domingo, 26 de abril de 2015

Cayo Julio César, La guerra de las Galias

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Theodor Mommsem, en su clásica Historia de Roma, presentaba así a nuestro autor, al que enaltece de forma entusiasta:

«Tenía apenas cincuenta y seis años el nuevo señor de Roma, Cayo Julio César (nació el 12 de julio de 652), el primero de los soberanos a quienes rindió vasallaje el antiguo mundo grecorromano, cuando la victoria de Thapsus, último de sus grandes hechos de armas, puso en sus manos el cetro y los destinos del mundo. ¡Pocos hombres han logrado ver su actividad sometida a una prueba tan grande! Pero ¿no fue por ventura Julio César el único genio creador que ha dado Roma, y el último que la antigüedad ha producido? Descendiente de una de las más antiguas y nobles familias del Lacio, cuya genealogía se remontaba a los héroes de la Ilíada y a los reyes romanos y alcanzaba a Venus Afrodita, diosa común a las dos naciones, había llevado en su infancia y adolescencia la vida propia de los jóvenes nobles de su tiempo. Tipo acabado del hombre a la moda, recitaba y declamaba, era literato y componía versos cuando se hallaba descansando en su cama. Era experto en todo linaje de asuntos amorosos, conocía los más nimios detalles del tocador, cuidaba con esmero de sus cabellos, de su barba y de su traje, y tenía, sobre todo, gran habilidad en el arte misterioso de levantar diarios empréstitos y de no pagarlos nunca. Pero su naturaleza, de flexible acero, pudo resistir esta vida disipada y licenciosa, conservando intactos el vigor del cuerpo y el expansivo fuego de su corazón y de su espíritu. En la esgrima, o en montar a caballo, no había ningún soldado que lo igualase. En cierta ocasión, hallándose delante de Alejandría, salvó su vida nadando sobre las encrespadas olas. Cuando estaba en campaña, hacía casi siempre las marchas durante la noche con objeto de ganar tiempo. Su increíble rapidez contrastaba con la majestuosa lentitud de los movimientos de Pompeyo, y a esa misma rapidez, que maravillaba a sus contemporáneos, debió Julio César buena parte de sus victorias.

»Sus cualidades de alma corrían parejas con las condiciones de su cuerpo: en sus órdenes, siempre seguras y de fácil ejecución, aun cuando fueran dadas lejos del campo de operaciones, se reflejaba su admirable golpe de vista. Su memoria era incomparable: con frecuencia se ocupaba a la vez en muchos asuntos, sin embarazo y sin tropiezo alguno. A pesar de ser hombre del gran mundo, hombre de genio y árbitro de los destinos de Roma, tuvo abierto su corazón a tiernos sentimientos. Durante toda su vida rindió un culto de cariño y veneración a su digna madre Aurelia (César, siendo muy joven, había perdido a su padre). Fue en extremo complaciente con sus hermanas, y muy particularmente con su hija Julia, complacencia que no dejó de influir en los asuntos políticos. Con los hombres más inteligentes y de más carácter de su tiempo, fuesen de alta o de humilde condición, había anudado las mejores relaciones de una recíproca amistad: trataba a cada uno según su carácter y, lejos de caer en la pusilánime indiferencia de Pompeyo para con sus amigos, jamás abandonó a sus partidarios, quienes fueron sostenidos por él sin ningún cálculo egoísta, tanto en la próspera como en la adversa suerte. Muchos, entre ellos Aulo Hircio y Cayo Macio, le dieron aun después de su muerte noble testimonio de su adhesión. El único rasgo predominante y característico de esta maravillosa organización, cuyas cualidades estaban perfectamente equilibradas, era el desvío que mostraba hacia todo lo ideológico y fantástico.

»César era apasionado: sin pasión no hay genio; pero en él la pasión no tuvo una gran fuerza. En su juventud, el canto y los placeres de Baco y de Venus habían tenido una gran influencia en las facultades de su espíritu. Sin embargo, jamás se entregó por entero a estas pasiones. La literatura fue para él una ocupación seria y duradera. Así como el Aquiles de Homero había quitado el sueño a Alejandro, César consagró largas veladas al estudio de las desinencias de los sustantivos y de los verbos latinos. Escribía versos como toda la gente de su tiempo, mas sus versos eran flojos; en cambio, mostraba gran interés por las ciencias astronómicas y naturales. Alejandro, para alejar de sí los cuidados, se entregó a la bebida, y entregado a ella estuvo hasta el fin de sus días; el sobrio romano, por el contrario, abandonó esta pasión una vez superados los años de su fogosa juventud. Todos aquellos que en su adolescencia han sido afortunados en las lides amorosas conservan siempre un imperecedero recuerdo de aquellos tiempos, algo así como el reflejo de la brillante aureola con que se vieron un día coronados. Esto le aconteció a César. Las aventuras y galanteos fueron achaque suyo aun en la edad madura.

»En su aire conservaba una cierta fatuidad o, mejor dicho, una cierta satisfacción de las ventajas exteriores de su varonil belleza. Cubría cuidadosamente su cabeza, calva muy a pesar suyo, con la corona de laurel, sin la cual no se presentaba jamás en público. Habría dado gustoso la mayor de sus victorias por recobrar la flotante cabellera que en su juventud lo adornaba. Aunque se complacía en el trato con las mujeres, siendo ya el verdadero emperador de Roma, no las consideró sino como un mero pasatiempo, ni les dejó la más leve sombra de influencia. Se ha hablado mucho de sus amores con Cleopatra, pero lo cierto es que, si se entregó a ellos al principio, fue para ocultar el punto débil de la situación del momento. Como hombre positivo y de claro entendimiento, se ve en sus concepciones y en sus actos la fuerte y penetrante influencia de un sobrio pensamiento: su rasgo esencial era el no embriagarse nunca. De aquí que pudiera desplegar toda su energía en el momento oportuno, sin extraviarse en los recuerdos ni en las esperanzas. De aquí su fuerza de acción, reunida y desplegada cuando había de ello verdadera necesidad. De aquí su genio, obrando en escasas ocasiones a favor del interés más pasajero. De aquí esa poderosa facultad para abrazar y dominar todo lo que la inteligencia concibe y todo lo que la voluntad quiere; esa fácil seguridad tanto en la disposición de los períodos, como en un plan de batalla; esa maravillosa serenidad que no lo abandonó nunca, ni en sus buenos ni en sus malos tiempos. Y de aquí, por último, esa completa independencia, que no se dejó jamás arrebatar ni por un favorito, ni por una dama, ni por un amigo. Esta misma perspicacia de su espíritu no le permitía hacerse ilusiones sobre la fuerza del destino y el poder del hombre: frente a él se había levantado el velo bienhechor que nos oculta la debilidad de nuestro esfuerzo en la tierra. Por sabios que fueran sus planes, aunque hubiese previsto todas las eventualidades de una empresa, comprendía que el éxito de todas las cosas depende en gran manera del azar, y con frecuencia se lo vio comprometerse en las más arriesgadas empresas, y exponer su propia persona a los peligros con la más temeraria indiferencia. Es, pues, muy cierto que los hombres de un entendimiento superior se entregan voluntariamente a los azares de la suerte; y no ha de maravillarnos, por lo tanto, que el racionalismo de César llegase a parar en un cierto misticismo.

»De tal organización había de salir necesariamente un hombre de Estado, y César lo fue, en toda la acepción de la palabra, desde su juventud. El fin que se propuso fue el más alto que se puede proponer hombre alguno: levantar en el orden político, militar, intelectual y moral a su nación del decaimiento a que había llegado, y levantar asimismo a la nacionalidad helénica, esta hermana estrechamente ligada a su patria, y que se hallaba aún más postrada que ella. Después de treinta años de experiencia, cuyas severas lecciones no podrían ser estériles para un hombre como César, modificó sus opiniones sobre el camino que debía seguir y los medios a utilizar. Se propuso el mismo fin en los días de infortunio, cuando no abrigaba ninguna esperanza en el porvenir, que en la época de su omnipotencia; en los días en que, demagogo y conspirador, penetraba en un sombrío laberinto, que en aquellos en que, compartiendo con otro el poder soberano o siendo absoluto señor de Roma, trabajaba en su obra a la luz del día y de cara al mundo. Todas las medidas que él había tomado en diversas ocasiones iban encaminadas a la realización de los vastos planes que se había propuesto. Parece, en verdad, que no pueden citarse hechos aislados llevados a cabo por él, pues ninguno fue realizado de esta forma. Con justicia se alabará en él al orador de enérgica palabra, que desdeñaba los artificios retóricos, y persuadía y arrebataba al auditorio con su vivo y claro ingenio. Con justicia se admirará en él al escritor que se distingue por la inimitable sencillez de su composición, por la singular pureza y belleza del lenguaje. Con justicia los hombres entendidos en el arte de la guerra en todos los siglos consideran a César como un gran general. Nadie mejor que él, pues abandonó los procedimientos tradicionales y rutinarios y supo inventar la estrategia que en el momento oportuno conduce a la victoria, a la que desde entonces es la verdadera victoria. ¿No inventó para cada fin los buenos medios, dotado de una seguridad que casi parecía adivinación? ¿No estaba siempre, aun después de una derrota, dispuesto a resistir, a combatir de nuevo y, como Guillermo de Orange, a no terminar la campaña sin haber derrotado al enemigo? El secreto principal de la ciencia de la guerra, aquel por el que se distingue el genio del gran capitán del talento vulgar del oficial, el rápido impulso comunicado a las grandes masas, lo ha poseído César, y lo ha utilizado con una perfección admirable. Nadie lo ha aventajado en esta cualidad:  él supo encontrar el éxito de las batallas, no en la superioridad de sus fuerzas, sino en la rapidez de sus movimientos; no en los lentos preparativos, sino en la acción rápida y aun temeraria cuando conocía la insuficiencia de sus recursos.

»Pero todas estas no eran más que cualidades secundarias. Llegó a ser un gran orador, un gran escritor y un insigne general, porque era un eminente hombre de Estado. El carácter militar es en Julio César de muy secundaria importancia: uno de los rasgos que más lo distinguen de Alejandro, de Aníbal y de Napoleón es el haber empezado su carrera política en la demagogia y no en el ejército. Al principio pretendió llegar a la realización de sus proyectos, como Pericles y como Cayo Graco, sin tener necesidad de hacer uso de las armas. Estuvo dieciocho años a la cabeza del partido popular, y no abandonó nunca los tortuosos senderos de las cábalas políticas, hasta que convencido, no sin pena y a la edad de cuarenta años, de la necesidad de apoyarse en los soldados, tomó finalmente el mando de un ejército. Y, aun después de esto, continuó siendo un hombre de Estado antes que general distinguido. De la misma manera Cromwell, jefe al principio de un partido de oposición, llegó a ser sucesivamente capitán y rey de la democracia inglesa. Y llegó a decirse, si es que puede haber comparación entre el rudo héroe puritano y el atildado romano, que aquel es entre todos los grandes hombres de Estado el que más se asemeja a César, tanto por las vicisitudes de su carrera, como por el fin que se proponía.

»Hasta en la manera de dirigir la guerra se veía en César al general improvisado. Cuando Napoleón
preparaba sus expediciones a Egipto y a Inglaterra, se manifestó en él el gran capitán formado en la escuela del oficial de artillería. Pero en César se descubría el demagogo convertido en general en jefe. ¿Qué táctico de profesión, por razones puramente políticas y no siempre absolutamente imperiosas, habría despreciado, como lo hizo César con frecuencia, y sobre todo cuando desembarcó en Epiro, las prudentes enseñanzas de la ciencia militar? Desde este punto de vista, más de una de sus empresas podrían ser censuradas; pero lo que perjudique al general, enaltecerá al hombre de Estado. La misión de éste es universal por su naturaleza, y universal era el genio de César. Por múltiples y separadas en el tiempo que fueran sus empresas, todas se dirigían a un gran fin, al que permaneció siempre fiel sin desviarse de él un punto. En el inmenso movimiento de una actividad que a todas partes se dirigía, jamás sacrificó un detalle por otro. Aunque era un consumado estratega, hizo todo lo posible, obedeciendo a consideraciones políticas, para evitar que estallara la guerra civil, y, cuando la consideró inevitable, puso de su parte para que no se ensangrentaran sus laureles. Aunque fue fundador de una monarquía militar, se opuso, con una energía sin ejemplo en la historia, a que se elevara una jerarquía de generales o un régimen de pretorianos; y, en fin, como último y principal servicio a la sociedad civil, prefirió siempre las ciencias y las artes de la paz a la ciencia militar. En su aspecto político, el carácter predominante es una perfecta y poderosa armonía. La armonía es, sin duda, la más difícil de todas las manifestaciones humanas. En la persona de Julio César todas las condiciones se reunían para producirla. Espíritu positivo y amante de la realidad, no se dejó jamás seducir por las imágenes del pasado ni por las supersticiones de la tradición. En los asuntos políticos no atendía sino a la realidad presente, a la ley motivada en la razón.

»De la misma suerte, en sus estudios gramaticales rechazaba la erudición histórica de la antigüedad, y no reconocía otra lengua que la usual, ni otras reglas que la uniformidad. Había nacido soberano, y ejercía sobre los corazones el mismo imperio que el viento ejerce sobre las nubes, atrayendo a sí mismo, de buen grado o por la fuerza, las más diversas naturalezas: al simple ciudadano y al rudo oficial, a las nobles damas de Roma y a las bellas princesas de Egipto y de Mauritania, al brillante jefe de caballería y al calculador banquero. Su genio organizador era maravilloso. Ningún hombre de Estado, por lo que respecta a sus alianzas, ni capitán alguno respecto de su ejército, tuvo que enfrentarse con elementos más insociables y dispares. César los supo amalgamar cuando hizo la conciliación u organizó sus legiones. Ningún soberano juzgó a sus instrumentos y medios de acción con tan penetrante mirada; nadie como él supo designar a cada uno su lugar. Él era el verdadero monarca, jamás quiso jugar al oficio de rey. Si llegó a ser señor absoluto de Roma, guardó todas las apariencias de jefe de partido. En extremo dócil y complaciente, de trato sencillo y afable, al estar por encima de todos parecía no pretender otra rosa que ser el primero entre sus iguales. Evitaba el defecto en que incurren con tanta frecuencia los caudillos: el de llevar a la política el duro tono del mando militar; y, aunque tuviese algún motivo de disgusto por alguna provocación del Senado, no quiso nunca emplear la fuerza bruta o hacer un dieciocho de brumario. Era el verdadero monarca sin experimentar el vértigo de la tiranía. Quizá fue el único de los poderosos ante el Señor que en los asuntos más baladíes obedeció siempre a su deber de gobernante, sin guiarse jamás por sus afecciones y caprichos. Al volver la vista a su pasado, encontraba en él algunos falsos cálculos; pero no halló errores en que la pasión lo hubiera hecho incurrir, y de los cuales tuviera que arrepentirse. Nada hay en su carrera que nos recuerde los excesos de la pasión sensual; tampoco hay la muerte de un Clitus, el incendio de Persépolis y aquellas poéticas tragedias que la historia une al nombre de su gran predecesor en Oriente. En fin, de todos los que han alcanzado el poder supremo, es quizás el único que hasta el término de su carrera conservó el sentido político de lo que era posible e imposible, y no fracasó en esta última prueba, la más difícil de todas para las naturalezas superiores: el reconocimiento del justo y natural límite en el punto culminante de los acontecimientos. Cuando una cosa era posible, la realizaba sin dejar de cumplir un bien por conseguir otro mayor que estaba fuera de su alcance. Y, cuando un mal se había cumplido y era irreparable, nunca dejó de poner los paliativos que lo atenuaran; pero, una vez pronunciado el fallo del destino, siempre se sometió a él. Una vez que Alejandro había llegado a Hipanis, se batió en retirada, y otro tanto hizo Napoleón en Moscú, ambos contrariados e irritados contra la fortuna, que ponía un límite a la ambición de sus favoritos. Sobre el Rin y sobre el Támesis retrocede César voluntariamente, y cuando sus designios lo llevan hasta el Danubio o el Eúfrates, no se propone la conquista del mundo, sino que busca una frontera segura y racional para el Imperio.

»Tal fue este hombre, cuyo retrato parece fácil de hacer, y del cual es en extremo difícil trazar el más ligero rasgo. Su naturaleza toda no es sino claridad y transparencia, y la tradición conserva de él recuerdos más completos y más vivos que de otros héroes de los antiguos anales. Si se lo juzga a fondo o superficialmente, el juicio será siempre el mismo: ante todo hombre que lo estudie, su figura se presenta con sus mismos caracteres esenciales, y por lo tanto nadie ha sabido todavía reproducirla en su total realidad. El secreto consiste aquí en la perfección del modelo. Humana o históricamente hablando, está colocado César en ese punto donde vienen a confundirse los grandes caracteres contrarios. Inmenso poder creador e inteligencia infinitamente penetrante, no tiene los inconvenientes de la vejez ni adolece de los defectos de la juventud. Todo en él es voluntad y acción, su alma está llena del ideal republicano, y, sin embargo, parece haber nacido para ser rey. Romano hasta el fondo de su espíritu, y al mismo tiempo llamado a conciliar en el interior y en el exterior las civilizaciones griega y romana, César es el gran hombre, el hombre completo. También le faltan, más que a ninguna otra figura importante en la historia, esos rasgos que se dicen característicos, que son las desviaciones del desarrollo natural del ser humano. Si algún detalle nos parece en él individual al primer golpe de vista, desaparece cuando se lo considera de cerca y se pierde en el tipo más vasto de la nación y de su siglo. En sus aventuras de joven, imitó a sus contemporáneos y a sus opulentos iguales: su natural, refractario a la poesía, pero enérgicamente lógico, es el natural del ciudadano romano. Como hombre, su verdadera manera de ser consistió en saber regular y medir admirablemente sus actos según el tiempo y el lugar. El hombre, en efecto, no es un ser absoluto: vive y se mueve en conformidad con su nación, con la ley de una civilización determinada.

»César es completo porque supo, mejor que todos, colocarse en medio de la corriente de su siglo; y porque, mejor que todos, poseyó la actividad real y práctica del ciudadano romano, esa sólida virtud que fue propiedad de Roma. El helenismo no es en él otra cosa que la idea griega fundida y transformada en el seno de la nacionalidad itálica. Y en esto consisten la dificultad y, podría decirse, la imposibilidad de retratarlo. El artista puede ensayar toda suerte de retratos, pero se detiene en presencia de la belleza absoluta. Lo mismo acontece al historiador: es más prudente que guarde silencio, cuando, una vez en mil años, se encuentra frente a un tipo acabado. La regla se puede expresar sin duda, pero no nos da sino una noción negativa, la de la ausencia de toda falta. Nadie sabe traducir este gran secreto de la naturaleza, la alianza íntima de la ley general y la individualidad en sus creaciones más acabadas. ¡Dichosos aquellos a quienes fuera dado contemplar de lleno la perfección, y reconocerla al resplandor del rayo de brillante luz que cubre las obras inmortales de los grandes hombres! Y, sin embargo, el tiempo ha marcado en ellas sus caracteres indelebles. El romano había observado la misma conducta que su joven y heroico predecesor en Grecia. O, mejor dicho, lo había excedido; pero en el intervalo transcurrido entre la vida de uno y otro héroe, el mundo había envejecido y su cielo oscureció. Los trabajos de César no son, como los de Alejandro, una entretenida conquista, avanzando en una extensión sin límites. A él le fue forzoso construir sobre las ruinas y con las ruinas mismas. Por vasta que fuera su empresa, era limitada, y tuvo necesidad de aceptarla, sosteniéndose en ella y asegurándola lo mejor que pudo. La musa popular no se ha equivocado en el carácter de estos dos héroes, y, prescindiendo del positivo romano, ha adornado al hijo de Filipo de Macedonia con los más bellos colores de la poesía y con el arco iris de las leyendas. En su vida política, después del transcurso de muchas centurias, las naciones se ven conducidas incesantemente a la línea que la mano de César les trazara. Si los pueblos que comparten la posesión de la tierra dan su nombre a sus más altos monarcas, ¿no puede verse en esto una lección tan profunda como humillante?»


jueves, 23 de abril de 2015

Montesquieu, El espíritu de las leyes

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Luis Suárez nos presenta así a nuestro autor en su Grandes interpretaciones de la Historia:

«Por sus mismos principios la Ilustración se sentía empujada en dos sentidos: hacia el pasado, donde creía descubrir la forma en que se había desarrollado un progreso racional a partir de fuerzas puramente irracionales, y hacia el futuro, anunciando el óptimo resultado de dicho progreso. Montesquieu y Gibbon —historiadores ambos que se sintieron atraídos por el mismo tema, el Imperio romano— son muestra de la primera tendencia; Condorcet lo es de la segunda. Para explicar las causas del retroceso medieval, que todos abrazaban como un dogma de fe, Gibbon tuvo que admitir la existencia de una época, el siglo de los Antoninos, verdadera Edad de Oro del predominio de la razón; el triunfo del Cristianismo era causa o consecuencia de un movimiento negativo. El marqués de Condorcet nos proporciona el modelo de la segunda tendencia; la ilimitada perfectibilidad humana producirá, en plazo ya breve, una era de libertad, sin tiranos ni sacerdotes.

»Abrazando la doctrina del progreso, la Historia de la Ilustración se hizo apocalíptica en grado extremo. Los hombres serían cada vez más dueños de la Naturaleza por medio de la razón. Pese a todas las apariencias, esta explicación era bastante superficial, tendía a considerar la evolución humana como meramente cuantitativa: siendo siempre el mismo, los conocimientos no podían hacer otra cosa que enriquecer al hombre, adecuándole en ciencia y moral, lo que es un principio falso. De este modo el binomio causa-efecto, esencial para la Historia, era también superficialmente tratado; las explicaciones resultaban demasiado simplistas. Fueron, por ejemplo, los ilustrados quienes atribuyeron la caída del Imperio romano a la catastrófica invasión de los bárbaros, y el Renacimiento a la dispersión de sabios griegos, consecuencia de la conquista de Constantinopla por los turcos. En cierta ocasión Pascal dijo que si la nariz de Cleopatra hubiera sido más larga, sin duda la Historia del mundo habría cambiado. (...)

»Las dos obras más importantes de Montesquieu, las Cartas persas (1721) e Ideas acerca de las causas de la grandeza y decadencia de los romanos (1734), coinciden en la intención, ya que ambas son análisis de problemas políticos; la primera, de los de su propio tiempo; la segunda, de los de ese pueblo singular, Roma, en quien veían los hombres de la Ilustración un precedente y que se ofrecía como material homogéneo.

»Este es el punto de partida: si en los hombres, género igual, se contienen las causas de la prosperidad y decadencia de los Estados, debe bastarnos uno solo, el romano, para comprender la estructura de la Historia. El esquema que de éste nos ofrece Montesquieu suena a algo ya conocido. Roma es una nación dura y belicosa, creada por reyes; cuando éstos constituyen un obstáculo a su desarrollo, el pueblo los expulsa. Un Estado tiene determinados sus límites por la comunidad nacional y sólo sujetándose a ellos puede conservar el equilibrio. Roma se expansionó mucho más de lo que debía y sus ejércitos, alejados de la capital, acabaron siendo unos extraños a su propia patria, mientras que el viejo pueblo romano degeneraba en populacho de ciudad privilegiada. La tensión social engendra los tiranos y el Imperio acabó por descubrir su paradoja, pues necesitaba de los tiranos para tener a raya las fuerzas que él mismo había desencadenado y, al mismo tiempo, el despotismo hacía cada vez más aguda la crisis porque disminuía la riqueza. Hasta que, al fin, se consuma la catástrofe de las invasiones.

»Las líneas anteriores bastan para demostrarnos que Montesquieu poseyó todo el nervio de un auténtico historiador. Sus obras aún se leen con interés. La influencia de Polibio es indudable: admite el decurso de los regímenes, monarquía, aristocracia, democracia y despotismo, pero no como si fueran el resultado de una fuerza ciega. La evolución política obedece a causas de psicología colectiva y es como el resultado de un cierto juego entre dos elementos: las instituciones creadas por el Estado hacen al pueblo; éste, por su parte, actúa sobre las instituciones. El exceso de cualquiera de ambos provoca el desequilibrio. Conocida así la dinámica de la Historia mediante el análisis de un modelo cabal, Roma, Montesquieu cree posible hallar los medios que permitan prevenir las crisis. Es la fórmula de un Estado ideal lo que se intenta exponer en el Espíritu de las leyes (1748).

»Cuando Montesquieu hace referencia a leyes da a esta expresión un sentido tan amplio que caben en ella las que nosotros considerarnos instituciones políticas, sociales o culturales. Todos los seres se comportan según leyes que proceden de su misma naturaleza; puesto que la naturaleza del hombre es racional, sus instituciones proceden de la razón y han de poder ser explicadas por ella. El conjunto de instituciones, que comporta un determinado orden de valores religiosos, jurídicos, éticos o estéticos, equivale a nuestra definición actual de cultura. Montesquieu afirma que ellas están condicionadas al espíritu general, entendiendo por tal la coincidencia de tres factores distintos: el clima, el medio ambiente y los caracteres psicológicos de los hombres.

»La conclusión de Montesquieu es muy importante. Los Estados se originan en la naturaleza psicológica de los hombres que los componen. Pero esta psicología es individualmente libre; por  consiguiente se puede modificar lentamente las instituciones influyendo sobre la psicología del pueblo. Es un juego sutil en el que la educación —piénsese en Rousseau— desempeña un papel decisivo. Pero si los Estados —monarquías, repúblicas o imperios— son susceptibles de evolución no lo son de traslado; la forma de gobierno ha de ser deducida poco a poco del carácter de cada pueblo.»


sábado, 18 de abril de 2015

Catalina de Erauso, Historia de la monja alférez

Retrato atribuido a Juan Van der Hamen
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En 1894 José María Heredia presentaba así su traducción al francés de esta obra:

«No obstante su empaque aventurero y picaresco, que le da el carácter de una novela de capa y espada, la historia de La monja alférez es una verdadera historia, en la que muchas veces nos comunica a la emoción terriblemente fuerte de la verdad. Catalina de Erauso ha vivido, y su vida fue una vida exasperada, como dicen los españoles. El relato que escribió de su mano, más diestra en manejar la espada que la pluma, emocionó a sus contemporáneos. Graves historiadores hacen mención de esta mujer extraordinaria. Una primera y una segunda relación de sus aventuras y hazañas fueron publicadas, seguidamente, en 1625, en Madrid, por Bernardino de Guzmán, y por Simón Fajardo, en Sevilla y, a su vuelta a España, el discípulo predilecto del gran Lope, Juan Pérez de Montalván, compuso e hizo representar en la corte su comedia famosa de La monja alférez. Por último, en 1820, don José María Ferrer imprimió en París, en la casa Julio Didot, tomado de un manuscrito perteneciente al historiador Muñoz, el texto completo de la historia, acompañado de numerosas notas y reforzado con bastantes documentos justificativos: partida de bautismo, extracto de registros conventuales, testimonios, estados de servicios, informaciones, memoriales, certificados y decretos reales. (...)

»En su décima séptima carta, fechada en Roma en 11 de julio de 1626, el viajero Pedro del Valle, el Peregrino, como se le llama, escribía a su amigo Mario Schipano: El 5 de junio vino por primera vez a mi casa el alférez Catalina Erauso, vizcaína, arribada de España la víspera. Es una doncella de unos treinta y cinco a cuarenta años. Su fama había llegado hasta mí en la India Oriental. Fue mi amigo el padre Rodrigo de San Miguel, su compatriota, quien me la condujo. Yo la he puesto después en relación con muchas damas y caballeros, cuya conversación es lo que más le agrada. Francisco Crescentio, buen pintor, la ha retratado. Alta y recia de talle, de apariencia más bien masculina, no tiene más pecho que una niña. Me dijo que había empleado no sé qué remedio para hacerlo desaparecer. Fue, creo, un emplasto que le suministró un italiano; el efecto fue doloroso, pero muy a deseo. De cara no es muy fea, pero bastante ajada por los años. Su aspecto es más bien el de un eunuco que el de una mujer. Viste de hombre, a la española; lleva la espada tan bravamente como la vida, y la cabeza un poco baja y metida en los hombros, que son demasiado altos. En suma, más tiene el aspecto bizarro de un soldado que el de un cortesano galante. Únicamente su mano podría hacer dudar de su sexo, porque es llena y carnosa, aunque robusta y fuerte, y el ademán, que, todavía, algunas veces tiene un no sé qué de femenino.

»Tal fue la monja alférez, doña Catalina de Erauso. Escuchad la historia de su vida, que ella misma va a relatar. Es una confesión atrevida, acaso sincera, que comenzó a escribir o a dictar, el 18 de septiembre del año 1624, cuando volvía a entrar en España en el galeón San José. Fue, sin duda, por entretener la ociosidad de las largas jornadas de travesía, que alargan aún más las calmas sofocantes del mar del Trópico; tal vez por la imperiosa necesidad de descargar su conciencia y de quitarse un peso del corazón. En la forzada inacción, prisionera, cansada de recorrer el puente del navío, se complació en revivir con el pensamiento las aventuras pasadas: las carreras a caballo a través de los Andes, las disputas, los combates, las huidas, la fortuna azarosa, la vida errante y libre. Lo hizo en un lenguaje limpio, conciso y varonil. No habla de sí misma en femenino, sino muy raras veces; sólo en casos desesperados, en momentos de suprema angustia, cuando siente la muerte y tiene miedo del infierno.

»Este relato ingenuo y brutal refleja rápidamente su alma y su vida; una y otra fueron las de un hombre de acción.»


Viñeta de Juillard

jueves, 9 de abril de 2015

Charles Darwin, El origen del hombre

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El evolucionismo biológico propuesto por Darwin en El origen de las especies (1859) generó polémicas que con frecuencia atrajeron la atención del gran público, y se difundió y popularizó con rapidez. Su influjo fue poderoso y persistente y no sólo en el campo propiamente naturalista: también y de forma decisiva en el de los debates ideológicos y políticos de la época, en los que adquiere carácter de auténtica arma arrojadiza entre sus defensores y detractores. Además, el evolucionismo proporcionará un marco interpretativo desde el que se construirán las diferentes y novedosas ciencias sociales promovidas por el positivismo. Por ello, El origen del hombre, la nueva obra de Darwin publicada en 1871, poseerá un tono, un lenguaje y posiblemente una intencionalidad muy diversa de la anterior. El planteamiento central es sencillo: el ser humano ha evolucionado de formas primitivas, del mismo modo que las restantes especies. Podemos encontrar en diversos animales formas rudimentarias de las funciones consideradas más característicamente humanas: el lenguaje, las herramientas, etc.

Pero Darwin, al aplicar al ser humano los tres principios determinantes de la evolución (adaptación al medio, la selección natural y lucha por la existencia) no puede evitar sumergirse en una antropología basada en la desigualdad radical entre grupos diferentes cuya tendencia básica es la divergencia y la sustitución: «Dentro de algunos siglos a buen seguro las razas civilizadas habrán eliminado y suplantado a las razas salvajes en el mundo entero... El vacío que se encuentra hoy entre el hombre y los monos, entonces habrá aumentado considerablemente, ya que se extenderá desde la raza humana (que entonces habrá sobrepujado a la caucásica en civilización) a alguna de mono inferior, tal como el babuino, en lugar de estar comprendido, como en la actualidad, entre el negro o el australiano y el gorila.»

Y es que el darwinismo social que propugnarán algunos de sus discípulos se encuentra ya en esta obra, que llega en ocasiones a lo insultante: «... las formas más próximas al hombre (monos, idiotas, microcéfalos y razas bárbaras de la humanidad)...» La percepción que posee sobre la humanidad es profundamente racista: «Está ya puesto fuera de duda que, comparadas y medidas con cuidado, presentan entre sí las distintas razas considerables diferencias por la estructura de los cabellos, las proporciones relativas de todas las partes del cuerpo, la extensión de los pulmones, la forma y la capacidad del cráneo, y hasta por las circunvoluciones del cerebro. Sería interminable tarea la de querer especificar los numerosos puntos de diferencia en la estructura. Difieren asimismo las razas por su constitución, por su aptitud variable para aclimatarse y por su disposición para contraer ciertas enfermedades. También, como en lo físico, son distintos los caracteres que presenta en lo moral; dedúcese esta conclusión principalmente de sus facultades de sentimientos y en parte de las de inteligencia. Cualquiera que haya tenido ocasión de establecer comparaciones sobre este particular, habrá quedado sorprendido del contraste que existe entre los indígenas sombríos y taciturnos de la América del Sur y los negros ligeros de cabeza y charlatanes. Un contraste análogo existe entre los malayos y los papúes, que viven en iguales condiciones físicas y sólo están separados por un estrecho brazo de mar.»

Y también aparece ya en esta obra, amenazadora, con indicios de hornos crematorios en el horizonte, la preocupación que obsesionará a los eugenistas del pasado (y también del presente): ¿y si el humanitarismo característico de la humanidad es contraproducente para la propia selección y mejora de nuestra especie? ¿Debe rechazarse la compasión y protección al débil?: «Entre los salvajes, los individuos de cuerpo o espíritu débil son eliminados prontamente, y los que sobreviven se distinguen ordinariamente por su vigorosa salud. Los hombres civilizados nos esforzamos para detener la marcha de la eliminación; construimos asilos para los idiotas y los enfermos, legislamos la mendicidad, y despliegan nuestros médicos toda su sagacidad para conservar el mayor tiempo posible la vida de cada individuo. Abundan las razones para creer que la vacuna ha preservado a millares de personas que, a causa de la debilidad de su constitución, hubieran sucumbido a los ataques variolosos. Aprovechando tales medios los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su especie. Todos los que se han ocupado en la reproducción de los animales domésticos, pueden calcular cuán perjudicial debe ser el último hecho a la raza humana. Sorprende el ver de qué modo la falta de cuidados, o tan sólo los cuidados mal dirigidos, pueden arrastrar a una rápida degeneración a una raza doméstica; y, exceptuando en los casos relativos al hombre mismo, nadie es bastante ignorante para permitir que se reproduzcan sus animales más defectuosos.»


lunes, 6 de abril de 2015

Nicolás Maquiavelo, El príncipe

Santi di Tito, Maquiavelo (det.)
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Desde su publicación en 1513, esta obra del florentino Maquiavelo (1469-1527) se convierte en una de las más citadas y criticadas por parte de todos los tratadistas de la cosa pública, y al mismo tiempo veraz espejo de la práctica política de gobernantes de todo tipo y orientación. Así, Baltasar Gracián escribe en su imprescindible El Criticón:

«Estaba la plaza hecha un gran corral del vulgo, enjambre de moscas en el zumbir y en el asentarse en la basura de las costumbres, engordando con lo podrido y hediondo de las morales llagas. A tan mecánico aplauso, subió en puesto superior (más descarado que autorizado, cuales suelen ser todos los que sobresalen en las plazas) un elocuentísimo embustero, que después de una bien paloteada arenga, comenzó a hacer notables prestigios, maravillosas sutilezas, teniendo toda aquella innumerable vulgaridad abobada. Entre otras burlas bien notables, les hacía abrir las bocas y aseguraba les metía en ellas cosas muy dulces y confitadas, y ellos se lo tragaban; pero luego les hacía echar cosas asquerosísimas, inmundicias horribles, con gran desaire dellos y risa de todos los circunstantes. El mismo charlatán daba a entender que comía algodón muy blanco y fino, mas luego, abriendo la boca, lanzaba por ella espeso humo, fuego y más fuego, que aterraba. Tragaba otras veces papel, y luego iba sacando muchas cintas de seda, listones de resplandor: y todo era embeleco, como se usa.

»Gustó mucho a Andrenio y comenzó a solemnizarlo.

»—Basta —dijo Critilo—, que tú también te pagas de las burlas, no distinguiendo lo falso de lo verdadero. ¿Quién piensas tú que es este valiente embustero? Este es un falso político llamado el Maquiavelo, que quiere dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿No ves cómo ellos se los tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y, bien examinados, no son otro que una confitada inmundicia de vicios y de pecados: razones, no de Estado, sino de establo. Parece que tiene candidez en sus labios, pureza en su lengua, y arroja fuego infernal que abrasa las costumbres y quema las repúblicas. Aquellas que parecen cintas de seda son las políticas leyes con que ata las manos a la virtud y las suelta al vicio; éste es el papel del libro que publica y el que masca, todo falsedad y apariencia, con que tiene embelesados a tantos y tontos. Créeme que aquí todo es engaño; mejor sería desenredarnos presto dél.»


Eduardo Salles, El principito maquiavélico

sábado, 4 de abril de 2015

Bartolomé José Gallardo, Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario razonado manual

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Escribe Emilio La Parra López*: «El célebre Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario razonado manual, publicado en 1811 por el bibliotecario de las Cortes Bartolomé José Gallardo, es la sátira anticerical más dura y difundida de la época. En sólo dos años, 1811 y 1812, alcanzó cinco ediciones según Rodríguez Moñino. Su difusión y el acierto en el lenguaje lo han convertido en uno de los textos paradigmáticos del anticlericalismo del primer liberalismo, y por su celebridad enlaza con otro texto de idéntico estilo, los Lamentos políticos de un Pobrecito Holgazán de Sebastián de Miñano, que hizo las delicias de los clerófobos del Trienio… La crítica de Gallardo alcanza a la religión, a pesar de sus declaraciones en sentido contrario y de la ambigüedad de sus palabras en muchas ocasiones... Si atendemos al tenor general del diccionario, este tipo de frases (las que el autor acaba de enumerar) habría que interpretarlas ante todo como crítica al clero, causante de la degradación del sentimiento religioso y del catolicismo, pero es indudable que cualquier lector podía interpretarlas también como ataque directo a la religión. Por este motivo es innegable la importancia del diccionario de Gallardo como eslabón en el proceso laicizador de la sociedad española.»

Por su parte, Javier Fernández Sebastián** concluye: «El episodio inaugural de esta modalidad de choque semántico vía diccionarios empezó con la publicación, en 1811, del Diccionario razonado manual. Según declaraba su anónimo autor ―en realidad, el diputado Justo Pastor Pérez, con el auxilio de Freire Castrillón y del canónigo Ayala― en una especie de prólogo, se proponía explicar al público el lenguaje nuevo y desusado de estos nuevos doctores, a los que se refería igualmente en tono irónico como nuestros nuevos maestros y nuevos filósofos. Una declaración que, implícitamente, venía a reconocer que, hasta ese momento, los liberales llevaban la iniciativa en el terreno propagandístico y, en cierto modo, estaban ganando la partida.

»Poco después, Bartolomé J. Gallardo, en el célebre Diccionario crítico-burlesco, que vino a darle la réplica (desencadenando, a su vez, una multitud de impugnaciones), se erigía en campeón de un supuesto idioma de la libertad y de un diccionario de los hombres libres frente a la lengua de los esbirros del despotismo espiritual. Como puede colegirse por el tono insultante usado por ambos contendientes, la colisión frontal entre publicistas de tendencias opuestas tendía a favorecer las posiciones más extremas, tanto en las filas reformistas como en las conservadoras. Sea como fuere, esta clase de diccionarios satíricos se convertirá durante la primera mitad del siglo XIX en un arma de gran eficacia, que alcanzó una inmensa popularidad gracias a su estilo punzante y mordaz, principal reclamo de un subgénero político-literario destinado a desligitimar y a zaherir, por vía de parodia, las ideas del adversario político.

»Reiteramos, en todo caso, que tales luchas entre diccionarios alternativos no constituyen simples escaramuzas léxicas, ni siquiera se trata de una mera batalla de ideas, sino que apuntan a la conformación del espacio social y político, y a la instauración ―o conservación, o abrogación― de esa suerte de discursos condensados y rutinizados que son las costumbres e instituciones. Además, estas controversias y la violencia verbal de los enunciados en disputa propiciaron una fuerte emocionalización de la política. La lectura de esta literatura de combate permite entender algunos mecanismos elementales de la polarización identitaria de los bandos en conflicto.» **

* Emilio La Parra López, «Los inicios del anticlericalismo español contemporáneo (1750-1833)», En Emilio La Parra y Manuel Suárez (eds.), El anticlericalismo español contemporáneo, Madrid 1998, pp. 44-45.

** Javier Fernández Sebastián, «Guerra de palabras. Lengua y política en la revolución de España.» En Pedro Rújula y Jordi Canals (eds.), Guerra de ideas. Política y cultura en la España de la Guerra de la Independencia, Madrid 2011, pp. 266-267.


El monstruo gaditano

miércoles, 1 de abril de 2015

Justo Pastor Pérez, Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España

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Durante la revolución española, un Cádiz en ebullición vino a ser el escenario del enfrentamiento ideológico entre partidarios y detractores del nuevo régimen, entre liberales y serviles. Ahora bien, la lucha política rebasa ampliamente el marco de las renacidas Cortes, y busca ganarse a una naciente opinión pública que, aunque reducida territorial y numéricamente, sigue con emoción discusiones y debates. Y uno de los frentes decisivos es el de la terminología, el combate por las palabras que, al nombrar de un modo determinado las cosas, las orienta hacia uno u otro bando. De ahí la necesidad de imponer el propio vocabulario por medio de abundantísimos discursos, periódicos y folletos, con los que se razona, se discrepa, se rechaza o simplemente se ridiculiza al contrario.

Y en 1811, según Modesto Lafuente, «enardeció esta guerra la aparición de un folleto titulado El Diccionario manual, en que bajo la apariencia de defender la religión y las añejas tradiciones, a su modo entendidas e interpretadas, desatábase de un modo violento contra las Cortes y sus providencias. Dio esto ocasión a que esgrimiera su cáustica pluma el bibliotecario de las Cortes don Bartolomé José Gallardo, y a que publicara, para satirizar y ridiculizar al autor del Diccionario manual, su célebre Diccionario crítico-burlesco, en que lejos de limitarse a desenmascarar a su adversario en términos mesurados aunque festivos, incurrió en el extremo opuesto, tratando con indiscreta soltura y ligereza puntos que se rozaban con asuntos religiosos.»

Menéndez Pelayo lo valora así: «Con título de Diccionario razonado, manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España, habíase divulgado un folleto contra los innovadores y sus reformas; obra de valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonancia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban por autores los diputados Freire Castrillón y Pastor Pérez. Conmovióse la grey revolucionaria, y designó para responder al anónimo diccionarista al que tenían por más agudo, castizo donairoso de todos sus escritores, a D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes.»

Los dos diccionarios gozarán de un considerable éxito entre sus respectivos seguidores, lo que les deparará repetidas reimpresiones. Nos encontramos, empero, ante unas obras muy alejadas de la literatura de ideas, del debate intelectual, de la argumentación razonada. Lo que priva es el chafarrinón, la caricatura y el humor grueso para ridiculizar al contrario. Naturalmente, esta artillería sólo resulta efectiva para los propios parroquianos ya convencidos, que disfrutan con la reafirmación, por medio de trazos gruesos, en los propios prejuicios sobre el enemigo que, naturalmente, constituyen una deleznable secta (en estos dos siglos no han cambiado mucho las herramientas de propaganda política...)

Esta obra que presentamos fue catalogada generalmente como anónima, hasta que en 1996 el profesor Germán Ramírez Aledón* pudo confirmar la autoría de Justo Pastor Pérez, «un oscuro funcionario ―mayordomo de rentas decimales en el partido de Ciudad Real―, que por sus ideas mantuvo una posición de clara adhesión a los principios de la monarquía absoluta y de la persona que la encarnaba en España en aquellos momentos, Fernando VII. Además (…) era hombre fiel a las máximas de la tradición más ultramontana de la Iglesia española, defensora de los privilegios del Antiguo Régimen, del absolutismo y de la intolerancia en materia religiosa, representada claramente por el Tribunal del Santo Oficio.» Tras el golpe de Valencia, obtendrá el reconocimiento por parte de Fernando VII, y asimismo de la Santa Sede. En un despacho de 11 de octubre de 1814, escribía a Roma el nuncio:

«Si en la desgraciada época de la pasada revolución, muchos escritores maliciosos han infestado España con periódicos infamantes, la Religión y el Trono no han carecido de celosos y doctos apologistas, que han publicado obras dignas de perpetua memoria y han proporcionado los antídotos para contrarrestar la infección de la opinión y la corrupción de las normas. Uno de los periódicos de esta clase que más se han destacado es el titulado Procurador General de la Nación y el Rey. El autor principal ha sido un bravísimo seglar Don Justo Pastor Pérez, el cual después de haber descubierto los planes y el lenguaje de los llamados Liberales con su Diccionario Manual razonado, impreso, impugnado malamente por Gallardo con su Diccionario Burlesco, le comenzó a combatir con su Procurador, y tales han sido sus golpes juiciosos, que ha conseguido el efecto de sostener y enfervorizar a la Nación y mantenerse también firme en la Religión y en el amor a su Rey. El último golpe maestro que dio que dio para la total ruina de los Demócratas fue la hoja que imprimió en Valencia, estando S. M. allí, con el título de Lucindo, del cual remito un ejemplar. Vale la pena, aunque sea conocido allí su Diálogo del Sí y el No (…). A estos méritos singulares se añade la terrible persecución que el Pérez ha sufrido, y si no hubiera estado presto a huir, habría sido ciertamente víctima de tales filofimastini (sic). Apenas llegado el Rey a Valencia fue Don Justo el primero en presentarse y con noble resolución le habló y recomendó calurosamente los asuntos de la religión y de la Iglesia, que retornase el Nuncio a España, que se restableciese el tribunal de la Inquisición, que se restituyeran los Conventos y los bienes a los Regulares y que se restableciesen los Jesuitas.»

* Germán Ramírez Aledón, «Sobre la autoría del Diccionario razonado» (1811), Trienio, nº 27. Mayo 1996, pp. 5-26


El entierro de los serviles (1820)