viernes, 27 de mayo de 2016
Mariano José de Larra (1809-1837), Artículos (1828-1837)
El retrato que le dedica Jorge Vilches (La ilustración liberal, n.º 40) comienza así: «La imagen de Mariano José de Larra (Madrid, 24-3-1809, Madrid, 13-2-1837) que manejamos hoy nos viene directamente de la que pergeñaron los hombres del 98, aquejados de pesimismo y dolor de España. Así, parece que de él nos han quedado unos artículos, la tristeza y una pistola; pero de tal forma que su suicidio se presenta como la expresión culminante de la frustración generada por un país irremediablemente hundido por la ignorancia y los partidismos.
»Sin embargo, Larra fue un personaje complejo y contradictorio. Encasillarlo es tan difícil como hacerlo con otros muchos literatos, militares e incluso políticos de comienzos del Ochocientos. De padre afrancesado, fue profundamente español, lo que no le impidió iniciar una carrera en Francia, a la que renunció por cansancio. En esta vía contradictoria, se apuntó a los Voluntarios Realistas, fernandinos que sostenían por la fuerza el absolutismo, y luego a la Milicia Urbana, para defender el liberalismo. Apoyó la llegada de Mendizábal, pero no por ello se le puede tildar de progresista; de hecho, conviene recordar que el financiero gaditano fue recomendado a la Reina Gobernadora por el Conde de Toreno, uno de los principales políticos moderados, en cuyas listas figuró Larra como candidato por la provincia de Ávila en 1836. Por otro lado, y como es bien sabido, nuestro hombre fue uno de los iniciadores del romanticismo en España, al tiempo que cultivó el costumbrismo como nadie, exceptuando a Mesonero Romanos y Estébanez Calderón.
»Lo de su suicidio como consecuencia de su dolor por España es una imagen excesivamente noventayochista como para ser tomada en serio. Larra no escapó a la mentalidad de su tiempo, la romántica; entonces, como él mismo dejó claro en sus artículos, la muerte era vista como una liberación del dolor espiritual. “El amor mata”, escribió en su crítica a Los amantes de Teruel; y en su vida el desamor fue tan grande y frustrante, tan constante ―tres amores negados―, que el peso de la política y el ambiente cultural y social debieron de hacer el resto. El suicidio era frecuente al principio del XIX; tanto, que tenía presencia diaria en los periódicos de la capital, como un suceso más. El romanticismo había aligerado su penalización social, y la empatía lo convirtió en algo corriente.
»En fin, que adentrarse en la figura de Mariano José de Larra no es indagar en el eterno, y algo pesado, problema de España, sino en los inicios de la contemporaneidad española, con sus brillos y miserias.»
viernes, 20 de mayo de 2016
Félix José Reinoso, Examen de los delitos de infidelidad a la patria imputados a los españoles sometidos bajo la dominación francesa
Dice el afrancesado (aunque no exiliado) Félix José Reinoso (1772-1841) en el capítulo XXIX de esta obra, con cierto talante profético que sería aplicable a muchos otros conflictos contemporáneos, en España y fuera de ella: «Hemos visto con una frialdad estúpida arrastrar a centenares los españoles a una prisión arbitraria, en los mismos días en que nos llamábamos libres. ¡Bien hecho! decía tal vez el incauto vulgo: que se castigue a los afrancesados. El pueblo sencillo no conoce que, roto una vez el dique de las leyes, que contiene la arbitrariedad de los magistrados, todos quedan expuestos a la inundación. Nunca faltarán ocasiones especiosas para perder al ciudadano, cuando haya interés en hacerlo. Hoy se les persigue con el nombre engañoso de afrancesados; mañana se atropellará a los patriotas más decididos, so color de partidarios de Ballesteros; acaso otro día se les vejará bajo pretexto de secuaces de los ingleses; luego se les proscribirá por el título de serviles o de liberales. ¿Quién dormirá seguro, si la ley no vela en su defensa? (…) Representantes de la nación: si no protegéis la seguridad de los españoles; si acostumbráis al pueblo a tolerar pacientemente la arbitrariedad judicial, ¿qué asilo reserváis para guareceros vosotros? ¿Os defenderán de los atentados dos renglones de la constitución, que os llaman inviolables?»
Naturalmente, la obra fue criticada (y condenada) tanto desde la orilla liberal como desde la tradicionalista. Así, el conde de Toreno, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, libro XXI, escribe: «Un literato distinguido y varón apreciable publicó en Francia, años atrás, en defensa de los comprometidos con el intruso, a cuyo bando pertenecía, una obra, muy estimada de los suyos, y en realidad notable por su escogida erudición y mucha doctrina. Lástima ha sido se muestre en ella su autor tan apasionado y parcial; pues al paso que maltrata a las Cortes y censura ásperamente a muchos de sus diputados, encomia a Fernando altamente, calificándole hasta de celestial. Y no se crea pendió el desliz del tiempo en que se escribió la obra; porque si bien suena haberse concluido ésta al volver aquel monarca a pisar nuestro suelo, su publicación no se verificó hasta dos años después, cuando, serenado el ánimo, podría el autor, encerrando en su pecho anteriores quejas, haber dejado en paz a los caídos, ya que quisiera prodigar lisonjas e incienso a un rey que, restablecido en el solio, no daba indicio de ser agradecido con los leales, ni generoso con los extraviados o infieles. El libro que nos ocupa hubiera quizá entonces gozado de más séquito entre todos los partidos, como que abogaba en favor de la desgracia, y no se le hubiera tachado de ser un mero tejido de consecuencias erróneas, mañosa y sofísticamente sacadas de principios del derecho de gentes, sólidos en sí, pero no aplicables a la guerra y acontecimientos de España.»
En cualquier caso, la obra de Reinoso constituyó un considerable éxito. Juan López Tabar, en su Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (Madrid 2001), nos lo expone así: «Pero sin duda sería el Examen de Reinoso la cumbre de la literatura afrancesada. Redactada con gran habilidad y fuerza persuasiva, esta obra, a la que Menéndez Pelayo llamó el alcorán de los afrancesados (…), colmaría las expectativas de los refugiados, que vieron en ella la mejor de sus defensas. El propio calificador de la Inquisición encargado de la censura de la obra se rendiría ante esta evidencia, señalando que el autor ha agotado todo el caudal de su ingenio y podría decirse que nada queda que añadir a la causa que intentan defender. Años más tarde Javier de Burgos era tajante al referirse a este libro, al declarar que la defensa de los afrancesados la hizo ya para siempre Reinoso, y no ha habido entre sus enemigos ninguno tan petulante o tan sabio que se atreva a contradecir ni una sola sílaba de su libro inmortal.» Sin embargo, «Reinoso, que al parecer tuvo muy presente a la hora de escribir su obra a su amigo Sotelo, encarcelado en Zaragoza, tuvo que eliminar algunos pasajes comprometedores en los que criticaba la conducta de Fernando VII ante el cariz que tomaron los acontecimientos políticos, y tras desistir de su publicación en Madrid (para lo cual Joaquín de Uriarte había iniciado algunos contactos con el duque de San Carlos), mandó el manuscrito a Lista para que intentara su publicación en Francia (…) Lista fue el responsable de su publicación en Francia, y en palabras de Juretschke, sólo a su esfuerzo y celo se debe que el libro saliera en Francia, pues él busca papel e imprenta, lee las pruebas y se ocupa de la distribución y venta de la obra. No en vano, Lista se mostraba entusiasta con la misma, como lo certifica en una de sus cartas a Reinoso: ¿qué quieres que te diga de tu obra? Lo que ya te he dicho otra vez. Ella será el código a que recurrirán en los siglos futuros los perseguidos por opiniones políticas, y se muestra tajante en cuanto a sus posibilidades: es esperada tu obra con ansia, le dice, y será devorada.»
Carta anónima en que se acusa de afrancesado a Francisco Castellano |
viernes, 13 de mayo de 2016
John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil
Retrato, por Godfrey Kneller |
René Pillorget (en Del absolutismo a las revoluciones), presentaba así la obra que nos ocupa, del médico y filósofo John Locke (1634-1704), considerándola la primera crítica seria del absolutismo, de la dominante monarquía de origen divino defendida por Bossuet: «Su Ensayo sobre el gobierno civil, publicado en 1690, no debe su resonancia ni a la fuerte personalidad del autor, ni a la osadía de sus tesis. Existían, empezando por el Leviatán, otras obras políticas más vigorosas. Pero apenas si las había cuya influencia fuera tan profunda y duradera. El Ensayo constituye el tipo de libro publicado en el momento pintiparado para obtener un prodigioso éxito y que refleja el estado de ánimo de una clase social en ascensión: Locke, analizador de “Gloriosa Revolución” de 1688, condensó en él lo esencial de su pensamiento y expresó así el ideal de la burguesía.
»Originario de una familia puritana, entusiasta de Cromwell en su juventud, había participado, bajo Carlos II, en las luchas de los whigs, partidarios de la reducción de la prerrogativa regia, contra los tories, partidarios de su extensión. Desterrado cinco años en Holanda, volvió de ella con Guillermo de Orange y, en su Ensayo, justificó a la revolución triunfante. La aspiración profunda de Hobbes, su “sed”, el ímpetu afectivo cuya traducción intelectual constituían sus ideas, no era otro que el deseo de una autoridad absoluta, sin quiebra, que eliminase todo riesgo de anarquía, aun a costa de sacrificar la libertad. La “sed” de Locke, su impulso fundamental, no era otra cosa que una viva hostilidad al Poder absoluto, un deseo de ver a la autoridad contenida, limitada por el consentimiento del pueblo, por el derecho natural, a fin de que fueran eliminados todos los riesgos de arbitrariedad o de despotismo, aun a costa de abrir una brecha a la anarquía. Esta pasión antiabsolutista se explicaba por su educación y por las peripecias de su vida.»
El resultado fue la monarquía parlamentaria, que despertará el interés y la admiración de ilustrados como Montesquieu. Sin embargo, en la misma Inglaterra acabará interpretándose la revolución como una reacción de sus tradiciones políticas, en defensa de su particular forma de vida y en contra del foráneo modelo del absolutismo. Y, por tanto, el posterior liberalismo tendrá raíces británicas (obviando el hecho de la abundancia de puntualizaciones, críticas y reparos, a las pujantes monarquías autoritarias, de forma continuada desde más de un siglo antes: Vitoria, Mariana, Fénelon...)
Recientemente, en su 1688 La primera revolución moderna, Steve Pincus ha puntualizado esta visión tradicional, subrayando el carácter de ruptura que supuso la revolución (y el mismo Locke): En Inglaterra, «después de 1689, los revolucionarios crearon un nuevo tipo de Estado inglés y rechazaron el modelo de Estado absolutista y burocrático, desarrollado en Francia por Luis XIV. Pero no rechazaron el Estado, sino que crearon un Estado intrusista en muchos sentidos. Intentaron que Inglaterra dejara de ser una sociedad agraria y se transformara en una manufacturera, realizaron una masiva concentración militar necesaria para convertirse en el mayor poder militar que Europa jamás hubiese visto y promovieron una sociedad tolerante en cuestiones de religión. John Locke, a menudo descrito como uno de los primeros y más influyentes pensadores liberales, fue uno de estos revolucionarios. Si bien la Revolución Gloriosa constituyó un momento crucial en el desarrollo del liberalismo moderno, dicho liberalismo no fue hostil al Estado. El liberalismo engendrado en 1688-1689 fue revolucionario e intervencionista, más que moderado y antiestatalista.»
sábado, 7 de mayo de 2016
Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
Retrato por Manuel San Gil (Museo del Prado) |
En su estudio Hacia Cádiz, notas sobre el proceso constituyente, José Manuel Cuenca Toribio se refiere así a la obra que nos ocupa: «Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Pocos libros, en efecto, mejor intitulados en la bibliografía española que el del conde de Toreno, actor y protagonista en primera persona de algunas de las páginas más importantes de la contienda y autor apenas veinte años más tarde de una de las obras más auténticamente clásicas de la historiografía nacional. Pues, en verdad, la rotulación es un prodigio de cadencia secuencial, de perfecta acomodación a la naturaleza de los sucesos acontecidos y narrados. El levantamiento precedió a la guerra y ésta a la revolución, radicando en el levantamiento el primus movens y el hecho originario del inmenso proceso abierto en la vida española por la lucha contra la invasión napoleónica. Pese a que la índole de gran número de los análisis de la reciente investigación cuestiona la exactitud del título de la obra del aristócrata asturiano al identificar levantamiento y revolución, es difícil discutírsela. La larga cadena de violentas protestas contra la penetración francesa en el país, forjada durante un mes a lo largo de todo el territorio peninsular, fue ante todo un acto de reafirmación nacional y declaración de independencia frente a toda circunstancia que llevara al sometimiento al agresor. Que el levantamiento fuese espontáneo o generado, popular o interclasista, acto confuso y revuelto en el que, si no de inspiración colectiva, no hubo solución de continuidad en la participación del conjunto de la comunidad, en nada afecta a su significado como gesto de supervivencia de una nación abocada a su desaparición. La voluntad sobrehumana de toda una colectividad para arrostrar la prueba más honda de su historia reivindicando su identidad, sobrecogió a sus mismos protagonistas, infundiéndoles una confianza invencible sobre el final del proceso tan dramáticamente comenzado. A partir del alzamiento, todo fue posible; sin él, ni la guerra ni la revolución hubieran tenido lugar.»
Por su parte Roberto Breña, en su La Historia de Toreno y la historia para Toreno: el pueblo, España y el sueño de un liberal, nos impetra: «En última instancia, mi principal objetivo es animar al lector (culto, mas no especialista) a aventurarse en la lectura de una obra que, 175 años después de haber sido publicada, sigue siendo la más importante visión de conjunto que existe sobre una sublevación popular, un enfrentamiento militar y una revolución política que, con todas las reservas del caso y haciendo abstracción de la historia posterior inmediata, implicó dos “hechos” históricos de la mayor trascendencia. Por un lado, el ingreso de España y de prácticamente todo el mundo hispánico en la “modernidad política”. Esto es, limitándonos a la Península, el inicio de la historia contemporánea de España. Por otro, el inicio de la historia tout court de esa región del mundo occidental que desde hace tiempo denominamos América Latina». Aunque, advierte: «La Historia del levantamiento, guerra y revolución de España es, básicamente, un texto de historia militar. No creo exagerar cuando digo algo que para los historiadores es una perogrullada, pero tal vez no lo sea para algunos de los lectores de esta reseña: más de tres cuartas partes de la Historia de Toreno son descripciones de escaramuzas, sitios, batallas, marchas y contramarchas. Jugando un poco con el título de la obra, se podría decir que el levantamiento y la revolución (en la medida en que podemos circunscribir la revolución a la política) son las damas de compañía de la reina Guerra.»
Para acabar, una última reflexión. Toreno creará la interpretación canónica, nacionalista y liberal (por este orden) de la guerra de la Independencia. Aunque lleva a cabo su labor con alusiones al sine ira et studio de Tácito, y aunque se esfuerza por evitar una tendenciosidad manifiesta, sus simpatías (patrióticas, políticas) tiñen poderosamente sus planteamientos y sus apreciaciones. Sus juicios de valor ―presentados como necesarios, ineludibles―, le conducen a motejar por igual a los afrancesados (a pesar de su tendencia reformista) y a los antiliberales (a pesar de su indudable patriotismo). Pero es que su análisis lo realiza desde sus propias circunstancias vitales: sus loas a la reacción antifrancesa del pueblo, de la nación, choca con frecuencia con su mentalidad elitista, derivada tanto de su origen familiar como de sus simpatías ilustradas y liberales. Por citar unos, entre muchos ejemplos, se esforzará en reducir el papel de las órdenes religiosas (especialmente las mendicantes) en la movilización de la resistencia, así como lamentará el hecho de que no se exijan unos límites de renta para poder ser ciudadanos activos como electores. Desde su punto de vista la revolución ha sido la del pueblo español, pero con sus dirigentes (liberales) naturales. De ahí el íntimo desconcierto y la patente melancolía que nos transmitirá el fin de su obra, cuando nos narre el recibimiento entusiasta que ese pueblo, supuestamente reformista y revolucionario, presta a un Fernando VII que no esconde sus intenciones de restablecer la legislación tradicional.
Goya, Desastres, nº 3: Lo mismo. |
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