Una de las paradojas de la modernidad es que el liberalismo progresista, que aboga porque la voluntad general rousseauniana deparará necesariamente las benéficas libertad, igualdad y fraternidad, estuvo acompañado desde sus orígenes (Estados Unidos, Francia…) por el disgregador nacionalismo, y dio como fruto el estado nacional y el imperialismo. Anteriormente cada individuo gozaba de una apreciable cantidad de elementos identitarios, compatibles entre sí y compatibles con los otros, como la familia, la religión, el soberano, el país natal, la lengua, el rango, la cultura, el oficio… Ahora todos ellos quedan, en el mejor de los casos, supeditados a la nación y a la ideología, que establecen estrictas separaciones entre los grupos humanos en función de ellas.
Ahora bien, por más que se teorice sobre la existencia de la propia nación desde la noche de los tiempos, y de la pulsión nacionalista, íntima e indestructible en el núcleo de cada individuo, los dirigentes de las sociedades por lo general se encontraron con poblaciones escasa o limitadamente articuladas en el sentido nacional. El siglo XIX (y en adelante…) dedicó una parte considerable de sus energías a afirmar la nación en cada estado, a esforzarse en homogeneizarlo, a establecer qué es y que no es verdaderamente nacional en las costumbres, instituciones, lenguas, cultura, historia, diversiones… En ocasiones se rechazarán usos tradicionales por considerarlos extraños a la Nación, y se sustituirán con tradiciones inventadas, como señaló Hobsbawn, innovaciones a las que en poco tiempo se les reconoce una pátina de siglos falsificada.
Los gobiernos nacionalistas (que lo fueron todos: tradicionalistas, liberales, dictatoriales, democráticos, totalitarios…) llevaron a cabo una propaganda sin límites de la nación: símbolos (bandera, escudo, himno), monumentos a las glorias nacionales (de la política, de la milicia, de la cultura), espectáculos (desfiles y paradas, discursos, teatro, la misma actividad política), los medios de comunicación... Pero una de las estrategias que dio más resultado fue el hecho de encuadrar a toda la población del estado en unas instituciones de asistencia obligatoria durante la infancia (la escuela) y la primera juventud (el servicio militar). Fueron eficaces vehículos para arraigar el conjunto de creencias que caracteriza a cualquier nacionalismo, y todavía lo son hoy, en los tardo-nacionalismos del siglo XXI.
Pues bien, la obra que presentamos obedece a este esfuerzo nacionalizador. Destinada y dedicada a los niños españoles, quiere ser un «verdadero Libro de la Patria: él os enseñará lo que es nuestra tierra, lo que son los españoles, lo que es el alma española, lo que es España.» El autor recorre una a una las regiones y provincias españolas, enhebrando en cada una de ellas descripciones de tierras y gentes, datos objetivos, monumentos y personajes célebres, historias y leyendas. Es una obra de divulgación, y si puede parecer escasamente adaptada a unos lectores infantiles (a pesar de las abundantes invocaciones a los niños a los que se destina), podemos recordar que también Rafael Altamira destinó su extensa Historia de España y de la civilización española, entre otros, a la «gran masa escolar».
La obra de Cejador resulta interesante. Si dejamos un tanto de lado los quizás repetitivos propósitos nacionalizadores, nos quedamos con un abundante compendio de la cultura e historia española, aunque un tanto desequilibrado, escrito a la ligera y a la vez con cierta tendencia a lo erudito. Puede resultar satisfactorio compararlo con otras obras de parecidas pretensiones, como Corazón, de Edmundo de Amicis, y El alma de España, de Havelock Ellis.
El filólogo zaragozano Julio Cejador y Frauca (1864-1927) fue catedrático en la Universidad Central de Madrid y desarrolló una ingente labor investigadora, con obras todavía hoy válidas como los catorce volúmenes de su Historia de la lengua y literatura castellana (1915-1922), La lengua de Cervantes (1905-1906), y otras muchas. Destacó sobre todo en el campo de la lexicografía. Sus planteamientos vasco-iberistas, en cambio, han sido justamente olvidados.
José Luis Melero, tras repasar su vida y su obra (especialmente las contadas obras de ficción que escribió) en un breve estudio, lo caracteriza así: «En Tierra y alma española, libro pensado para los niños y a ellos dedicado, en el que hace un recorrido cultural y sentimental por las distintas tierras de España, Julio Cejador escribió que el aragonés jamás es servil, aunque ello perjudique a sus intereses; que es amigo de la igualdad de todos en libertades y derechos; que es franco, a pesar de los graves problemas que acarrea el manifestar la verdad; que es independiente y digno y que no se rebaja ante nadie, aun a riesgo de pasar por brusco y testarudo; y que estas elevadas cualidades, que se cifran en la independencia y en la entereza, no se dan sin una elevada inteligencia, que predomina sobre la imaginación en el aragonés. ¿Quién no ve en tan atinado juicio el involuntario autorretrato de don Julio Cejador y Frauca?»
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José Garnelo, Las glorias de España |
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