viernes, 19 de octubre de 2018

Antonio Tovar, El Imperio de España


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Resulta innecesaria cualquier referencia a la altura intelectual y realizaciones del lingüista, catedrático y académico Antonio Tovar (1911-1985). Pero hoy rescatamos una obra de juventud escrita durante su etapa de propagandista de Falange, en la que ocupa importantes cargos en el equipo de Dionisio Ridruejo. Al igual que él, pronto será apartado en la jerarquía del régimen, pero mientras que Ridruejo marchará a la División Azul, evolucionará hacia la oposición al franquismo y dejará una estimable obra literaria, Tovar se empeñará en una labor científica de gran valor. Sin embargo, lo que hoy nos ocupa es una obra menor (que podemos imaginar rechazada por el Tovar posterior), que se publica como folleto anónimo de propaganda a fines de 1936, ya con su firma en 1937 en la revista FE, y posteriormente en 1940, ampliada con cinco conferencias.

La obra recoge un resumen de la historia de España: la interpretación falangista ortodoxa de primera hora, en buena medida deudora de Ramiro Ledesma y Giménez Caballero. Y, naturalmente, contiene todas las características propias del nacionalismo exacerbado: la existencia secular de la nación, que se percibe no sólo como una realidad superior (y más real) que los individuos que la componen. Su sentido ontológico propio (la unidad de destino en lo universal joseantoniana), al que deben contribuir con esfuerzo y devoción sus miembros, pero que también puede ser abandonado y traicionado, con la consiguiente ruina y decadencia de la nación, como ocurrió en el pasado y casi hasta el presente... Sin embargo, más decisivo fue en este sentido fue el ataque de los rivales, de los enemigos exteriores, envidiosos de nuestros éxitos y conjurados en nuestra destrucción… El remedio estará, por tanto, en imponer los objetivos propios de la nación mediante un esfuerzo unitario y violento de todos los nacionales. ¿Y cuál es el objetivo, el sentido del imperio español? Naturalmente, los ideales de la contrarreforma, interpretados ante todo como intolerancia, paradójicamente al modo de los que la rechazan: «prefiero el tremendo Felipe II de la leyenda negra al Felipe II un poco ñoño de los historiadores favorables.»

Y, para terminar, aun cabe otra reflexión sobre la íntima coincidencia argumental de los nacionalismos. Las últimas semanas las hemos dedicado en Clásicos de Historia al nacionalismo catalán. Puede resultar revelador (o a lo menos entretenido) enumerar las abundantes similitudes con la interpretación de la historia de Cataluña que realizó Rovira y Virgili, a pesar de presentarse como radical y conscientemente contrarias. En ambas se parte de la preexistencia de la nación, que en buena medida se articula a través del idioma; en ambas se añora la época espléndida y de plenitud que, en el pasado, supuso convertirse en cabeza de imperio; en ambas esta merecida posición fue truncada por la envidia y odio de los contrarios; en ambas abundan los connacionales débiles o traidores, que deben ser vencidos y convencidos; en ambas se constata la firme resolución presente de lograr por cualquier medio el restablecimiento del elevado papel que en justicia le corresponde a la nación.

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