Velázquez, Retrato de un hombre |
El patriotismo, querencia por la tierra de los padres, sus habitantes, su idioma, sus costumbres, su historia… es una constante que se observa en todo tiempo y lugar. Da lugar a una preferencia por lo propio, una elección voluntaria que con frecuencia no es reflexiva ni meditada sino intuitiva. No tiene por qué impedir el gusto, la atracción, la admiración, la imitación de aspectos de los otros, y esa conectividad osmótica es otra constante de la cultura humana. Sin embargo, al considerar lo propio como lo normal evidente, ha producido con frecuencia fenómenos de rechazo, desprecio u odio de lo extraño, lo forano, lo bárbaro, considerado ridículo, ofensivo e incluso amenazador, por su misma existencia. Es el amplio campo que va del chauvinismo más necio a la peligrosa xenofobia.
Ahora bien, la afirmación de los estados modernos, que perseguían en diferentes grados una mayor homogeneidad interna; la Ilustración, que los concibe sobre los individuos como absolutos en sí; las revoluciones que consagran el concepto de progreso y proponen de forma voluntarista una meta ideal a alcanzar en un futuro indeterminado; los cambios económicos, el romanticismo… Todo ello acabará dando lugar al nacionalismo moderno, auténtica exacerbación del patriotismo tradicional, que será dominante en los siglos XIX y XX.
Pero podemos advertir la existencia de un protonacionalismo en los siglos anteriores, que se ve reforzado con la atracción humanista por los tiempos antiguos, reverenciados e idealizados a partes iguales. La identidad patria, con las características y virtudes con los que se identifican en el presente, se retrotraen a la época romana y a las míticas anteriores. Resulta paradigmático el caso español. Su conversión en primera potencia con el descubrimiento y conquista de América, con los recursos materiales y humanos de que dispone, con sus éxitos militares pero también culturales, van a potenciar el patriotismo hispano sin romper con los patriotismos regionales o locales, con un orgullo tal que con frecuencia será percibido como deplorable soberbia por los extraños. Este protonacionalismo gozará de una considerable difusión, rebasará los círculos de las élites políticas y culturales, e impregnará toda la sociedad.
Presentamos esta semana un ejemplo de ello. Gonzalo de Céspedes (1585-1638), un escritor de ajetreada vida (lances, prisiones y destierros), que alterna la producción de obras amenas en busca de públicos amplios, con otras más selectas de carácter histórico y político, publica en 1623 una colección de seis relatos novelescos, con formularia pretensión de ser hechos verdaderos, cada uno de los cuales transcurre en una distinta ciudad. Y como estamos en un momento de grandes éxitos militares de la monarquía, aquellos que precisamente en la siguiente década se plasmarán en los espléndidos cuadros de batallas del Salón de Reinos, en el nuevo palacio del Buen Retiro, quizá sea esta circunstancia la que le induce a envolver y presentar con lo que podemos considerar propaganda patriótica su obra, titulada Historias peregrinas y ejemplares con el origen, fundamentos y excelencias de España, y ciudades a donde sucedieron.
En 1906, al reeditarla, lo explicaba así Emilio Cotarelo: «Como entonces absorbían la atención de Céspedes estudios de carácter histórico, hizo preceder la narración de cada aventura de un rápido bosquejo acerca del origen, condición y ventajas de cada una de las ciudades en que habían ocurrido (Zaragoza, Sevilla, Córdoba, Toledo, Lisboa y Madrid), y algunos capítulos al comienzo de toda la obra sobre la grandeza y excelencias de España. Tanto en esta última como en las demás reseñas históricas, la crítica de Céspedes deja bastante que desear; pues no sólo defiende las patrañas del Viterbiense, sino las otras y más antiguas leyendas contenidas en nuestras primitivas crónicas y antiguas historias de pueblos. No debemos, sin embargo, condenar con demasiado rigor la credulidad del autor madrileño, pues con no mejor criterio se escribía entonces la historia en el resto de Europa. En cambio ¡con qué vigorosa y concisa expresión enumera, al llegará su tiempo, las grandezas nunca vistas que atesoraba su patria! Céspedes conoce bien todos los dominios españoles y su verdadera importancia. En él hallamos ya el pensamiento, después tan famoso y repetido, aunque en otra forma: El dominio de España está tan dilatado y extendido que, de Oriente a Poniente, dando el sol vuelta al círculo del orbe, siempre va caminando por tierras y provincias que le son tributarias.»
Incluimos en la entrega de esta semana exclusivamente esas pocas páginas introductorias de la obra y de cada novela. Naturalmente son esbozos apresurados, en los que parece haber trabajado con un interés declinante conforme avanzaba en su confección. Pero resultan interesantes por mostrar esa concepción, esa visión del propio país que se propagaba en la sociedad española de su tiempo, hasta hacerse dominante y general. Una última observación. No debe sorprender la mayor extensión y prolijidad con la que se ocupa de la ciudad de Zaragoza, a la que asimismo dedica el libro. El motivo parece ser su residencia allí (al haber sido desterrado de Madrid)… y algo tan actual como la subvención de trescientas libras jaquesas que obtiene de sus autoridades para su publicación.
Juan Bautista Martínez del Mazo, Vista de Zaragoza, 1647 |
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