Pregunta Tiquíades (nos lo cuenta Luciano de Samósata): «Podrías decirme, amigo Filocles, qué especie de atractivo induce a mentir a la mayor parte de los hombres, hasta el punto de que se gocen diciendo cosas absurdas, o escuchando atentamente a los que lo dicen?» E insiste: «Pudiera citarte infinidad de personas, sensatas por lo demás y de admirable ciencia, pero tan prendadas, no sé cómo, y tan aficionadas a mentir, que aflige el ver hombres de tales prendas, y por otra parte intachables, gozándose en engañarse a sí mismos y en engañar a los demás.» Y tras referirse a Heródoto y a Homero, cita entre otros ejemplos el sepulcro de Júpiter que mostraban los cretenses a sus visitantes. Y le responde Filocles: «Pero los poetas y las ciudades tienen disculpa; aquéllos mezclan en sus escritos los encantos de la ficción, cuyo aliciente es grande, porque la necesitan si han de recrear a sus oyentes: los atenienses, los tebanos y demás que haya, ennoblecen su país con tales fábulas. Si se quitasen de Grecia esas místicas tradiciones, nada impediría que muriesen de hambre los que las refieren, porque los extranjeros no querrían oír la verdad ni de balde. Sólo los que, sin motivo alguno, se complacen en mentir, son los verdaderamente ridículos.»
Resultan apropiados estos párrafos para ser aplicados a tantos embellecimientos y falseamientos de la historia. A veces se producen con intenciones meramente crematísticas, espurias o interesadas, otras por falsa devoción patriótica, otras persiguiendo una supuesta justicia poética, otras por seguidismo, cohibido o no, a las ideas dominantes en un momento y lugar determinado. Es este un fenómeno de todos los países y de todos los tiempos, y por tanto no podemos considerar excepcional su patente presencia en la actualidad. Pero hoy nos vamos a referir a la época del humanismo renacentista, especialmente fecunda en invenciones de este tipo, con maravillosos descubrimientos de antiguas crónicas, himnos, reliquias, medallas y otras obras de arte… La búsqueda de un conocimiento más profundo de lo propio y de lo ajeno, y la dificultad de acrecer los datos, testimonios y objetos antiguos, propició su abundante fabricación. No es fácil determinar los propósitos últimos de sus autores, aunque parece predominar el autoconvencimiento, la consideración de que sus creaciones no son más que un atajo: construyen las pruebas de sus certezas.
Puesto que estas falsificaciones y falsedades (que no es lo mismo) siempre halagan a muchos, su recepción suele estar asegurada. Y si conectan de forma especialmente viva con las creencias, pulsiones e intereses de la multitud, puede resultar complicada su discusión, su crítica argumentada y su rechazo por parte de los expertos. Y aunque éste se haga oír y sea respaldado por muchos, hay bastantes posibilidades de que burdas o sofisticadas mentiras se difundan, pervivan y lleguen a ser admitidas como veraces durante mucho tiempo. Es el caso de los famosos y numerosos libros plúmbeos del Sacromonte hallados entre 1595 y 1599, que ennoblecían y al mismo tiempo arabizaban los orígenes del cristianismo en Granada. Como muestra el grabado que acompaña esta entrega, fueron admitidos y reverenciados como auténticos por los principales personajes políticos y religiosos y por la generalidad de la población, orgullosos de la posesión de tales reliquias maravillosas.
Pero desde los primeros hallazgos hubo voces prudentes que advirtieron de su falsedad. Uno de los primeros fue el obispo de Segorbe Juan Bautista Pérez (1537-1597), valenciano hijo de aragonés y catalana, y residente en Castilla por muchos años, reconocido estudioso de antigüedades, crónicas y concilios, buen conocedor del hebreo y del árabe, y relacionado con los principales humanistas de la época. En el mismo año de los primeros descubrimientos, recibió copia de ellos con la petición de que los valorara. El informe que elabora ―su parecer― no pudo ser más severo: esas láminas plúmbeas no son más que falsificaciones: «Tengo por nuevas estas planchas, y fingidas por algunos hombres de poca conciencia para hacer pecar a las gentes, no viendo el peligro en que los ponen de reverenciar huesos que no sean de santos. Pero ha querido Dios que el que lo ha fingido supiese poco de historia eclesiástica ni de antigüedad; y así ello mismo trae consigo indicios para conocer su ficción, y a lo que yo entiendo, este fingidor como había leído en algunos libros modernos...» Su argumentación nos proporciona una aplicación práctica de la crítica histórica.
En su día comunicamos la Historia crítica de los falsos cronicones (1868), de José Godoy y Alcántara, y resulta imprescindible para estas cuestiones la luminosa obra de Julio Caro Baroja, Las falsificaciones de la Historia en relación con la de España (1992).
Grabado de Francisco Heylan (1584-1635) |
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