sábado, 24 de diciembre de 2022
lunes, 19 de diciembre de 2022
Alonso de Sandoval, Mundo negro y esclavitud
José de Ribera, Un jesuita. |
Nacido en Sevilla, Alonso de Sandoval (1576-1652) vivió desde los siete años en la América hispana, sobre todo en Lima y en Cartagena de Indias. Jesuita, trabajó especialmente con los esclavos africanos, como indica en la obra que presentamos: «Si es cierto, como lo es, que nuestra principal vocación en las Indias es el empleo de los indios, tan encomendado por nuestras constituciones, no es menos cierto ser empleo muy propio nuestro en ellas, el de los negros que en estas partes nos sirven, porque es sin duda, que los motivos que los de la Compañía acá tenemos de ayudar a los naturales, esa misma, sin diferencia ninguna, tendremos de ayudar a los negros (…) por ser mucho mayor la necesidad de los negros de que tratamos, y mucho más extrema (como claramente hemos visto) que la que padecen los indios.» Fruto de ello fue su obra De instauranda ætiopum salute. Historia de Etiopía, naturaleza, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y catecismo evangélico de todos los etíopes conque se restaura la salud de sus almas, publicada en Sevilla en 1627, y vuelta a imprimir en Madrid en 1647, aunque sólo el primero de los dos tomos previstos; eso sí, considerablemente ampliado.
El profesor Jaime José Lacueva en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, resume así el contenido de la obra, dividida en cuatro libros: «El primero de ellos es toda una descripción antropológica de los pueblos africanos de los que procedían los esclavos. El segundo detalla la injusta situación de los negros sin llegar a condenar, no obstante, la esclavitud. El tercero recoge la metodología fruto de su propia experiencia y aborda el problema de los “rebautismos”. El cuarto, finalmente, es una apología del apostolado jesuítico con los negros de Nueva Granada.» Para esta entrega de Clásicos de Historia he seleccionado diversos capítulos, agrupados en tres bloques: El primero es una descripción del mundo negro, que rebasa el África subsahariana, y se prolonga por Asia hasta las Filipinas y Nueva Guinea. Es un trabajo elaborado a partir de los libros y noticias que le llegan al autor. El segundo bloque aunque más breve puede resultar el más interesante, al describir las informaciones que ha recogido de diversos interlocutores y por su propia experiencia, sobre la trata de esclavos y las penosas condiciones de vida y trabajo de la población esclava en las Indias. En un tercer bloque recogemos la valoración extremadamente positiva que tiene de los africanos, y que quiere apoyar en un buen número de autoridades y escritores religiosos.
En su día vimos la admirable actitud radicalmente contraria a la esclavización de poblaciones indias y africanas por parte de Vasco de Quiroga (1472-1565), Julián Garcés (1452-1541), Bernardino de Minaya (1485-1565), Tomás de Mercado (1523-75) y Bartolomé de Albornoz (1524-73). Mucho más ambivalente es la postura de Sandoval. Si por un lado no se puede dudar de su auténtica obsesión por denunciar la trata y las condiciones de vida de los esclavos, de su preocupación por su bienestar material y religioso, nos decepciona su aceptación de la institución de la esclavitud, de las causas lícitas de su existencia, revestida con el oropel de una vasta erudición antigua y moderna. En realidad, y de algún modo, se deja llevar por el espíritu de su tiempo, por los valores dominantes de su época, por lo oportuno y lo políticamente correcto de entonces (de igual modo que tantos lo hacen ahora). A pesar de los cuantiosos y aberrantes datos que proporciona en su obra sobre la procedencia, captura y trato de los africanos, no llega a cuestionarse su licitud y moralidad, como sí hicieron los autores antes citados y unos años después, otros como Francisco José de Jaca (1645-1690) y Epifanio de Moirans (1644-1689).
Portada de la segunda edición (1647) |
lunes, 12 de diciembre de 2022
Claudio Claudiano, Elogio de Serena
Jean-Paul Laurens, Honorio (1880) |
La hispana Flavia Serena, sobrina del emperador Teodosio, fue adoptada por éste y casada con su más destacado general, el vándalo de origen aunque romanizado Estilicón. Cuando muere en 395 aquel último gran emperador romano, y con sus hijos y herederos Arcadio y Honorio se consuma la división entre Oriente y Occidente, Estilicón se hará cargo del segundo, de apenas once años de edad, como su tutor y regente. Durante una década Estilicón será el auténtico gobernante de las provincias del oeste, y casará al nominal emperador sucesivamente con sus dos hijas, María y Termancia. Pero las abundantes incursiones germánicas y la sucesiva pérdida de apoyos acabará con su poder: en 408 será acusado de conspirar contra Honorio, y ejecutado. Poco después lo será Serena, su esposa, parece ser que a instigación de su prima Gala Placidia.
Con un estilo que nos puede resultar un tanto declamatorio y decimónico, Adolfo de Castro publicó en 1870 una obra con el título de Serena. Recuerdo de historia y filosofía cristiana. En ella se refiere así al autor de esta semana: «Al par de un guerrero de origen bárbaro [Estilicón] que quería restaurar la libertad de Roma, había un poeta egipcio que hacía revivir las glorias de las Musas latinas. Claudiano vivió en Alejandría treinta años hasta la destrucción del templo de Serapis. Pasó a Bizancio, y de Bizancio a Italia en la hueste que Teodosio mandaba para el castigo de los matadores de Valentiniano. En Roma con Olybrio y Probino, sus Mecenas, oradores, poetas y ciudadanos, aprendió la lengua latina; en el ejército de Estilicón, político y guerrero, hábil sobre todo encarecimiento, recibió las inspiraciones para sus cantos. Homero, Virgilio y Lucano celebraron héroes que no conocieron sino por las tradiciones. Claudiano celebraba lo que veía y lo celebraba con más enérgico colorido que Tíbulo y que Lucano mismo. Estilicon fue su protector: también fue el objeto de la mayor parte de sus poemas. La admiración y la gratitud acrecentaban su numen. ¿Y Serena? Serena también sirvió de bellísimo asunto a sus alabanzas: él celebró la rubia cabellera y la blancura de Serena: él la ofrece a nuestros ojos como discreta al par que modesta uniendo dos virtudes desconocidas en aquel siglo...»
Es decir, el alejandrino (algunos lo hacen originario de Asia Menor) Claudiano se convirtió en el poeta cortesano de la poderosa pareja que constituían Estilicón y Serena. De modo más conciso lo expresan así Martín de Riquer y José María Valverde en su conocida Historia de la literatura universal: «Claudio Claudiano, nacido en Alejandría y cultivador de la literatura griega, fue entre los años 394 y 404 poeta oficial de la corte de Arcadio y Honorio, protegido por Estilicón; logró dominar la versificación latina, en la que tuvo por modelos a los clásicos. Claudiano es un fervoroso admirador de la pretérita gloria de Roma, cuyos valores, virtudes y estilo pretende hallar en la decadente corte a la que se encuentra vinculado; escribe poemas sobre temas mitológicos, como el rapto de Prosérpina, poesías ocasionales laudatorias y aparatosamente solemnes, epigramas con agudeza e intención. En conjunto la obra de Claudiano semeja un hábil y barroco remedo de los antiguos líricos latinos, si bien su condición de poeta áulico hace que en ciertos aspectos parezca un escritor medieval.»
Su Elogio a Serena, que no ha llegado íntegro a nuestros días, nos puede interesar también por otro motivo: el panegírico de Hispania, origen de ella y de su familia. Ramón Menéndez Pidal, en su Universalismo y nacionalismo, romanos y germanos (Introducción al tomo III de la Historia de España que dirige), la compara con la conocida Laus Spaniae de Isidoro de Sevilla: «Esta férvida Laus Spaniae se inspira, a mi ver, principalmente en la Laus Serenae de Claudiano… Isidoro, con su vaga mención de la riqueza de España en príncipes y gentes, nos impresiona menos que Claudiano con sus precisas alusiones a los augustos hispanos; es que Isidoro tiene el mal acuerdo (lo mismo en todo su relato histórico) de buscar elevación o elegancia en la vaguedad, huyendo la individuación de personas y lugares; no estima, como Claudiano, el alto valor poético de lo concreto.»
Presentamos el original latino y la esmerada traducción que Luis María Ramírez y de las Casas-Deza publicó en la revista El mundo pintoresco del 7 de octubre de 1860.
Díptico de Estilicón, Serena y su hijo Euquerio (hacia el año 400). |
lunes, 5 de diciembre de 2022
Concilio IV de Toledo (633)
Tremis de Sisenando |
En la Introducción al tomo III de la gran Historia de España que dirige, Ramón Menéndez Pidal subraya la importancia de las ideas políticas de Isidoro de Sevilla: «Esta concepción de San Isidoro era participada por todos. La patria y los godos son dos cosas inseparables; Gothorum gens ac patria es la expresión corriente, lo mismo en las leyes que en los cánones, para significar el interés general del Estado. En esta edad germanorromana el universalismo imperial desaparece, quedando sólo representado por el universalismo eclesiástico, y surge un sentimiento contrario: el nacionalismo político y cultural. Los germanos son los que suelen dar nombre a estos círculos nacionales nuevos: Anglia, Francia, Burgundia, Lombardía…; España está a punto de ser una Gotia si no es porque Ataúlfo dijo que no quería que eso sucediera; pero aunque el rasgo fisonómico más saliente de los nuevos países es germánico, el sentimiento nacional es una creación románica.»
Pues bien, tras el decisivo Concilio III de Toledo este proceso culminará en el IV, convocado en 633 para solucionar una de las frecuentes crisis políticas. Suintila había sido depuesto por Sisenando, con ayuda militar de los francos, y el nuevo rey de los godos ―nos cuenta Juan de Mariana en su Historia general de España― «como persona discreta advirtió que, por estar los naturales divididos en parcialidades y quedar todavía muchos aficionados al partido contrario, corría peligro de perder en breve lo ganado si no buscaba alguna traza para acudir a este peligro. Parecióle que el mejor camino sería ayudarse de la religión y del brazo eclesiástico, capa con que muchas veces se suelen cubrir los príncipes y aún solaparse grandes engaños. Juntó de todo su señorío como setenta obispos en Toledo con voz de reformar las costumbres de los eclesiásticos, por las revueltas de los tiempos muy estragadas; mas su principal intento era procurar que el rey Suintila fuese condenado por los padres como indigno de la corona, para que los que le seguían y de secreto le eran aficionados, mudado parecer, sosegasen (…) Lo que se pretendía con este decreto, y a que todo lo demás se enderezaba, era asegurar en el reino a Sisenando, y junto con esto para lo de adelante dar aviso que ninguno imitase ni se atreviese a hacer locuras semejantes.»
Lo que respondió inicialmente a un intento de remediar un conflicto determinado, acabará por tomar una importancia decisiva. Así lo explica José Orlandis, en su Época visigoda (409-711): «El canon 75, último de los promulgados por el concilio, tuvo extraordinaria importancia y puede considerarse como el fundamento de la constitución política del reino. El carácter notoriamente excepcional que en la España del siglo VII se atribuía a este decreto lo resalta el hecho de que el quinto concilio toledano ordenase que en todos los concilios que se celebrasen en lo sucesivo fuera preceptiva la lectura de aquel texto, para que su memoria no se perdiera con el paso del tiempo. El canon del cuarto concilio toledano debía ser ―así se pretendió― la ley fundamental de la Monarquía católica y el texto constitucional por el que los principios doctrinales isidorianos se plasmaban en la realidad política. La finalidad perseguida por el decreto conciliar era, según sus propias palabras, fortalecer el poder de los monarcas y garantizar la estabilidad de la gens gothorum ―el pueblo de los godos― frente a las infidelidades y traiciones, tantas veces reiteradas en tiempos pasados. Como fundamento del deber moral de respeto y obediencia a los reyes, se aducen aquí unas razones de índole religiosa, que eran las apropiadas para la monarquía electiva y sacral que se trataba definitivamente de instituir.»
Sin embargo Chris Wickham, en su El legado de Roma, señala que «las leyes sobre la sucesión legítima dictadas por el cuarto concilio de Toledo en 633, por ejemplo, casi nunca se cumplieron. Pero los textos legales, tanto seculares como canónicos, eran moneda corriente en la práctica política hispánica. La gente (al menos cuando se trataba de obispos o aristócratas) sabía de su existencia; e incluso los reyes, si no disponían de apoyos lo bastante fuertes… podían verse atrapados por ellas. Esto indica una diferencia con respecto al estilo de la política franca [y de los otros reinos germánicos, añadimos]: en la Hispania visigoda, como también en menor medida en la Italia lombarda, los principios legales representaban importantes puntos de referencia; lo mismo había ocurrido en el imperio tardorromano, un imperio del cual, en ciertos aspectos, visigodos y lombardos distaban menos que de los francos.»
Códice Albeldense |
lunes, 28 de noviembre de 2022
Pedro Bosch Gimpera, España, Para la comprensión de España, y otros textos
En 2010, Jon Juaristi escribía un interesante artículo, algunos de cuyos párrafos nos sirven para presentar la obra de esta semana: «En septiembre de 1937, Pere Bosch Gimpera, a la sazón conseller de Justicia de la Generalitat catalana y rector de la Universidad de Barcelona, de la que era catedrático de Prehistoria, pronunció en el paraninfo de la Universidad de Valencia la lección inaugural del curso académico. Valencia era entonces, fuera de toda discusión, la capital cultural de la República. No hacía dos meses que se había inaugurado, en su Ayuntamiento, el Segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, de modo que podía considerarse la lección de Bosch Gimpera como el acontecimiento más representativo de la política cultural republicana en el comienzo del nuevo curso. Nada se había dejado al azar. El conferenciante era, sin duda, después del propio presidente del Consejo de Ministros, la personalidad académica más conspicua del campo leal a la República, y, además, catalán, un rasgo importantísimo en aquella coyuntura, cuando el territorio controlado por el Gobierno se reducía prácticamente al Madrid sitiado, a Valencia y a Cataluña. Por otra parte, el acto contaba con la presencia del, para entonces, muy disminuido presidente de la República, figura sin relevancia académica, pero de innegable prestigio como intelectual.
»Bosch Gimpera pertenecía a Acció Republicana de Catalunya, pequeña formación de sesgo federalista sin representación en el Gobierno de Negrín, aunque afín al mismo. Lo suficientemente afín, por lo menos, para que se pudiera encomendar al catedrático y conseller la elaboración de un texto que, con independencia de lo que tuviera de originalidad teórica, reflejase de algún modo el consenso alcanzado por el «gobierno de la victoria» tras los sucesos de mayo; es decir, tras la represión y neutralización de los partidarios de la revolución inmediata, anarquistas y trosquistas. Y lo cierto es que Bosch Gimpera consiguió adaptar sus teorías a lo que podría ser, en adelante, el denominador común de la visión de España en aquel entramado de fuerzas que comprendía a un sector de los socialistas, a los comunistas de observancia estalinista, algunos saldos del republicanismo histórico, y a nacionalistas vascos y de Esquerra Republicana. Se amparó en Azaña —que asistiría mudo y más bien pasivo a su disertación—, atribuyéndole una sustancial conformidad con sus propias ideas, pero este recurso se había convertido en un hábito de los restos del federalismo español desde 1932, cuando creyeron ver en los discursos de aquél sobre el Estatuto de Cataluña una afirmación de los principios federalistas, lo que estaba muy lejos de las intenciones de un jacobino bastante convencional. Sea como fuere, la lección de Bosch Gimpera trascendería su circunstancia histórica y sentaría un paradigma que todavía hoy domina en el medio académico, por no hablar de las ideologías políticas al uso.
»La lección trataba de España, de su identidad histórica y de sus distintas concepciones en la cultura española contemporánea. Bosch Gimpera reduce éstas a dos: la “ortodoxa” —tradicional y oficial—, y otra, vista en un tiempo como “subversiva”, que habría terminado por imponerse en el medio académico (y que en ese mismo momento, aunque eso Bosch Gimpera no lo dice, se consagraba como concepción oficial en el bando republicano, al contar con la aquiescencia silenciosa de Azaña). La primera, la “ortodoxa”, se caracterizaría por partir de “la idea dogmática de la unidad y cohesión esencial de España, como de un ente metafísico”. La segunda, por subrayar “la diversidad de los pueblos hispánicos”, la pluralidad constitutiva de lo español. Es obvio que semejante dicotomía se proyectaba sobre el conflicto bélico en curso, y que, si la concepción pluralista aparecía identificada con la República (a través de Azaña), la ortodoxa y unitaria se hacía implícitamente corresponder a los sublevados, que no se nombran en toda la lección sino a través de metáforas (la Monarquía, la Iglesia, la aristocracia, etcétera).
»Fatalmente, la traslación de lo que había sido un debate rico en matices y posiciones al plano de una dialéctica de confrontación entre la República y sus enemigos, reducía a dos toda la variedad posible (y real) de las interpretaciones historiográficas anteriores, de modo que Bosch Gimpera incluye en la historia “ortodoxa” tanto la versión tradicionalista o providencialista del pasado español como la liberal, y atribuye a la pluralista o “subversiva” orígenes tan aparentemente contradictorios como Pi y Margall, Prat de la Riba y Menéndez Pelayo, que habría descubierto la diversidad hispánica en su maestro, Milá y Fontanals (…) Y es que Bosch Gimpera ejercía, ante todo, de catalán o, más exactamente, de catalanista, y sólo en segundo lugar de republicano federal. La asimilación de esta última lealtad a la primera había sido un fenómeno frecuente en Cataluña desde los tiempos de Valentí Almirall, e iba a generalizarse a lo largo de ese curso académico 1937-1938 entre los partidos republicanos catalanes de la Generalitat, quizá a causa de la pugna entre dos gobiernos, central y autonómico, que, en la práctica, trataban de controlar un mismo territorio. En cualquier caso, la lección inaugural de Bosch Gimpera parte de algo parecido a una profesión de fe, tácitamente catalanista, en la inexistencia de la pretendida unidad nacional urdida por cabezas castellanas.»
Al discurso España (1937) comentado por Juaristi acompañamos en el aporte de esta semana el artículo Para la comprensión de España. Notas marginales a libros nuevos y viejos (1943), así como una serie de parlamentos de Bosch más breves e incidentales, pero en los que reaparecen los mismos planteamientos. Los motivan ocasiones muy diversas: la gubernamental «Fiesta de la Raza» (¡en la Barcelona de 1938!), un homenaje a Companys (1944), y los Jocs florals de llengua catalana (1957). Los dos últimos así como el artículo antes citado fueron publicados en México, donde se exilia tras la guerra civil. Concluimos con unos pocos fragmentos de la extensa e doblemente interesante entrevista (por su contenido y por lo que expresa de la época final del franquismo) que le hizo en París un joven Baltasar Porcel en 1971, y publicada, naturalmente en catalán, en Barcelona.
En todos estos textos se presenta y defiende una interpretación de la historia de España construida desde los presupuestos ideológicos del catalanismo: las auténticas realidades persistentes en el tiempo son los originales pueblos primitivos, cuya idiosincrasia y valores diferentes se han mantenido en lo esencial a lo largo de los siglos, a pesar de las superestructuras que en tantas ocasiones se les han impuesto. En realidad no es una visión excesivamente diferente, a pesar de lo que pueda parecer, de la que presentan sus oponentes noventayochistas y sus continuadores, que buscan el sentido de la realidad de España y se conduelen de ella: todos son, con su época, profundamente nacionalistas, y subrayan el carácter decisivo que en la nación reviste la lengua, ya sea el español, ya sea el catalán, el vasco o el gallego. Y en todos ellos hay un fondo de creencia, un juicio previo sobre lo que es la propia nación, que luego se racionaliza, se documenta y se quiere demostrar. Si el historiador o intelectual que reflexiona desde este libérrimo y subjetivo punto de partida lo hace con honradez, conocimiento e inteligencia, su obra mantiene valor, interés y atractivo: es el caso de Pedro Bosch Gimpera, y también de Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez Albornoz, Ortega y Gasset… No así cuando se convierte en un mero vehículo de agitación y propaganda.
lunes, 21 de noviembre de 2022
Ramón Menéndez Pidal, Lenguas y nacionalismos. Artículos y polémicas
Cuando en 1982 Diego Catalán presenta una nueva edición de Los españoles en la Historia, el prólogo de Menéndez Pidal al tomo I (1947) de la Historia de España que dirigió, originalmente con el expresivo subtítulo Cimas y depresiones en la curva de su vida política, subraya su carácter liberal, su pertenencia a la nacionalista generación del 98, y su relación con los trágicos enfrentamientos de los años anteriores, en España y en el mundo. Y concluye: «Pero en 1947 le pareció a Menéndez Pidal perentorio proponer unas bases para la reconciliación entre esas semi-Españas que, en el decenio anterior, habían intentado desembarazarse la una de la otra. Con un optimismo que pocos compartían por entonces, creyó posible superar “el siniestro empeño de suprimir al adversario” y pretendió convencer a las dos mitades de España de la necesidad de huir de extremosidades y reducir su lucha a la pugna natural de las fuerzas necesarias a la vida de todo pueblo: tradición e innovación. Esta “España total”, “sin amputar su brazo izquierdo ni su brazo derecho”, que Menéndez Pidal proponía en 1947 (reafirmando su vieja fe en un concepto progresista de la “tradición”, sonaba en aquel entonces como una visión utópica, sospechosamente teñida de nacionalismo para la España del exilio, subversiva para la España sin problema».
Presentamos esta semana una pequeña colección extraída de la ingente y capital obra de nuestro autor: principalmente artículos de prensa con los que quiere informar, puntualizar e influir en la sociedad, respecto al problema que cada vez resulta más conflictivo, de la convivencia de las lenguas españolas y la emergencia de los nacionalismos particularistas. Considera el bilingüismo un fenómeno natural y predominante por todo el mundo, y procura aunar la defensa del español con el conocimiento y defensa de las lenguas regionales. Sus títulos son suficientemente expresivos: El catalán y los catalanistas. Cataluña bilingüe (1902), La expansión del castellano. Lo que fue y lo que será en Cataluña (1916), La lengua española (1918), Federarnos es algo parecido a divorciarnos, Personalidad de las regiones. Sobre la supresión de la frase “nación española”, Más sobre la nación española (los tres de 1931).
Y con ellos, su discurso en el Homenatge als intel·lectuals castellans (1930) en Barcelona, el momento en el que, tras la dictadura del general Primo de Rivera, más próximos (afectiva, aunque por los resultados no efectivamente) se mostraron los intelectuales catalanes y los del resto de España. Pero junto con la toma de postura y los ocasionales aplausos, la polémica. Menéndez Pidal será contestado con artículos y cartas privadas por parte de numerosos publicistas, en tonos muy variados: Arturo Masriera, Jaume Massó Torrents, Antoni Rovira y Virgil, Francesc Pujol… Incluimos algunos textos, y las respuestas y argumentos de Menéndez Pidal. Concluimos con un pequeño fragmento del ensayo antes citado, Los españoles en la historia.
lunes, 31 de octubre de 2022
Charles Van Zeller, Guerra civil en España. Esbozos y recuerdos
«Durante la Primera Guerra Carlista un buen número de ingleses visitó España, unos como simples viajeros o aventureros y otros como corresponsales de guerra o combatientes en uno u otro bando. España, sus paisajes, monumentos, tipos y costumbres, y también la Causa por la que se desangraba –la legitimidad o el liberalismo- tenían un atractivo irresistible para aquellos viajeros o militares románticos. Algunos de ellos, dotados de un mayor o menor talento artístico, pero haciendo siempre gala de sus dotes de observación, plasmaron con el lápiz o el pincel sus impresiones del país y también de la guerra que lo devoraba.» Javier María Pérez-Roldán ha publicado recientemente en el blog del Museo Carlista de Madrid un interesante estudio sobre el joven luso-británico Charles Van Zeller (1811-1837), a pesar de su juventud participante en las dos guerras civiles, portuguesa y española, y del que entresacamos algunos párrafos.
«Carlos van Zeller (también escrito como Vanzeller), nació en Londres, el 31 de julio de 1811. Fue bautizado el 1 de agosto de 1811 en la Real Capilla Portuguesa de Londres... A pesar de su nacimiento, fue siempre ciudadano portugués. Su familia era natural de Rotterdam (Países Bajos), eran católicos, y alcanzaron gran influencia social en la vida portuguesa del siglo XVIII.»
«En 1831, ilusionado con la proyectada expedición de don Pedro I de Brasil y IV de Portugal y la formación de un batallón de extranjeros, decide participar en la guerra civil portuguesa… Asciende a alférez, y el 1 de diciembre a teniente. El 21 de diciembre embarcó para las Azores, y el 8 de julio de 1832 participó en del desembarco de Mindelo (en el que intervinieron 60 navíos y 7.500 hombres) que permitió la toma de Oporto el 9 de julio de 1832, pasando a soportar el asalto a la ciudad por las tropas miguelistas el 29 de septiembre de 1832 y el subsiguiente asedio… El 5 de septiembre de 1833 nuestro biografiado se distingue en las líneas de Lisboa. El 11 de enero de 1834 pasa al Regimiento de Granaderos británicos al mando del coronel Daniel Dodgin, y allí, el 28 de mayo de 1834, asciende a major-graduado.»
«Por Orden del día nº 28, de 29 de junio de 1835, obtiene licencia de dos meses para pasar a Gibraltar con objeto de incorporarse a la División Auxiliar de España, y el 2 de septiembre de 1835 el Estado Mayor General le concede licencia ilimitada para servir en España a las órdenes del teniente coronel Joaquim Antonio Vélez Barreiros. Se unió a su nueva unidad en octubre de 1835, presentándose en Burgos. Desde entonces estuvo adscrito al Cuartel General, a las órdenes de Barreiros, al que acompañó en expediciones extraordinarias. Se encargó de hacer copias en inglés de múltiples oficios y de observar de cerca los movimientos de tropas en los días de combate. El 19 de mayo de 1836 Barreiros recibió la orden de hacer regresar a nuestro biografiado a Lisboa.
»No obstante Carlos van Zeller dilató la vuelta a Lisboa hasta después de las acciones de Arlabán del 21 al 24 de mayo, en la que fue herido Barreiros, y en la que nuestro biografiado recibió, por su conducta, la Cruz de Primera Clase de San Fernando. Finalmente está de regreso en Lisboa el 19 de julio de 1836... y luego volvió a España, visitando Murcia, Zamora, Valladolid, Burgos, Miranda y Vitoria. El 4 de marzo de 1837 solicita licencia por dos años. En ese mismo año parte para Mesopotamia, y desde el 25 de noviembre del año 1837 pasa a residir en Mosul, en la casa del Arzobispo Católico de Siria, Gregorio Flisa. Falleció en Mosul, el 4 de diciembre de 1837, en brazos del padre José Khandi, tras recibir los últimos sacramentos.»
Meritorio pintor, aunque se presente a sí mismo sólo como aficionado, publicó en enero de 1837 en Londres doce litografías realizadas por James William Giles y W. R. D., e iluminadas por J. Graf, a partir de algunos de sus dibujos y acuarelas de la guerra carlista. El título es expresivo: Civil War in Spain. Characteristic sketches of the different troops, regular and irregular, native and foreign, composing the armies of Don Carlos and Queen Isabella, also various scenes of military operations, and costumes of the spanish peasantry, by Major C. V. Z. attached to the Staff of the Queen’s Army. Y en ese mismo año, último de su vida, se publica en París otra colección de sus estampas: Sketches and remembrance of the Carlist Army / by Major Charles Vanzeller = Esquisses et souvenirs de l'Armée Carliste / par le Major Charles Vanzeller.
«Tanto va ser faccioso como cristino. Don Carlos no pierde, la Reina no gana, nosotros comemos, y el pueblo lo paga.» |
lunes, 24 de octubre de 2022
Antonio Pirala, Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista
España entra definitivamente en la edad contemporánea en 1808 con el motín de Aranjuez, el primero de los numerosísimos golpes de estado que ―exitosos o fallidos― van a repetirse durante dos siglos, hasta el reciente de 2017. En resumidas cuentas, todos persiguen lo mismo: la sustitución de un sistema de administración y gobierno del estado por otro distinto, con mayor o menor violencia, pero siempre conculcando la constitución, leyes y valores existentes. Las justificaciones serán múltiples, al igual que los proyectos que se trazan, pero todos son deudores del dominio de las ideologías todavía hoy patente. Sus respectivos autores están convencidos de que verdaderamente representan al pueblo, a la nación, al bien más elevado, y por ello tienen derecho (y obligación) a imponerse por la fuerza a los refractarios, que por serlo merecen el destino que se les reserva.
Tras la guerra de la Independencia, con su doble revolución nacionalista-tradicional por un lado y liberal-secularizadora por otro, y los desgarradores bandazos del reinado de Fernando VII, el enfrentamiento y fractura de estos mimbres se hace total durante la minoría de edad de Isabel II, con la primera guerra carlista y la definitiva revolución liberal. A partir de entonces cristalizará una violencia dominante, patente o subterránea, que lleva a Julián Marías (España inteligible. Razón histórica de las Españas, Madrid 1985) a sostener que «en el fondo del alma de los españoles empieza a germinar la sospecha de que su país esté hecho de una sustancia explosiva, pronta a estallar en violencia. Los que no se sienten inclinados a ella sienten temor y, lo que es más grave, cierta repugnancia. Por un mecanismo que es muy parecido al inspirador de la leyenda negra, esta impresión se generaliza: más allá de los hechos concretos que podrían justificarla, se extiende a toda la realidad española. Se empieza a pensar que España es eso, violencia, siempre dispuesta a desatarse (…) Las máximas violencias del reinado de Fernando VII, tanto contra los liberales desde 1814 como contra los realistas desde 1820 y nuevamente contra los liberales después de 1823; la matanza de los frailes en Madrid en 1834, las ferocidades de la guerra carlista, son a la vez planeadas y explosivas. Es decir, revelan una posibilidad de manipulación que, una vez desatada, no se puede refrenar. Esto es lo que determina una actitud de temor en la sociedad española —independiente de la frecuente valentía de sus individuos—, que es el factor negativo más importante de la historia contemporánea.»
Pues bien, a mediados del siglo XIX Antonio Pirala (1824-1903) publica esta exhaustiva obra, de indiscutible valor, sobre la primera guerra carlista. Persigue el rigor y la imparcialidad: el primero incluyendo la ingente documentación que ha coleccionado (actualmente en la Real Academia de Historia); la segunda con un propósito explícito: «Sin pasiones políticas, sin odio en nuestro corazón, sólo amamos a nuestra patria y aborrecemos el crimen, con el que jamás transigiremos. Sin compromisos políticos, sólo la razón guiará nuestra pluma. Todos los hombres son iguales para nosotros, y ante nuestro criterio pasarán, no como las figuras de una linterna mágica, cuya óptica les engrandece, sino como los actores que, en pleno día, y a la brillante luz del sol, se presentan en la escena pública, a revelar por sí mismos sus más íntimos sentimientos.» Ahora bien, a pesar de sus intenciones, la Historia de la guerra civil es una obra de parte, aunque no de partido, en la que se asume como punto de partida una determinada ideología. Es interesante observar los cambios de tono a la hora de narrar los constantes desmanes que se llevan a cabo en los dos bandos; cómo se justifican, aunque se lamenten, determinados crímenes, excesos y discriminaciones; cómo se asume como inevitable un resultado de los acontecimientos acorde con la evolución del espíritu de los tiempos.
Pedro Rújula en El historiador y la guerra civil. Antonio Pirala (Ayer 55/2004: 61-81) pone de manifiesto que «Antonio Pirala... era un joven que se movía en los ambientes del partido progresista y que participaba con entusiasmo de la cultura del liberalismo, de ahí que todo ello apareciera convenientemente integrado entre las preocupaciones, los temas y la retórica propios de los liberales del momento (...) Pirala participaba de los presupuestos del liberalismo de su época e incluso, afín a los círculos del progresismo, era un defensor de la revolución como instrumento para el avance de los pueblos. Nosotros asentaremos ―afirmaba―, con perdón de los pesimistas, que las revoluciones han sido siempre el preludio de la ilustración de los pueblos: ellas les han precedido en su marcha regeneradora, y aunque parecían ser seguidas de principios disolventes, no lo eran sino de medios creadores para conseguir el fin a que aspira la sociedad.»
Recalca «su voluntad de abordar la guerra civil desde la perspectiva del liberalismo triunfante. La de Pirala era una interpretación del conflicto plenamente coherente con el régimen isabelino configurado en torno a la Constitución de 1846. El autor había manifestado la voluntad de situarse alejado de cualquier partidismo, pero no en el contexto de la guerra, que hubiera implicado buscar un punto de equilibrio entre el liberalismo y el carlismo, sino en el momento en el que se disponía a escribirla. Desde esta perspectiva podía considerar la revolución liberal como un elemento determinante y positivo, en el desarrollo de la nación española, sin equipararla en ningún caso a la defensa del absolutismo. Con la misma coherencia, el carlismo que aceptó la transacción en Vergara era tratado de manera condescendiente y comprensiva, puesto que terminaría por reconocer el orden isabelino fundiéndose así en el conjunto de la nación que pretendía construir el liberalismo. No sucedía lo mismo con la facción carlista seguidora de don Carlos que rechazó el acuerdo; ésta será censurada y expuestos todos sus defectos, generando así el efecto de aparecer como la depositaria de todas las perversiones. Su derrota no sólo significaría el fin del la guerra, sino la extinción del error, abriéndose con ello el camino para el entendimiento en el contexto del liberalismo moderado.»
Fusilamiento de la madre del general Cabrera, narrado en el tomo III. |
lunes, 17 de octubre de 2022
Plinio el Viejo, Hispania antigua en la Naturalis Historia
En el tomo VII de las Fontes Hispaniae Antiquae (Barcelona 1987) escribía Virgilio Bejarano: «Gayo Plinio Segundo (23-79 d. C.) nació en Novo, municipio de Como en la Galia Cisalpina, en el seno de una hacendada familia del orden ecuestre. Estudió en Roma. Hizo el servicio militar en las dos Germanias. Después, durante bastantes años, simultaneó su dedicación a los estudios con la actividad forense y con la enseñanza privada como gramático y rétor. En los últimos años del reinado de Nerón se encontraba en Judea con un alto cargo en el ejército y, en 68-69, fue subgobernador de Siria. En los años siguientes desempeñó una serie de ‘procuraciones continuas’ en la Galia Narbonense, en África, en la Hispania Tarraconense y en la Galia Bélgica. Luego, en Roma, estuvo un poco de tiempo al frente de uno de los ‘oficios’ del gabinete imperial. Nombrado prefecto de la flota de Miseno, le sorprendió en este cargo la terrible erupción del Vesubio del año 79 y, por haberse acercado demasiado al volcán con el doble objeto de prestar ayuda y de contemplar de cerca la erupción y así poder estudiarla mejor, encontró la muerte, causada probablemente por un ataque al corazón y no por asfixia, el 24 de agosto, día de su cumpleaños, en Estabias, cerca de la villa de Pomponiano. Los detalles de la muerte de Plinio el Viejo son bien conocidos gracias a una carta de su sobrino Plinio el Joven (Epist. VI 16) dirigida al historiador Tácito.
»Plinio el Viejo, en medio de su ininterrumpida actividad como funcionario militar y civil y como abogado y maestro, según las circunstancias, encontró siempre tiempo para la dedicación a todo tipo de estudios: su deseo de saber era insaciable, sus lecturas muy amplias y la documentación acopiada riquísima. Plinio el Joven, en una carta a Bebio Magro (Epist. III 5), bosquejó el catálogo de las obras de su tío, casi todas ellas extensas y de gran empeño. Tres de estas obras, desgraciadamente perdidas, eran de carácter técnico y, a la vez, exponentes de la variedad de conocimientos teóricos y prácticos de su autor. El De iaculatione equestri liber era un tratado sobre el lanzamiento de la jabalina por el soldado de caballería escrito cuando Plinio era muy joven; los Studiosi libri III eran una introducción muy erudita a los estudios retóricos, y los Dubii sermonis libri VIII consistían en un copioso repertorio de palabras de difícil y discutida morfología u ortografía. Más lamentable todavía, si cabe, es la pérdida de dos grandes obras históricas de Plinio: los Bellorum Germaniae libri XX, inencontrables ya en tiempos de Símmaco, y los A fine Aufidi Bassi libri XXX, relato histórico de la treintena de años precedente a la muerte de Vespasiano, ocurrida también en el año 79.
»Por suerte, han llegado hasta nosotros los Naturalis Historiae libri XXXVII de Plinio el Viejo, que son sin duda el más voluminoso, completo y sistemático resumen del conjunto de saberes útiles y científicos de la Antigüedad. En efecto, en la Historia Natural están extractadas todas estas disciplinas: la Cosmología (libro II), la Geografía (libros III-VI), la Antropología (libro VII), la Zoología (libros VIII-XI), la Botánica (libros XII-XIX), la Medicina y la Farmacología (libros XX-XXXII), y la Metalurgia, la Mineralogía y la Historia del Arte (libros XXXIII-XXXVII). El libro I, precedido de una carta dedicatoria al emperador Tito, presenta, desglosado en los epígrafes de los correspondientes capítulos, el contenido de cada uno de los treinta y seis libros siguientes y la lista de los autores griegos y romanos de los que Plinio había obtenido su información.
»Los libros III-VI de la Historia Natural constituyen la Geografía romana más extensa y detallada. En el fondo se trata de una Corografía en cuya base, como en la de la obra de Pomponio Mela, está un periplo, aunque éste no es el mismo que el utilizado por Mela, ya que la descripción pliniana de la ecúmene antigua sigue un recorrido zigzagueante que forma cuatro bucles y, en cambio, la descripción pomponiana avanza formando dos círculos, el segundo envolvente del primero. La descripción de las tierras del mundo se hace en la Historia Natural por este orden: Hispania, Galia Narbonense, Italia y el Ilírico (libro III); Acaya, Tracia, Dacia, Germania y partes atlánticas de Galia y de Hispania (libro IV); Mauretania, África, Egipto, Arabia y Siria (libro V); Asia, el Ponto, Armenia, el Mar Caspio, Media, Carmania, la India, Mesopotamia y Etiopía Troglodítica (libro VI).
»La ‘teoría de las tres fuentes’ (Varrón, Agripa y Augusto) de los libros geográficos de la Historia Natural, formulada hace más de cien años y reafirmada a principios de nuestro siglo, pese a haber sufrido cierto eclipse durante algún tiempo, ha recobrado verosimilitud en la actualidad. Con todo, para determinadas cuestiones concretas, Plinio recurrió a otros autores tanto griegos como romanos, en ocasiones mencionándolos expresamente. Además, por haber estado en muy diversos lugares del Imperio Romano, en misiones militares y políticas, Plinio también se sirve de sus propios conocimientos y experiencias personales.
»El gran interés suscitado en la Antigüedad tardía, en la Edad Media y hasta en el mismo Renacimiento por la Historia Natural de Plinio el Viejo, por ser una inagotable cantera de conocimientos humanos de toda clase, se refleja en los aproximadamente doscientos manuscritos ―algunos, aunque incompletos, muy antiguos― en que se nos ha transmitido y en la media docena de ediciones impresas publicadas en los siglos XV y XVI después de la edición príncipe de F. Beroaldo (Parma 1476).
»Las noticias sobre Hispania Antigua que proporciona la Historia Natural de Plinio, unas, las de los libros geográficos, se presentan sistemáticamente organizadas, mientras que otras, las de los libros restantes, aunque casi siempre son interesantísimas, son más bien curiosidades desperdigadas a través de ellos. En todo caso, todas ellas se ofrecen aquí en un contexto lo suficientemente amplio para que resulte cada una de ellas inteligible por sí misma.»
lunes, 10 de octubre de 2022
Benvenuto Cellini, Su vida escrita por él mismo en Florencia
E. H. Gombrich, en su espléndida La Historia del Arte (numerosas ediciones desde 1950), nos presenta así a nuestro protagonista de esta semana: «Un artista típico de este período fue el escultor y orfebre florentino Benvenuto Cellini (1500-1571). Cellini relató su propia vida en un libro famoso que ofrece un retrato vívido y lleno de color de su época. Fue jactancioso, pendenciero y lleno de vanidad, pero no podemos tomárselo a mal, porque narra la historia de sus aventuras y hazañas con tanto ingenio que se diría, al leerlas, que se trata de una novela de Dumas. Por su vanidad y amor propio, así como por la inquietud que le llevó de ciudad en ciudad y de corte en corte, provocando querellas y conquistando laureles, Cellini es un auténtico producto de su tiempo. Para él, ser artista no consistía ya en constituirse en respetable y sedentario dueño de un taller, sino en un virtuoso por cuyo favor debían competir príncipes y cardenales.
»Una de las escasas obras suyas que han llegado hasta nosotros es un salero de oro que hizo para el rey de Francia, en 1543. Cellini nos lo cuenta con gran lujo de detalles. Vemos como desairó a dos famosos eruditos que se aventuraron a sugerirle un tema, y cómo realizó un modelo en yeso de su propia creación que representa a la tierra y el mar. Para que se viera que uno y otro se compenetran, entrelazó las piernas de las dos figuras: El mar en forma de hombre sostiene un barco finamente labrado que puede contener bastante sal; debajo puse cuatro caballos marinos, y a la figura le di un tridente. La tierra en forma de una hermosa mujer, tan graciosa como me fue posible. A su lado coloqué un templo ricamente adornado para poner la pimienta.
»Pero toda esta sutil invención resulta menos interesante de leer que la historia de cuando transportó el oro que le dio el tesorero del Rey y fue atacado por cuatro bandidos a los que él solo hizo huir. [O cuando se le aparecieron una miríada de demonios en el Coliseo romano, o cuando causó la muerte del condestable de Borbón durante el saco de Roma, añadimos por nuestra parte.] A algunos de nosotros, la elegancia suave de las figuras de Cellini puede parecernos un tanto afectada y artificiosa. Tal vez sea un consuelo saber que su autor poseyó toda la saludable robustez que parece faltarle a su obra. El punto de vista de Cellini es típico de los intentos infatigables y agotadores de crear algo más interesante y poco frecuente que lo realizado por la generación anterior.»
Respecto a la confección de su Vida, Cellini la justifica así en el párrafo con el que la inicia: «Todos los hombres de cualquiera condición que han hecho alguna cosa meritoria, o con tanta verdad que se asemeje al mérito, debieran escribir de su propia mano su vida, siendo verídicos y rectos; pero tan laudable empresa no debería comenzarse antes de haber transcurrido la edad de cuarenta años. Advertido de ello, ahora que ando por la edad de los cincuenta y ocho cumplidos y estando en Florencia, mi patria, acordándome de muchas adversidades que ocurren a quien vive, hallándome con menos de esos males que hasta tal edad haya tenido (aún me parece estar más contento de ánimo y sano de cuerpo que de aquí atrás); y recordando algunos placenteros bienes y algunos inestimables males, que, cuando los considero, maravíllome de asombro de haber alcanzado esta edad de cincuenta y ocho años, con la cual por la gracia de Dios, tan felizmente sigo adelante mi camino...»
Benvenuto Cellini, Salero, 1543. Oro cincelado y esmalte sobre base de marfil, 33,5 cm de largo; Museo de Arte Histórico, Viena. |
lunes, 3 de octubre de 2022
Propaganda y doctrina. Editoriales y otros textos de la revista Escorial (1940-42)
Dionisio Ridruejo |
El destacado historiador Fernando García de Cortázar, recientemente fallecido, publicaba en el diario ABC del 27 de febrero de 2016 el siguiente artículo, con el título La revista Escorial:
A fines de 1940, arrancaba una de las revistas imprescindibles de la inmediata posguerra, publicada por un grupo de intelectuales falangistas liderado por Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo. Llegaron a editarse algo más de sesenta números, con periodicidad mensual. Pero corresponde a los primeros su mayor expresividad al servicio del rescate y renovación de la cultura española. En ese instante trágico de Europa, Falange promovía con «Escorial» una empresa de dudosa pulcritud política, aunque de irreprochable consistencia moral. Para sus editores, el falangismo devolvería a la nación en ruinas la prestancia de una profunda regeneración. Y esa tarea había de emprenderse en el campo intelectual, que Ridruejo o Laín asumían como continuidad de lo que la violencia decidió en la guerra civil, como encuentro de las armas y las letras. A otras publicaciones, en especial a la «Revista de Estudios Políticos», había de corresponder la elaboración y difusión del mensaje ideológico del nuevo Estado. Otras instancias se encargarían de labores de propaganda. Pero «Escorial» aspiraba a algo que nunca logró: hacer de ese campo del espíritu un indispensable primer territorio de reconciliación de quienes se sintieran españoles.
«El primer objetivo de nuestra Revolución es rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la Patria y poner a esa unidad ―de modo trascendente― al servicio de un destino universal y propio». Para ello, se deseaba escapar de una visión partidista, aun cuando la guerra civil hubiera sido una necesaria toma de partido, para evitar la disolución nacional en manos de intereses foráneos. Llegada la hora de la victoria, «convocamos aquí, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición». Que esta gavilla de falangistas pretendiera que el ideario y el régimen del 18 de julio de 1936 representaran el único cauce para continuar siendo español, muestra el reverso del «liberalismo» que a veces se les ha achacado.
En 1940, ni siquiera esta pequeña vanguardia de intelectuales negaba su afán totalitario, su deseo de ver todas las maneras de sentir España bajo las alas del proyecto falangista. Resulta imposible separar las rectas intenciones de tan selecto grupo de su consciente compromiso con el fascismo. Incluso los más honestos solo podían comprender el horizonte de nacionalización de la cultura a través de una doble tarea de integración y depuración.
Buena muestra de ello fue el primer número de la revista. Menéndez Pidal colaboró con su enérgica defensa de los valores de servicio a la monarquía y de voluntad evangelizadora de la conquista de América. José Corts Grau identificó las reflexiones renacentistas de Luis Vives con el sentido imperial del nuevo régimen. Eugenio Montes salió al paso de la deshumanización provocada por la autonomía de la técnica en la sociedad industrial. El marqués de Lozoya escribió una furiosa y burlona caricatura de Erasmo. Laín comenzó sus reflexiones sobre la singularidad cristiana de la medicina. Poemas de Adriano del Valle, Juan Panero y José María Alfaro llenaron, con desigual fortuna, las páginas dedicadas a la lírica.
Sin embargo, el artículo que había de señalar con más claridad el filo de la navaja moral sobre el que caminaban las intenciones nacionalizadoras de «Escorial» fue el texto de Ridruejo dedicado a Antonio Machado: «El poeta rescatado». La mezcla de amor y resentimiento, de reproche y alabanza, de injuria a la causa política de los vencidos y compasión por el drama personal de los derrotados, expresaba la severidad de una conciencia revolucionaria que solo entendía la reconciliación de los españoles mediante la más dura legitimación del 18 de julio. Que fuera imposible entenderlo de otro modo a la altura de 1940 nadie puede negarlo. Pero nadie puede negar tampoco que ese anhelo de construir la cultura de los españoles sin privilegio alguno de bando escogido resultara una ilusión ingenua y candorosa. Ridruejo parecía preguntarse cómo era posible que un español honrado hubiera podido oponerse a algo tan obviamente justo como Falange . En su actitud latían aún aquellas angustiosas palabras de José Antonio en su testamento, cuando manifestaba que una de las causas fundamentales de la guerra civil residía en que los buenos españoles no hubieran querido escuchar el mensaje falangista.
El elogio de Machado, considerado por Ridruejo el mejor poeta español desde el siglo XVII, se convertía en algo menos generoso al retratarlo, por sus ideas políticas, como un hombre ingenuo, incapaz de comprender la complejidad social que le rodeaba. Un individuo cuyo distraído deambular de sabio y su bondadosa credulidad hacían de él uno «de esos secuestrados morales», víctima propiciatoria por »la senilidad, el hábito de la incomunicación y una cierta incapacidad para el entendimiento del mundo real». En el momento de ruptura de España, personas como Machado habían sido objeto de instrumentalización indecorosa, de «negocio» ideológico a manos de «una minoría rencorosa, abyecta, desarraigada, cuyo designio último puede explicarse por la patología o por el oro». Frente a ellos, se alzó la «verdadera, recta y limpia violencia nacional» de quienes deseaban reparar las injusticias sociales sin destruir el espíritu de la nación . A esa generación salida del combate pertenecía, según Ridruejo, el poeta que erró en sus decisiones políticas, con tanta fuerza como acertó en la construcción lírica de la reivindicación del ser español. La terca melancolía regeneracionista de un hombre del 98 podía cancelarse en el tiempo de la posguerra, cuando amanecía una España «que va a merecer el alma de su verso como la fortaleza merece la caricia».
Con estos mimbres que sus propios gestores modificarían años después, iniciaba su andadura «Escorial». Sus contradicciones, su voluntad de sumar, su frustración ante la imposibilidad de hacerlo con tan enérgica línea de discriminación, forman parte esencial de los esfuerzos por levantar, sobre tanta sangre derramada, sobre tanta ilusión depuesta, sobre tanta carne diezmada de la patria, una idea generosa y reconciliada de España.
lunes, 26 de septiembre de 2022
Diego Abad de Santillán, Por qué perdimos la guerra
El hispano-argentino Sinesio García Fernández (1897-1983), más conocido por su nom de guerre como Diego Abad de Santillán, anarquista desde 1917 y dirigente en la FAI, recoge aquí sus memorias políticas de la guerra civil. Es una apresurada obra de propaganda y de justificación: propaganda de sus ideales y justificación de su conducta, patente desde el título de la obra (que luego se reutilizará en una difundida antología de textos de los vencidos en la contienda civil, recogida por Carlos Rojas). No pretende indagar entre los múltiples factores de los derroteros de la guerra, sino desvelar, juzgar y condenar, sin el menor asomo de duda, a los que considera los verdaderos responsables de la catastrófica derrota. Y es que para nuestro autor la guerra no sólo merecía ganarse, sino que debía y podía ganarse: sólo era necesario aplicar la receta invencible de la revolución social al modo de la FAI, la que se impuso en Cataluña y en Aragón en los primeros meses, que considera es la auténticamente querida por ese etéreo pueblo español al que están convencidos de representar todos los variopintos contendientes.
«Resumiremos, a través de este relato, tres de las causas fundamentales del desenlace anti-popular y anti-español de nuestra guerra, de las que se derivan las demás causas secundarias, y procuraremos desentrañar cual habría debido ser nuestra conducta práctica para evitar la tragedia en la dimensión que se ha producido.
»1.º La idiocia republicana, que encarnó, desde las esferas gubernativas de Madrid, la misma incomprensión de las monarquías habsburguesas y borbónicas ante las realidades populares y ante sentimientos regionales legítimos, como el de Cataluña, contra cuya iniciativa bélica y social se cuadró todo el aparato del Estado central, hasta reducir las inmensas posibilidades de esa región y entregarla, maltrecha y amargada, al fascismo. Cataluña pudo ganar la guerra sola, en los primeros meses, con un poco de apoyo de parte del gobierno de Madrid, pero este tuvo siempre más temor a una España que escapase a las prescripciones de un pedazo de papel constitucional y ensayase nuevos rumbos económicos y políticos, que a un triunfo completo del enemigo.
»2.º La política de no-intervención, propuesta y practicada por el gobierno socialista-republicano de Francia desde la primera hora, aprobada después por Inglaterra, y convertida en el mejor instrumento para sofocarnos a nosotros, mientras se proporcionaban al enemigo, abiertamente, los hombres y el material de guerra necesarios para asegurarle el triunfo. Esa farsa siniestra de la no-intervención, en la que acabó de morir, y no lo lamentamos, la Sociedad de Naciones, supo sacrificarnos despiadadamente a nosotros, pero no ha logrado evitar que Francia e Inglaterra, principales animadoras de esa burla sangrienta, tengan que pagar las consecuencias en la guerra actual, con millones de sus hijos y el sacrificio de todas sus reservas económicas y financieras.
»3.º Tan funesta como la no-intervención para la llamada España leal, fue la intervención rusa, que llegó varios meses después de iniciadas las operaciones; prometió vendernos material y, no obstante cobrarlo en oro, por adelantado, llegase o no llegase la carga a nuestros puertos, puso como condición de la supuesta ayuda la sumisión completa a sus disposiciones en el orden militar, en la política interior, en la política internacional, habiendo hecho de la España republicana una especie de colonia soviética. La intervención rusa, que no solucionó ningún problema vital desde el punto de vista del material, escaso, de pésima calidad, arbitrariamente distribuido, dando preferencia irritante a sus secuaces, corrompió a la burocracia republicana, comenzando por los hombres del gobierno, asumió la dirección del ejército, y desmoralizó de tal modo al pueblo que éste perdió poco a poco todo interés en la guerra, en una guerra que se había iniciado por decisión incontrovertible de la única soberanía legítima: la soberanía popular.»
Esta última es su gran bestia negra, el comunismo marxista, Stalin, y los que considera sus títeres socialistas, Negrín y Prieto, que considera han implantado una auténtica dictadura en la España formalmente republicana: «Mientras nosotros [los anarquistas] teníamos el pensamiento fijo en la guerra al enemigo de enfrente, sacrificándolo todo a la guerra, amparados por Rusia se movían, se organizaban y se complotaban los secuaces de una dictadura comunista, para los cuales, cualesquiera que fuesen las consignas públicas, no había más que un objetivo: desplazarnos por todos los medios de la posición dominante a que habíamos llegado por el amplio camino del más grande de los sacrificios. Mientras por un lado de la barrera se veneraba a Hitler y a Mussolini como encarnación suprema de un ideal de esclavización humana, por el otro se rendía idéntico culto a Stalin», «que no sabemos si ya entonces obraba de acuerdo con Hitler.»
Por lo tanto, «si por nuestra parte no habríamos sabido elegir entre la victoria de Franco y la de Stalin, por parte de la población políticamente indiferente, se prefería ya el triunfo de Franco, en la esperanza vaga de que lo haría mejor, de que el sufrimiento al menos no sería más duro y que las persecuciones y las torturas no serían más salvajes. Y por odio a la dominación rusa que se tenía que soportar en la España republicana, se minimizaba el hecho que del otro lado la dominación italiana y alemana no eran más suaves ni distintas esencialmente por sus procedimientos y sus aspiraciones.»
Naturalmente, este memorial de doloridos agravios es interesado, parcial o subjetivo, y deja de lado las especulares deudas que se deben hacer al autor y sus secuaces (que, de hecho, constituyeron sólo un sector de anarquismo, y enfrentado al mayoritario). Por ello, podemos concluir con lo que George Orwell señalaba en sus Recuerdos de la guerra de España (1942): «La lucha por el poder entre los partidos políticos de la España republicana es un episodio desdichado y lejano que no tengo ningún deseo de revivir en estos momentos. Lo menciono sólo para decir a continuación: no creáis nada, o casi nada, de lo que leáis sobre los asuntos internos en el bando republicano. Sea cual fuera el origen de la información, todo es propaganda de partido, es decir, mentira.»
Comité de milicias Antifascistas de Cataluña |