Jaime Vicens Vives se refería así en 1944 a nuestro protagonista de esta semana: «En la historia del siglo XIV en la Península Hispánica el reinado de Pedro IV de Aragón es equivalente en cuanto a ambiente y en cuanto a propósitos, al de su contemporáneo Pedro I el Cruel de Castilla. Igual afán en ambos para doblegar a la nobleza y afirmar el poder real; igual política integradora y hegemónica; y, para colmo de semejanzas, igualdad de caracteres y de procedimientos. El reinado de Pedro IV fue sumamente borrascoso, y esto no sólo a causa de las circunstancias generales de la época, sino también debido a las peculiares reacciones de su temperamento. Pedro era uno de esos caracteres humanos que subliman todo a lo patético. Astuto, taimado, violento y dramático, se rodeó de un ambiente de tragedia. Para satisfacer su ambición y lograr sus fines, todos los procedimientos le parecieron buenos. Lejos de evitar los conflictos, se complació en envenenarlos y exacerbarlos. Sin embargo, a diferencia de Pedro I ―y esto le salvó de una catástrofe irremediable― tuvo la habilidad suficiente para jugar la carta más fuerte y revestir sus actos de una apariencia legal. Sucesivamente, fue aniquilando a sus enemigos, y al final de su reinado logró ver respetada su autoridad en sus reinos y ampliados sus dominios, que era lo que se proponía. Conocido con el sobrenombre del Ceremonioso, más le corresponde el catalán del Punyalet. Como el puñal fue agudo, implacable, mortífero y felón. No fue amado de sus vasallos ni de la Historia.»
Efectivamente, los historiadores le juzgaron desde antiguo con similar dureza. Así, Jerónimo Zurita: «Fue la condición del rey don Pedro y su naturaleza tan perversa e inclinada al mal, que en ninguna cosa se señaló tanto, ni puso mayor fuerza, como en perseguir su propia sangre. El comienzo de su reinado tuvo principio en desheredar a los infantes don Fernando y don Juan, sus hermanos, y a la reina doña Leonor, su madre, por una causa ni muy legítima ni tampoco honesta, y procuró cuanto pudo destruirlos: y cuando aquello no se pudo acabar por irle a la mano el rey de Castilla, que tomó a su cargo la defensa de la reina su hermana, y de sus sobrinos, y de sus estados, revolvió de tal manera contra el rey de Mallorca, que no paró, con serle tan deudo y su cuñado, hasta que aquel príncipe se perdió; y él incorporó el reino de Mallorca, y los condados de Rosellón y Cerdaña en su corona. Apenas había acabado de echar de Rosellón el rey de Mallorca, y ya trataba como pudiese volver a su antigua contienda de deshacer las donaciones que el rey su padre hizo a sus hermanos: y porque era peligroso negocio intentar lo comenzado contra los infantes don Fernando y don Juan, y era romper de nuevo guerra con el rey de Castilla, determinó de haberlas con el infante don Jaime, su hermano, y contra él se indignó, cuanto yo conjeturo por particular odio que contra él concibió, sospechando que se inclinaba a favorecer al rey de Mallorca: porque es cierto que ninguno creyó, ni aún de los que eran sus enemigos, que el rey usara de tanto rigor en desheredarle de su patrimonio tan inhumanamente; y finalmente, muertos sus hermanos, el uno con veneno y los otros a cuchillo, cuando se vio libre de otras guerras en lo postrero de su reinado, entendió en perseguir al conde de Urgel, su sobrino, al conde de Ampurias, su primo: y acabó la vida persiguiendo y procurando la muerte de su propio hijo, que era el primogénito.»
De igual modo, el imprescindible Juan de Mariana: «La insaciable y rabiosa sed de señorear le cegó y endureció su corazón para que los trabajos y desastres de un rey, su pariente, no le enterneciesen, ni considerase lo mal que parecía un hecho tan feo delante los ojos de Dios y de los hombres.» Jerónimo de Blancas se esfuerza en mejorar su imagen, pero concluye: «A no haberse manchado con la sangre de un hermano, a no haber sido el agente principal de tantas disensiones domésticas, de tantas guerras civiles, podría sin desventaja entrar en parangón con los mejores príncipes. Era ingenioso para excogitar recursos, sagaz en sus proyectos, incansable y resuelto en su ejecución, consumado general, de mucha prudencia, de gran corazón, práctico como el que más en las cosas de la guerra, y el más diestro en valerse de los hombres de su época. Pero tan duro, suspicaz y turbulento, tan singularmente despiadado, tan encarnizado perseguidor de su propia sangre, que aquella superior perspicacia, aquella fogosidad de carácter, parecieron haber producido, a manera de hierbas engañosas, inesperados frutos.» En realidad, es el signo de la época en que vivió, y ya advirtió Baltasar Gracián que «despiértanse unos a otros los reyes, y adormécense también, y, como los coronados pájaros domésticos, se provocan al canto o al silencio. Hasta en la crueldad se compitieron, así como en el nombre se equivocaron los tres Pedros en España.» Naturalmente, los reyes Pedro I de Portugal, Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón.
En cambio, desde sus valores liberales y románticos, y casi justificando los medios por los fines, Modesto Lafuente escribe: «Don Pedro IV de Aragón es uno de los monarcas a quienes hemos visto llegar por más tortuosos artificios a más provechosos fines. Cuando se piensa en los medios, no se le puede amar; cuando se piensa en los resultados, no puede menos de admirársele. Don Pedro el Ceremonioso fue un rey inmoral que tuvo grandes pensamientos y ejecutó cosas grandemente útiles. Fue una maldad fecunda en bienes, y sin estar dotado de un corazón noble, fue un político admirable y un monarca insigne.» Y ya en el siglo pasado, Andrés Giménez Soler: «Pedro IV enérgico, activísimo y vehemente, reinó durante más de medio siglo y desparramó su actividad sobre toda la Península y sobre las islas adyacentes; fue gran literato, lo mismo en aragonés que en catalán, y mandó componer la historia de su tiempo para dejar recuerdo de él.» «De aquellos cuatro reyes que gobernaron la Corona de Aragón desde 1327 a 1410, el más enérgico y de mayor sentido político fue el segundo, Pedro IV, aunque también, como hombre, el más malo.»
El mismo monarca parece que fue consciente de la mala imagen que arrastró durante su largo reinado, y que quiso contrarrestarla con la Crónica que presentamos, redactada en primera persona, en cuya confección es seguro que intervino personalmente, aunque utilizara a fondo los abundantes secretarios y escritores que siempre tuvo a su disposición, y con los que promovió obras tan destacadas como la Crónica de San Juan de la Peña, que terminaba en el reinado de su padre. Con él comienza la Crónica de su vida, narrando especialmente su expedición a Cerdeña, que parece considerar premonitorias de las que él mismo llevará a cabo en aras a recuperar para la Corona los territorios que considera injustamente perdidos: el reino de Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, las posesiones italianas… y las cedidas por su padre a distintos parientes. Y del mismo, los privilegios que han arrancado los nobles durante los anteriores reinados, y que dan lugar a duros enfrentamientos con el rey en Aragón y en Valencia, hasta su definitivo sometimiento. El último libro de la obra da la impresión de ser posterior, y se centra en la atroz guerra de los dos Pedros, entre Castilla y Aragón, en la que siempre llevó las de perder, hasta su triunfo final.
Ceremonial de la Coronación de Pedro IV. Versión aragonesa. |
Muchas gracias.
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