domingo, 24 de diciembre de 2017

Gilbert Keith Chesterton, La esfera y la cruz


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Nuestra sección de ficciones se nutre hoy con la obra que adjuntamos, magistralmente traducida por Manuel Azaña. La esfera y la cruz nos permite acercarnos al penúltimo cambio de siglo, antes de la Gran Guerra, desde la penetrante, divertida, anticipadora e inquietante mirada de Chesterton. Pero dejémoslo aquí; hace unos días Fernando Savater publicó en El País un espléndido artículo con el título El hombre que fue Chesterton, del que entresacamos algunos párrafos que aventajan cualquier otra apreciación que pudiéramos hacer:

«Uno de los empeños más evidentes de Chesterton (Londres, 1874-Beaconsfield, 1936) en casi todas las páginas que escribió es refutar la perspectiva moderna, pero de raíces clásicas, que describe el mundo con tintes lúgubres y pesimistas, un lugar donde incluso los goces sensuales y rebeldes están tocados por el ala negra de la desesperación. Para Chesterton la verdadera herejía moderna no es haber rechazado o ignorar a Dios sino rechazar o ignorar en qué consiste la alegría. No oculta su intención apologética, más bien blasona de ella hasta el punto que a veces su particular cruzada llega a hartar un poco incluso a quienes sentimos mayor simpatía por él. No es que predique con demasiado entusiasmo sino que su enorme entusiasmo sólo alcanza su cénit en el arrebato predicador. Pero no hay que confundir su actitud con una postura conformista que conjura los abismos de la existencia irreligiosa con abluciones de agua bendita. Al contrario, apuesta por la ortodoxia descartada en la era moderna pero desde una orilla trémula e incierta que tras un velo de humor resulta tan inquietante como el peor paganismo. No promete un futuro feliz para tranquilizarnos sino que precisamente nos inquieta por medio de él. Por decirlo con las mismas palabras con que describe la función de la buena poesía, “clama contra todos los mojigatos y progresistas desde las mismísimas profundidades y abismos del corazón destrozado del hombre, que la felicidad no es sólo una esperanza, sino en cierto extraño sentido un recuerdo y que somos reyes en el exilio” (…)

»Borges señaló perspicazmente que una característica de Oscar Wilde que suelen menospreciar hasta los que más festejan sus boutades y trallazos de ingenio es que por lo común además tiene razón. Algo semejante puede decirse del estilo pugnaz de G. K. Chesterton: no busca sobre todo sorprender o desconcertar (aunque es evidente que no le disgusta conseguirlo) sino hacernos pensar dos veces y desde un ángulo menos trillado lo que suponemos obvio… porque vemos a otros aceptarlo como tal. Cuando polemiza con escritores de talento a los que sin duda admira (Chesterton tenía buen ojo literario y nunca desprecia a un autor por no compartir sus ideas) se nota especialmente este tipo de chocante esgrima. Elijo un ejemplo entre mil. (…) También la creciente idolatría de la naturaleza, que ya apuntaba en su tiempo en la aplicación del darwinismo a la moral y en el nuestro en la psicología evolutiva o la ecología, le mueve a reflexiones oportunas: “Basarse en la teoría evolutiva permite ser inhumano o absurdamente humano, pero no humano. Que tú y el tigre seáis lo mismo puede ser un motivo para ser amable con el tigre. O para ser tan cruel como él”. En cuanto a sus ideas políticas, la fundamental para él era la democracia y la entendía del mejor modo posible: “He ahí el primer principio de la democracia: que lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que los separa”. Aún no se había puesto de moda lo de que la mayor riqueza humana es la diversidad y quincalla intelectual semejante…»

Concluyamos con un último desacuerdo con Chesterton. La esfera y la cruz no debió ser una de sus obras preferidas, según la chispeante dedicatoria que puso al frente del ejemplar de un amigo (nos lo cuenta Pearce en su Sabiduría e inocencia):

                                                                «No me gusta a mí este libro,
                                                                lléveselo a Heckmondwikw,
                                                                triste y espantoso exilio,
                                                                castigado por ser malo.
                                                                Ni lo saque del estante
                                                                (leerlo intenté una vez:
                                                                se dialoga a trompicones,
                                                                los capítulos se alargan
                                                                y además la historia entera
                                                                no tiene pies ni cabeza).
                                                                Escóndalo entre los páramos,
                                                                en donde nadie hable inglés.»

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