de la República 1931-1936

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Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) recibe la República con interés positivo: «De repente este pueblo que no existía se presenta trayendo la República; porque nadie lo hizo sino él. Ni el prestigio de un hombre-cumbre, que no se reveló todavía; ni los discursos de los mítines, que eran rosarios de tópicos; ni una acción violenta. Cuando los constitucionalistas pensaban en apelar a las Cortes, y las izquierdas, a la revolución, y un hombre del talento de Cambó afirmaba reiteradamente que era imposible un cambio de régimen sin la activa intervención del Ejército, llega ese pueblo, y, suavemente, sorprendiendo a todos, implanta la República. Una República que ascendió por capilaridad —cada hombre, una gotita— hasta la superficie donde los hechos se cuajan. Ventaja inmensa, porque impide que haya santones, con o sin sable, que, por regla general, suelen cobrar muy caras las deudas que los pueblos contraen con ellos. En la historia de Europa sólo recuerdo un hecho parecido: la separación de Suecia y Noruega para constituir dos Estados independientes, sin convulsión, sin luchas, por acuerdo pacífico y ejemplar.»

Sin embargo, pronto aparecerán santones y figurones que resquebrajarán su confianza en la posibilidad de edificar una República propiamente liberal: «Entre todos mis defectos, el que de día en día siento pesar sobre mí más abrumadoramente es mi liberalismo. Hoy es moda reírse del liberalismo, pero yo no conozco aún otro ambiente en que sea posible mayor felicidad espiritual. Acaso sea porque el amor a la Libertad fue un morbo del siglo XIX, y a fines de él nací yo y adquirí el contagio. O quizá porque la producción artística impone por su esencia propia la devoción a aquella diosa de la que hoy se dice desdeñosamente que no es más que un prejuicio “pequeño-burgués”. Por lo que sea. Pero a mí me molesta que se haga del mundo un cuartel donde los movimientos, las necesidades y los pensamientos estén previstos, ordenados y atendidos, sancionados y sometidos a disciplina inquebrantable. Una cosa es afirmar que el liberalismo tiene grandes defectos que deben ser corregidos y que incurrió en graves torpezas, más por su romántica puerilidad que por los fundamentos de su posición, y otra intentar que sea extirpada del espíritu la tendencia a la Libertad, vieja como el mismo hombre, componente sin el que nunca podrá cuajarse la felicidad o el remedo de felicidad a que podemos aspirar los humanos. Pero el antiliberalismo actual no es más que una moda por reacción.»

Y, en 1934, todas las alarmas se disparan: «Usted, hombre que ha cumplido la cuarentena, tiene los ojos asustados. ¿A qué mundo ha sido transportado repentinamente? Le han instruido en ciertos dogmas, en ciertos respetos, en ciertos convencionalismos. La sociedad humana firmó con usted un pacto, en el que, a cambio de una determinada conducta y un determinado esfuerzo que usted debía realizar, le garantizaba las más importantes condiciones de su vida. Le enseñaron a venerar algunos ideales cuya inconmovilidad parecía garantizada. Y usted marchó sobre esos carriles. Estudió, trabajó, formó una familia... Bruscamente, en unos cuantos años —muy pocos— lo antiguo se derrumba (...) Hay un estremecedor retorno a la ferocidad. Un día son fusiladas sin formación de causa varias docenas de hombres sobresalientes, en una nación de vieja cultura. Otro día es un canciller europeo el que se desangra sobre la alfombra de su despacho, pidiendo socorro con voz débil, entre la cruel quietud de sus asesinos. Aquí y allá, en los países de más fuerte moral aparente, bandas de hombres luchan con otras bandas de hombres. Tabletea la ametralladora en ciudades ilustres, las trincheras ponen breves fronteras al odio. Se mata implacablemente en nombre de aspiraciones que nadie —ni los asesinos mismos— sabe cómo pueden ser satisfechas. Un miedo expectante, una acritud sin disimulo corren de Norte a Sur por todos los meridianos del mundo.»

Y como otros muchos liberales, de izquierdas y de derechas, unos antes y otros después, se pregunta, con talante profético: «¿Cuántos son los españoles de espíritu antes decididamente inclinado al liberalismo que ahora ansían, en secreto o en público, una situación “de autoridad”, una dictadura intransigente que les permita vivir con la tranquilidad de que hoy se carece? Toda esa generosa predisposición la han destruido los partidos que tan mal manejaron el mando desde que está implantada la República. Han sembrado de sal el campo donde los amigos del progreso se prometían recoger buenas cosechas. Han arruinado hasta la fe en las ideas que mejor armonizan con nuestro tiempo. Mal episódico, porque esas ideas revivirán. Pero ¿cuánto tiempo y cuántos esfuerzos serán precisos para ello?»

Las citas anteriores, excepto la primera, corresponden a artículos publicados en torno a 1934, antes y después de la revolución de octubre, cuando se agudiza su desencanto. Sin embargo, observa igual de críticamente a los gobernantes de ambos bienios republicanos, aunque también mantiene una independencia de criterio que le lleva a dar la razón, en el fondo, a la Generalitat en el conflicto con el Tribunal de garantías constitucionales, alabar al mismo tiempo a Fernando de los Ríos y a Sainz Rodríguez, y a denunciar la interesada censura de unos y otros, sucesivamente. Sólo a partir de febrero del 36, cuando los enfrentamientos se hacen cada vez mayores y se presiente ya «la orilla donde sonríen los locos» (Sender), nuestro autor se distanciará del día a día de la política. Presentamos esta semana una amplia selección de los artículos políticos y crónicas parlamentarias que publica en el diario ABC (al que agradecemos la puesta a disposición de los interesados de su completa hemeroteca) durante la Segunda República. A través de ellos dispondremos de una veraz aunque personal historia de ésta, como podemos hacer a través de los repertorios de Unamuno, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Josep Plá (estos últimos publicados por Xavier Pericay en 2006), o la colección de dibujos políticos de Areuger (Gerardo Fernández de la Reguera).

Una última cita sobre su postura ideológica y su personal uso del humor: «Raro es, en verdad, el periódico que en estos cuatro años no disparó alguna vez una flechita contra mí. Lo que los de izquierda y los de derecha suelen decir es tan contradictorio que se neutraliza momentáneamente en mi atención. Para los unos soy un sacristán; para los otros, un anarquista. Yo sumo. Menos uno y más uno, cero. Y me olvido. Pero hay dos recursos de aniquilamiento que emplean con la misma fruición los dos bandos, y su repetición temática hace que no pueda borrarlos de la memoria. Son, a saber: Primero, llamarme Fernández. Segundo, acusarme ante el orbe de ser un chistoso contumaz (…) Quizá la actitud irónica tenga más fuerza, más poder que la trágica. Acaso lo que yo digo en un comentario burlón se prende más en la memoria y en la sensibilidad de la gente que un artículo de fondo barbudo y bigotudo. No sé (…) Yo creo en la eficacia de la sonrisa. Yo creo que una carcajada puesta junto a un hombre o a una institución o a un sistema de ideas, les hace saltar mejor que una bomba de dinamita. ¿Ustedes prefieren el artículo lacrimógeno, la glosa dramática, los crespones de la retórica sollozante? Yo saludo con todo respeto a los crespones, a los sollozos y al reflexivo ademán con que se puede mesar una barba. Cada cual con su estilo.»

El gobierno provisional se presenta ante las primeras Cortes republicanas

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