Escribe el autor (cuyo verdadero nombre es Théodore Gosselin, 1855-1935): «Los novelistas pueden darse por muy dichosos, pues con sólo contemplar la vida o dar rienda suelta a su imaginación, componen trescientas páginas que premian las Academias e imprimen los editores, en número de cien mil ejemplares. Comparad esta envidiable suerte con la de un pobre historiador que, antes de escribir una sola línea, tiene que pasarse meses y años hojeando legajos de archivos y leyendo documentos soporíferos y a menudo indescifrables. Cuando, a fuerza de sudores, decepciones, terquedades e indiscreciones, logra al fin poner en claro el relato de un acontecimiento de tiempos pasados, se da cuenta —demasiado tarde— de que esa crónica, articulada al precio de tantos sinsabores, sólo le interesa a él, y con él a algunos pedantes hostiles, que se abalanzarán sobre el libro con afán de revisarlo, expurgarlo, corregirlo y disecarlo, para proclamar al fin, con pruebas en la mano, que se trata de una obra mentirosa, merecedora del desprecio de las personas honradas.»
Pues bien, con esta excusatio non petita, nos propone su remedio: dar a la historia el interés y el estilo formal de la novela. Y es que debemos reconocer el carácter literario de ésta y tantas otras obras históricas suyas, centradas principalmente en la revolución francesa. Y su considerable éxito ―siguen reeditándose con frecuencia― justifica el gran esfuerzo divulgador que realizó en su abundante producción. Es realmente un historiador: utiliza fuentes primarias, rebusca, relee, está al tanto del estado de la cuestión… Pero se centra preferentemente en lo anecdótico, en aspectos o sucesos menudos que, sin embargo, dan color y avivan el interés para la comprensión del personaje, en muchos casos de segunda fila. Es lo que en ocasiones se denomina pequeña historia, en realidad una parte de la prosopografía. En su día comunicamos parte de un libro ejemplar en este sentido, a cargo de los Benassar.
G. Lenotre nos presenta en los treinta y siete capítulos de esta obra una nutrida galería de personajes, destacados o no, pero que nos ayudan a acercarnos a la época. Conoceremos al barón de Frénilly, que conoció, siendo niño, a Voltaire; a Mauchossé, síndico perpetuo (y único habitante) de un pequeño pueblo cerca de París; al auténtico doctor Guillotin, que no fue el inventor de la guillotina (se atribuye a Víctor Hugo: «Hay personas sin suerte. Colón no pudo asociar su nombre a su descubrimiento, y Guillotin no pudo retirar el suyo); a Desmurs, que fue sucesivamente novicio, soldado, fraile y miliciano revolucionario; a Paillet, atareado diputado de la Asamblea legislativa; a Goy, un superviviente de una de las matanzas del Terror; a Chaumette y su breve carrera revolucionaria; a la mujer de Marat; a un prisionero de los vendeanos, y a un vendeano sin importancia que sin embargo fue mitificado durante un tiempo...
Robespierre guillotina al verdugo. Grabado francés del siglo XVIII. |
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