viernes, 28 de julio de 2017

Melchor Cano, Consulta y Parecer sobre la guerra al Papa


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Juan Belda Plans, en su Melchor Cano, teólogo y humanista (1509-1560), Biblioteca Virtual Ignacio Larramendi de Polígrafos, Madrid 2013, pág. 81-87, presenta así la obra que nos ocupa: «La solicitud de Pareceres a los teólogos sobre materias sociopolíticas o eclesiásticas diversas fue una praxis bastante habitual en el siglo XVI (sobre todo por parte de los Reyes), como prueban la gran cantidad de estas piezas literarias que existen en los archivos; de ahí que este hecho sea un fenómeno más bien común; también a Vitoria, Soto, Mancio y otros, se les pidió informes teológicos sobre asuntos muy dispares. Sin duda ello es reflejo de la alta función que se le concedía en esa época a la teología y a los teólogos, pero a una teología vigorosa y renovada que podía prestar un gran servicio práctico a las funciones del gobierno político y eclesiástico. La aportación de la teología de la Escuela de Salamanca fue a este respecto muy importante.

»Es de sobra conocida la animosidad antiespañola del anciano Papa Paulo IV, de la noble familia napolitana de los Caraffa; desde poco después de su elección (mayo 1555) se sucedieron una serie de hechos fuertes en relación a España que produjeron una tensión progresiva entre el Papa y el Rey español (primero Carlos V y poco después Felipe II). Entre ellos cabe destacar los preparativos bélicos y la Liga del Papa con Francia y Ferrara (diciembre 1555) con el fin de expulsar a los españoles de Italia (del Reino de Nápoles particularmente), o las acusaciones públicas hechas por el fiscal pontificio pidiendo la excomunión y destronamiento del Emperador Carlos V y del Rey Felipe II en el Consistorio de julio de 1556. Es indudable que al margen de intereses políticos Paulo IV intentaba conseguir una mayor libertad e independencia eclesiástica frente al extraordinario poder e influencia de la Casa de Augsburgo en Europa, también en el campo eclesiástico. Sin embargo, el nuevo Papa podía haber intentado un camino más dialogante.

»Estando así las cosas, y ante la inminencia de un ataque armado por parte de la Liga, Felipe II decide la marcha del Duque de Alba con su ejercito desde Nápoles a través de los Estados Pontificios hacia Roma (1 de septiembre de 1556), con la intención de disuadir al Papa de sus intenciones hostiles contra España. Dada la importancia y gravedad de los hechos Felipe II, siguiendo una costumbre ya practicada por su padre Carlos V, vio conveniente pedir asesoramiento teológico y jurídico acerca de este delicado asunto de sus relaciones político-eclesiásticas con el Papa Paulo IV, con el fin de proceder en conciencia en el cumplimiento de sus deberes como monarca español y como fiel cristiano. A este efecto mandó redactar un Memorial-Consulta que sirviese de base a los teólogos y juristas que debían dar un Parecer sobre el caso. Debió de ser confeccionado en las primeras semanas del mismo mes de septiembre de 1556 porque en él se hace mención de la salida del ejército del Duque de Alba, y poco después se procede ya a la consulta efectiva. El biógrafo de Cano, Caballero, atribuye dicho documento al Doctor Navarro Martín de Azpilcueta, catedrático de cánones en Salamanca (1532-37) y Coimbra (1537-54), que había regresado a España por esos años (1555) (...)

»Respecto a los teólogos y juristas consultados sabemos que después de ciertas fluctuaciones la lista estaba formada por 15 letrados, que fueron convocados a Valladolid para el 18 de octubre. A todos ellos se les pidió su Parecer por separado, y todos menos uno entregaron su dictamen antes del 21 de noviembre. A ellos hay que añadir también a Bartolomé de Carranza OP y Alfonso de Castro OFM, que estaban con el Rey en Inglaterra y cuyos Pareceres mandó Felipe II a su hermana desde allí. En la lista oficial, de los 15 españoles se adscriben a la Universidad de Salamanca sólo tres de ellos: fray Melchor Cano, fray Francisco de Córdoba y el maestro Gallo, aunque sabemos que Cano ya no era catedrático de Salamanca y además residía por entonces en Valladolid (desde donde firma su Parecer). En base al Memorial-Consulta arriba citado los letrados dieron su Parecer. De todos los emitidos el dictamen que causó mayor impresión y ha dejado más huella en la historia por su valentía, sensatez y comprensión de la realidad fue el de Melchor Cano (Beltrán de Heredia); fue efectivamente el que más agradó al Rey y el que mayor influencia tuvo en el transcurso de los acontecimientos futuros; de los demás dictámenes apenas ha quedado memoria (...)

»A la hora de valorar el Parecer de Cano se han dado las más diversas opiniones. En ocasiones se le ha tachado de regalismo a ultranza; otras veces de excesiva condescendencia con el Papa; incluso de ser un escrito de escaso interés que desdice de su autor. A nuestro juicio es éste un trabajo de enorme categoría teológica, eclesial y política que acredita bien las grandes dotes de Cano; además de constituir un ejemplo paradigmático de la fecunda interrelación entre Teología y Política, típica de la Escuela de Salamanca (…) Se trata de un dictamen que destaca por su imparcialidad y prudencia en la resolución de cuestiones mixtas muy delicadas y complejas. Cano supo colocarse en el justo medio sin ponerse incondicionalmente de parte del Rey (al que pone límites y condiciones muy claras), ni tampoco de parte del Papa, condescendiendo con cualquier conducta injusta a causa de su alta autoridad espiritual. Se evita así caer en cualquiera de los dos extremos: ni regalista a ultranza, ni desde luego papalista (…)

»Por último, se debe señalar que fue el dictamen que tuvo mayor incidencia en los hechos históricos. El comportamiento de Felipe II al final de la guerra, en septiembre de 1557, no pudo ser más respetuoso y comedido con el Papa. Llegado el ejercito del Duque de Alba ante la indefensa Roma, cuando se temía algo parecido a un nuevo saqueo de la Ciudad Eterna, el Duque de Alba pidió al Papa la reconciliación con España y su Rey, ante el asombro de propios y extraños; cosa que le fue concedida sin demora. Entrando ordenadamente las tropas españolas en Roma, el Duque de Alba besó los pies de Paulo IV al ser recibido por él, firmándose la Paz de Cave que daba fin a la infortunada guerra. Debió quedar pensativo el Papa Caraffa, tan significado hasta entonces por su fobia antiespañola. En adelante se notó sin duda un cierto cambio de actitud. Ni al desterrado de Yuste ni al propio Duque de Alba les agradaron las condescendencias, y hasta humillaciones, por las que hubo que pasar en esta jornada histórica. Se podría afirmar entonces que el Parecer de Cano tuvo una eficacia práctica incontestable, por lo menos en los puntos esenciales del mismo.»



viernes, 21 de julio de 2017

William Morris, Noticias de Ninguna Parte


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Completamos nuestra selección de utopías con Noticias de Ninguna Parte, o Una era de reposo, publicada por un maduro y afamado en tantos campos William Morris (1834-1896). Ha pasado medio siglo desde el Viaje por Icaria de Étienne Cabet, medio siglo repleto de cambios: el triunfo aparentemente definitivo del liberalismo, la segunda revolución industrial, el reparto del mundo entre un puñado de potencias imperialistas… Es la Belle Époque, henchida de convencimiento en el progreso ilimitado de la humanidad, de un optimismo tal que fácilmente deriva en un patente complejo (europeo) de superioridad. Las transformaciones de todo tipo parecen tan benéficas como irreversibles, pero no faltan voces ―aunque sean minoritarias― que se esfuerzan en desvelar el revés de la trama, desde contrapuestas posturas socialistas, católicas, extraeuropeas…, y que proponen diversos revolucionarios futuros o variopintos pasados idealizados, todas ellos tan hijos de su época como la sociedad a la que se oponen.

William Morris es un ejemplo redondo de ello. Con una maestría y prestigio indiscutidos en las artes aplicadas, se ha constituido en uno de los introductores del socialismo en Inglaterra, aunque su protagonismo en el campo político naufragará en los enfrentamientos entre marxistas y anarquistas. En la obra que presentamos Morris se esforzará en describir una sociedad futura ideal. En la mejor tradición del género, el punto de partida es la desaparición de la propiedad privada, con la consiguiente eliminación de las clases sociales y de cualquier tipo de conflicto. Pero a ello le añade la decisiva erradicación del Estado, y con él de las instituciones liberales: no existe gobierno, y el Parlamento de Londres ha sido convertido en el mercado de estiércol. Y del mismo modo se han eliminado las cárceles, los colegios y el matrimonio. Estamos, por tanto, en una sociedad plenamente anarquista. Pero Morris va más lejos: el maquinismo, la industria, el ferrocarril, las grandes ciudades, los mismos avances tecnológicos, también se volatizan, dejando espacio a una sociedad agrícola y artesanal cuyos individuos se realizan en l'obra ben feta, que diría Xènius, en el trabajo predominantemente manual.

Quizás este aspecto hizo especialmente sugestivo (pero limitado en eficacia) su planteamiento. Gilbert Keith Chesterton, pocos años después, en 1904, tomará esta vuelta al pasado como base de El Napoleón de Notting Hill; y más tarde, y de modo más riguroso, en El regreso de Don Quijote (1927). Y así mismo en el proyecto político distributista que pondrá en marcha junto con Hilaire Belloc. Sin embargo, Chesterton no deja de advertir lo que considera «el punto débil de William Morris como reformista: que pretende reformar la vida moderna cuando la odiaba en vez de amarla. El Londres moderno es ciertamente una bestia lo bastante grande y lo bastante negra como para ser la gran bestia del Apocalipsis, con un millón de ojos encendidos y rugiendo con un millón de voces. Pero a menos que el poeta pueda amar a este monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar a la bestia en el príncipe encantado. La desventaja de Morris consistía en que no era en realidad un hijo del siglo XIX: no podía entender dónde radicaba la fascinación de ese siglo.»

¿Y después de Morris? Se olvidará la esencia persistente de las utopías, el hecho de que están en ninguna parte, y se las quiere construir tanto en sociedades autoritarias como en sociedades abiertas, con el consiguiente resultado: el siglo XX. Podemos dejar correr la imaginación y suponer a un veinteañero Pol Pot leyendo esta novela en París, al filo de 1950, y acumulando convicciones de rechazo del mundo moderno… Es lógico, por tanto, que el género se transmute insensiblemente en distopía, como ya se vislumbraba en El Talón de Hierro, de Jack London (1908), al centrarse exclusivamente en la época previa al triunfo de la fraternidad humana… Pero la primera distopía auténtica será Nosotros, de Zamiatín (1921), a la que siguen las espléndidas Un Mundo feliz (1932) de Huxley La guerra de las salamandras (1936) de Čapek, y 1984 de Orwell, publicada en 1949. Un intento de volver a la utopía clásica, aunque para este lector su lectura resulta tremendamente distópica e ilustradora del presente, es Walden Dos (1948) de Skinner.


viernes, 14 de julio de 2017

Concilio III de Toledo

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En 1989, XIV centenario del acontecimiento que hoy nos ocupa, sintetizaba así José Orlandis su significado histórico: «Desde aquel Concilio III de Toledo, tan lejano en el tiempo, y hasta una época relativamente próxima a nosotros, el cristianismo católico constituyó un elemento esencial de la personalidad nacional española. La fe era el vínculo que aproximaba e imprimía un sello común a todo un mosaico de pueblos sobre los cuales el medio geográfico y los particularismos históricos, la lengua y hasta la insolidaridad temperamental, operaban como poderosas fuerzas centrífugas. Esta unidad de fe creó la conciencia de una radical comunidad de destino, que no sólo se mantuvo incólume durante la dominación islámica, sino que animó la secular empresa del reencuentro de la España perdida, que fue la epopeya de la Reconquista.

»En el Concilio III de Toledo quedó sellada la unidad espiritual de España, mediante la conversión al catolicismo de la población arriana de la Península. Este elemento germánico, descendiente de los invasores visigodos y suevos, constituía una reducida minoría en comparación con la masa de la población hispanoromana que, salvo escasas excepciones, era católica a mediados del siglo VI. Pero los godos, aunque inferiores en número, tenían un considerable peso social, porque integraban el estamento aristocrático-militar, principal detentador del poder político, del cual salieron todos los monarcas que ocuparon el trono del reino visigodo español. Durante largo tiempo, el dualismo religioso apareció como la lógica consecuencia del dualismo étnico y social: los hispano-romanos eran católicos, los godos eran arrianos, y la diversidad de confesiones constituía un importante y deseado hecho diferencial. Este planteamiento fue desechado como ideal político desde la hora en que Leovigildo comenzó a reinar en la España visigoda.

»Leovigildo ―uno de los grandes hacedores de esa España que los visigodos inventaron y construyeron― tuvo la aspiración de fundir en un único pueblo los dos elementos romano y germánico que integraban la población hispana. Esa habría de ser la unitaria base demográfica de la gran Monarquía que extendiera su autoridad soberana por todas las tierras de la Península Ibérica. Pero Leovigildo tenía el convencimiento de que tan solo sobre el firme fundamento de la unidad confesional podría asentarse una sólida unidad nacional y política. Tal fue la razón de que el primer intento de unificación religiosa de los españoles haya sido obra de Leovigildo y que ese intento fuera bajo signo arriano, aunque se tratara de un arrianismo mitigado y diluido con importantes concesiones doctrinales y disciplinares a los católicos, la tentativa de Leovigildo se saldó con un rotundo fracaso; pero la unida religiosa no tardaría en llegar: la lleva feliz término su hijo y sucesor, Recaredo, y fue la unidad católica española.

»En la primavera del año 586, fallecido el rey Leovigildo, Recaredo le sucedió pacíficamente en el trono visigodo. Es indudable que desde el comienzo mismo del reinado, el nuevo monarca tenía resuelto abrazar la fe católica y tardó poco en cumplir su propósito. Dos años antes de la celebración de Concilio III, a comienzos del 587, Recaredo fue recibido en la Iglesia en calidad de príncipe católico. ¿Cuáles pudieron ser entonces las poderosas razones que determinaron la convocatoria del célebre Concilio Toledano? Un escritor contemporáneo y bien informado ―el cronista Juan de Biclaro― dice que la iniciativa de reunir un magno Sínodo partió de San Leandro de Sevilla y de Eutropio, abad del monasterio Servitano: dos destacados eclesiásticos relacionados con Bizancio conocedores, por tanto, de las tradiciones conciliares del Oriente cristiano. Leandro y Eutropio estimaban que un acontecimiento de tan excepcional trascendencia como era la conversión del pueblo visigodo al catolicismo y su recepción en la Iglesia, merecía celebrarse con la debida solemnidad y en un escenario a la medida de su importancia histórica. Ningún marco más grandioso podía desearse para tal circunstancia que un Sínodo general del episcopado del reino, capaz de rivalizar en brillantez con los prestigiosos concilios que se reunían en tierras del Imperio de Oriente: y ese fue el Concilio III de Toledo.

»En el Concilio Toledano, el papel de Recaredo ―tal como se ha dicho― no fue el de catecúmeno o neoconverso, sino el del monarca ortodoxo que hace la profesión de fe en nombre del pueblo que ha conducido hasta el umbral de la Iglesia. Recaredo había convocado a los obispos a reunirse en asamblea, y en su presencia tuvo lugar la inauguración oficial del Concilio, en la mañana del domingo 8 de mayo del año 589. Las palabras de Recaredo en el aula conciliar, dirigidas al episcopado del reino subrayan el protagonismo del monarca en la conversión de sus súbditos. Godos y suevos eran los dos pueblos que Recaredo ―tras haber sido él mismo iluminado por Dios― había arrancado de las tinieblas de la herejía y ofrendaba ahora a la Santa Iglesia. Presente está aquí ―decía el rey ante los obispos― la ínclita nación de los godos, estimada por doquier por su genuina virilidad, la cual separada antes por la maldad de sus doctores de la fe y la unidad de la Iglesia Católica, ahora, unida a mi de todo corazón, participa plenamente en la comunión de aquella Iglesia. Y allí estaba también presente ―seguía diciendo el rey― la incontable muchedumbre del pueblo de los suevos, que con la ayuda del Cielo sometimos a nuestro reino y que, si por culpa ajena fue sumergida en la herejía, ahora ha sido reconducida por nuestra diligencia al origen de la verdad. Recaredo, promotor de la conversión de sus súbditos, ofrecía a Dios como un santo y expiatorio sacrificio, estos nobilísimos pueblos que por nuestra diligencia han sido ganados para el Señor.

»Conquistador de nuevos pueblos para la Iglesia Católica: ese fue el título con que los obispos aclamaron a Recaredo al final de su discurso: ¿A quién ha concedido Dios un mérito eterno, sino al verdadero y católico rey Recaredo? ¿A quién la corona eterna, sino al verdadero y ortodoxo rey Recaredo? Estas y otras fueron las aclamaciones que brotaron de los labios de los padres conciliares, y que han llegado hasta nosotros a través de las actas del Sínodo. Más aún, Recaredo es presentado como un nuevo apóstol: ¡Merezca recibir el premio apostólico, puesto que ha cumplido el oficio de apóstol!, exclaman los obispos recurriendo a un símil de tradición oriental, pues en el Oriente cristiano se aplicó a los grandes príncipes ―desde el emperador Constantino a Wladimiro de Kiew― que tuvieron un papel importante en la conversión de sus pueblos.

»La asamblea conciliar siguió su curso. Un grupo de eclesiásticos y magnates conversos, en representación de todo el pueblo godo, hicieron la profesión de fe, que luego fue suscrita por ocho antiguos obispos arrianos y cinco varones ilustres de la nobleza visigoda. El concilio promulgó todavía una serie de preceptos sobre disciplina eclesiástica y otros que atribuían a los obispos importantes funciones civiles, articulando el esquema de un sistema de gobierno conjunto de ambos pueblos ―visigodo e hispano-romano―, en el que participaban de modo armónico dignatarios laicos y obispos. Al prelado católico más insigne, san Leandro de Sevilla, correspondió el honor de clausurar el Concilio Toledano con una vibrante homilía de acción de gracias: la Iglesia desbordaba de gozo por la conversión de tantos pueblos, por el nacimiento de tantos nuevos hijos; porque aquellos mismos ―decía Leandro― cuya rudeza nos hacía antaño gemir, son ahora, por razón de su fe, motivo de gozo.

»El Concilio III de Toledo marcó una huella indeleble en la historia religiosa española. Pero su importancia desborda el estricto marco hispánico para alcanzar una dimensión más amplia: católica. La Crónica de Juan de Biclaro traza un sugestivo paralelo entre Recaredo en el Concilio III de Toledo y los grandes emperadores cristianos de Oriente, Constantino y Marciano, que habían reunido los Concilios ecuménicos de Nicea y Calcedonia; y la Crónica contempla el Sínodo toledano, proyectado sobre el horizonte de la Iglesia universal, como el acontecimiento que representaba la definitiva victoria de la Ortodoxia sobre el Arrianismo. Así, a los ojos del más ilustre cronista español contemporáneo, el Concilio aparecía a la vez como el origen de la unidad católica de España y el punto de agotamiento del ciclo vital de la gran herejía trinitaria de la Antigüedad cristiana. Al conmemorar ahora el XIV centenario de su celebración, vale la pena poner de relieve esta doble dimensión religiosa ―española y ecuménica― que tuvo en la historia de la Iglesia el Concilio III de Toledo.»


Del Códice Albeldense.

viernes, 7 de julio de 2017

Julián Ribera, La enseñanza entre los musulmanes españoles


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De Julián Ribera ya hemos comunicado en Clásicos de Historia su Bibliófilos y bibliotecas en la España musulmana, sus interesantes conferencias sobre La supresión de los exámenes, y sus ediciones de la Historia de los jueces de Córdoba de Al-Jušanī, y de la Historia de la conquista de Al-Ándalus de Ibn al-Qutiyya.

Rafael Altamira, en su Historia de España y de la civilización española, § 182, resumía así la obra que comunicamos ahora, para así exponer las características de la enseñanza andalusí: «No se conoció entre los musulmanes lo que hoy llamamos instrucción pública, es decir, una organización oficial de la enseñanza, pagada por el Estado o por las ciudades, ni aun en la forma rudimentaria de los romanos. Hasta fines del siglo XI no se fundaron universidades o colegios generales en Oriente, empezando por el de Bagdad (1065); pero en España no tomó pie esta innovación, aunque más tarde (en el siglo XIII) la inició en Murcia un rey cristiano, Alfonso el Sabio, creando un colegio musulmán para que un sabio árabe enseñase las ciencias a moros, judíos y cristianos juntamente; ejemplo que copiaron, aunque efímeramente, los árabes de Granada.

»En todo el período que ahora nos ocupa no hubo más enseñanza que la privada, es decir, la que daban, ora gratuitamente, ora mediante paga, los particulares que se dedicaban a esta profesión. Alguna vez hubo califas que pagaron a sabios extranjeros venidos a España y les hicieron dar conferencias o lecciones públicas; pero esto fue temporal, y no respondió a organización reflexiva de la enseñanza. También Alhakam II fundó, como particular y en acto de penitencia, algunas escuelas para enseñar la doctrina a los hijos de los pobres y desvalidos de Córdoba. Tratábase, pues, en este caso, de una manda o legado pío del sultán, y el ejemplo fue seguido en la España árabe por muchos particulares, que fundaron otras para enseñanza de los pobres, con legados de esta clase y sin que interviniese para nada la Administración.

»Si el Estado no intervenía, pues, directamente en la enseñanza, el sacerdocio musulmán la impulsó mucho al principio, especialmente por lo que se refería a la instrucción religiosa, enseñando con gran fervor por todas partes las máximas del Alcorán y las tradiciones de Mahoma: pero más tarde, cuando se hubieron desarrollado las ciencias y se formaron sectas diferentes (aun entre los Ortodoxos), la dominante, que era la de Málik, como sabemos, se hizo muy intolerante, coartando la libertad de los maestros siempre que podía, y en especial de los filósofos que se apartaban de la ortodoxia. Más de una vez se quemaron los libros de éstos y fueron desterrados los profesores, como ya dijimos.

»Pueden distinguirse en la enseñanza musulmana dos grados: el primario y el superior. El primario comprendía, como base, la lectura y escritura del Alcorán, a título de preparación religiosa y gramatical al propio tiempo; uníanse a esto trozos de poesía, ejemplos de composición epistolar, y finalmente elementos de gramática árabe, aprendidos de memoria. La lectura y escritura se enseñaban juntamente, no haciendo que el alumno trazase cada letra en particular, sino imitando las palabras enteras que se les daban por modelo. Para escribir se usaban unas tablillas de madera pulimentada, sobre las que se trazaban los caracteres con un pedazo de caña afilada (cálamo), empapada en tinta. Acabado un ejercicio, se mojaba la tablilla, se borraba lo escrito y servía de nuevo. Muchas veces, la instrucción era gratuita, dándola por puro gusto los maestros. Otras veces eran pagados por los discípulos, costumbre que, andando el tiempo, fue la dominante; a pesar de lo cual, se difundió tanto la lectura, y la escritura en especial, que la mayor parte de los musulmanes españoles sabían leer y escribir, aventajando en esto a las demás naciones europeas.

»La enseñanza superior, como libre que era, no guardaba plan uniforme. Cada maestro enseñaba más o menos cosas, según su cultura o preferencias. Generalmente se empezaba por enseñar las tradiciones religiosas, leyendo párrafos de libros, que explicaba el profesor, y preguntando los alumnos, con toda libertad, cuando no entendían bien una palabra o un razonamiento. La base del estudio era siempre la memoria. Además de las tradiciones, se estudiaban los comentarios del Alcorán, la gramática, el diccionario, la medicina, la filosofía y, sobre todo, la jurisprudencia y la literatura. En punto a jurisprudencia, derivada de la exposición y comentario de las leyes jurídicas del Alcorán, llegó a haber gran número de autores que escribieron tratados, comentarios, compendios, diccionarios, etc. La escuela de Córdoba se hizo famosa.»

Aristóteles enseña astronomía a sus discípulos.