En 1834, cuando la monarquía parlamentaria británica se ha transformado definitivamente en un sistema liberal, se publica en Londres una obra de James Mackintosh (fallecido dos años antes) sobre la Gloriosa Revolución, que lleva al joven pero experimentado Thomas Macaulay (1800-1859), político e historiador, a elaborar el breve estudio en defensa y justificación de la revolución de 1688 que comunicamos esta semana. Posteriormente emprenderá la publicación de su voluminosa, documentada y exhaustiva Historia de la revolución de Inglaterra, que «se convirtió en la exposición clásica de la interpretación whig de la revolución», dice el profesor de Yale Steve Pincus en su sugestivo 1688. La primera revolución moderna. Ahora bien, esta interpretación llevada a cabo desde el nacionalismo y el progresismo dominante en tiempos de Macaulay, parte de varias premisas que, actualmente, pueden ser discutibles. Estas afirmaciones tradicionales las sintetiza así Pincus: «En primer lugar, la revolución no fue revolucionaria… Fue incruenta, consensuada, aristocrática… En segundo lugar, la revolución fue protestante… En tercer lugar, la revolución puso en evidencia la naturaleza fundamentalmente excepcional del carácter nacional inglés… En cuarto lugar, no hubo reivindicaciones sociales en la base de la revolución...»
Pues bien, esta visión propia de la época victoriana se extendió y generalizó con rapidez hasta hacerse dominante, y prueba de ellos son lo frecuente de las citas de Macaulay, y las abundantes traducciones de la obra a las principales lenguas (en español a principios del siglo XX). Todo contribuyó, pues, a separar la revolución inglesa del fenómeno posterior de las llamadas (durante un tiempo) revoluciones atlánticas, de fines del XVIII y principios del siguiente siglo. Sin embargo Pincus hace hincapié en cómo los avances historiográficos parecen conducir a una valoración diferente: «Estas nuevas pruebas históricas posibilitan el relato de una historia de la revolución de 1688-1689 radicalmente diferente. En este relato, la experiencia inglesa no es excepcional, sino, de hecho, típica (si bien precoz) de Estados que experimentan revoluciones modernas. La revolución de 1688-1689 es importante no porque reafirmara el excepcional carácter nacional inglés, sino porque constituyó un hito en la emergencia del Estado moderno.»
Señala asimismo como la Gloriosa Revolución es fundamentalmente el conflicto entre los dos programas modernizadores de la época, revolucionarios ambos, y tendentes por igual a la creación de un estado centralizado y poderoso: el modelo francés que aplica Jacobo II, y el modelo holandés de sus oponentes. Y pone de relieve que «a lo largo de las décadas de 1680 y de 1690, y posteriormente, los ingleses se hallaban política e ideológicamente divididos. No hubo un momento de cohesión inglesa en contra de un rey no inglés. A fines del siglo XVII no hubo un período en el que el prudente pueblo de Inglaterra colaborase para desembarazarse de un monarca irracional. La revolución de 1688-1689 fue, como todas las demás revoluciones, violenta, popular y disgregadora.»
Como veremos, Macaulay interpreta la revolución desde el punto de vista de los vencedores, a los que identifica con la nación, con el pueblo inglés que supone que mayoritariamente les respalda. Y lo hace desde el concepto moderno de progreso, que tiende a considerar como inevitable y justificado el resultado azaroso de los acontecimientos humanos… siempre y cuando coincidan con sus particulares preferencias ideológicas. En caso contrario no es progreso, es reacción. El interés en revisitar esta pequeña obra es pues doble: por un lado es una interpretación de la gloriosa que ha influido poderosamente a lo largo de los años, tanto en los historiadores como en los políticos. Y por otro puede resultar interesante considerar el planteamiento reduccionista de la realidad que subyace en ella, y que está plenamente vigente en las ideologías voluntaristas del momento actual.
Desembarco de Guillermo de Orange y el ejército holandés en Brixham. |
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