En el prefacio a su Monarchie franque (1888), Fustel de Coulanges (1830-1889) insistía en la imparcialidad como requisito imprescindible en la Historia. «Muchos piensan que resulta útil y conveniente para el historiador, el partir de preferencias, de ideas-clave, de concepciones superiores. Esto, se dice, da más vida a su obra y más encanto; es la sal que corrige la insipidez de los hechos. Pensar así supone tergiversar profundamente la naturaleza de la historia. Ésta no es un arte, sino una ciencia pura. No consiste en contar agradablemente ni en discutir con profundidad. Consiste, como toda ciencia, en observar hechos, analizarlos, juntarlos, subrayar sus vínculos.» Por ello, poco más arriba, ha rechazado la historia hecha desde la ideología (el espíritu de partido) o desde el nacionalismo (el amor de su patria y de su raza): «el patriotismo es una virtud, pero la historia es una ciencia; no se los puede confundir.»
Ahora bien este planteamiento puede resultar difícil de llevar a la práctica. En 1870 Francia entra en crisis con la guerra franco-prusiana: la derrota, el hundimiento del Segundo Imperio, la ocupación alemana, la Comuna, la proclamación de la III República… Fustel, desde la historia, desde el positivismo y desde el liberalismo, se siente interpelado tanto por los acontecimientos, como por la toma de postura de un historiador tan prestigioso como es Theodor Mommsen. Su respuesta, en octubre de 1870, se centrará en la defensa del carácter francés de Alsacia, en cuya capital ocupaba una cátedra, rechazando la argumentación del profesor alemán. Y así podemos observar las dos orientaciones aparentemente contrapuestas del nacionalismo: para unos, como Mommsen, la nación viene determinada por la lengua, la cultura, la raza, con su volksgeist o espíritu del pueblo; para otros, como Fustel o Renan, por la simple decisión de serlo, por la comunidad de ideas, intereses, afectos, recuerdos y esperanzas. Ahora bien, ambas posturas son nacionalistas, ambas contienen idéntico germen de voluntarismo, en ambas la propaganda y la imposición es sobreabundante, y en ambas los individuos quedan subordinados al conjunto, a la nación: y resulta indiferente que ésta sea un fenómeno natural o inducido.
En los siguientes meses, Fustel mantendrá este activismo. Así, dedicará un largo artículo a condenar lo que denomina espíritu de conquista e invasión, con el que caracteriza a Bismarck. En atención a la imparcialidad, lo compara y asimila a la política semejante que, en su momento, llevó a cabo el ministro Luvois, y concluye que del mismo modo que fracasó dicha política en la Francia de Luis XIV, así ocurrirá en la Alemania de Guillermo I. Ahora bien, el nacionalismo francés sigue patente en Fustel, y el rechazo de aquel periodo se compensa con un blanqueo general de la restante historia francesa: «Artois y el Rosellón, legítimamente arrebatados a España, parte de Alsacia adquirida con el consentimiento formal de Alemania.» «Llegó la Revolución Francesa; no sólo había anunciado el deseo de paz, sino que había exigido con ingenuidad la supresión de los ejércitos. Para obligar a la república a volverse guerrera, había sido necesario atacarla primero e invadir su suelo. Es cierto que en represalia había invadido a su vez, pero nunca al menos había anexado una provincia sino por deseo formal de la población. El imperio había cedido entonces al exceso de la guerra; la ambición personal del Emperador había sido sobreexcitada por las incesantes y excesivamente hábiles provocaciones de los poderes monárquicos.»
En otro artículo posterior, tras realizar un juicio extremadamente negativo y nada imparcial sobre la historia y los historiadores alemanes, se justifica del siguiente modo: «Seguramente sería preferible que la historia tuviera siempre un aspecto más pacífico, que siguiera siendo una ciencia pura y absolutamente desinteresada. Quisiéramos verla flotar en esa región serena donde no hay pasiones, ni rencores, ni deseos de venganza. Le pedimos esa encantadora imparcialidad perfecta que viene a ser la castidad de la historia. Seguimos proclamando, a pesar de los alemanes, que la erudición no tiene patria. Quisiéramos que no se pudiera sospechar que comparte nuestros tristes resentimientos, y que no se doblegará ni por nuestras legítimas pesadumbres, ni por las ambiciones de los demás. La historia que amamos es esa verdadera ciencia francesa de antaño (...) La historia de entonces no conocía ni el odio de partido ni el odio racial; buscaba sólo lo verdadero, alababa sólo lo bello, odiaba sólo la guerra y la codicia. No sirvió a ninguna causa; no tenía patria; no promovía la invasión, ni promovía la venganza. Pero hoy vivimos en tiempos de guerra. Es casi imposible que la ciencia conserve su antigua serenidad. Todo es lucha a nuestro alrededor y contra nosotros; es inevitable que la erudición misma se arme con escudo y espada. Durante cincuenta años, Francia ha sido atacada y hostigada por una tropa de eruditos. ¿Podemos culparla por sopesar un poco el parar los golpes? Es bastante legítimo que nuestros historiadores finalmente respondan a estos ataques incesantes, confundan las mentiras, detengan las ambiciones, y, si aun hay tiempo contra la avalancha de esta novedosa invasión, defiendan las fronteras de nuestra conciencia nacional y el contorno de nuestro patriotismo.»
El Temple-Neuf de Estrasburgo tras el asedio prusiano. |
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