lunes, 26 de junio de 2023

Romualdo Nogués, Aventuras y desventuras de un soldado viejo natural de Borja

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Hay épocas, más o menos largas, en las que las sociedades aparentemente tienden a polarizarse en torno a dos o más posiciones enfrentadas, por motivos económicos o culturales (ideológicos, políticos, religiosos...). Son etapas de conflicto, de tensiones manifiestas, y en ocasiones de guerra civil. En ellas el protagonismo está en los extremos militantes que aun siendo por lo general minorías escuetas, con su agitación, propaganda y violencia, quieren movilizar y absorber a las mayorías templadas y pacíficas centradas en su vida privada: se les quiere obligar a tomar partido. Para ello los activistas se cargan de razones: el mero interés propio se reviste de ropajes morales que les justifican, y que al mismo tiempo demonizan hasta el extremo al contrario, y niegan la posibilidad de cualquier equidistancia, tan nociva o más como el enemigo… Y sin embargo, a estos tiempos de espasmo tienden a agotarse en sí mismos, y suelen continuarse en otros de marasmo (por utilizar las expresiones de Julián Marías.)

Romualdo Nogués, una vez concluida su carrera militar, y durante el marasmo de la Restauración, rememora su vida bajo el espasmo liberal. Vive de muchacho la primera guerra carlista (presencia la cincomarzada zaragozana) y participa como militar en la segunda (la guerra dels matiners) y la tercera. Y también en la de África, tomando parte en la batalla de Wad-Ras. Los continuos pronunciamientos y conflictos entre carlistas, moderados, progresistas, unionistas, demócratas y republicanos le producen un profundo rechazo de todos ellos, al considerarlos responsables del profundo deterioro de la sociedad española de su tiempo, y de la decadencia de la nación. En todos estos acontecimientos históricos su participación fue secundaria y tangencial: es uno más de la inmensa mayoría de españoles llevados de aquí para allá, en el flujo y reflujo de las luchas políticas. 

Sus memorias por tanto no son de esas que gustan dictar las primeras figuras de la vida política ―lo que yo dije, lo que hice, lo que yo ¡ay! pretendí...―, con las que buscan asegurarse un puesto soleado y amable en la historia, o por lo menos justificarse. Nogués no ha realizado grandes hechos, sus actuaciones, en la guerra y en la paz, no han influido bajo ningún concepto en el discurrir de los acontecimientos… Por ello nos cuenta meramente lo que ha visto como el espectador que ha sido; eso sí tamizado por su propio rechazo y desencanto ante tanta grandilocuencia, intereses egoístas y deshumanización. No esperamos profundas reflexiones. El soldado viejo se autopercibe, aunque sea irónicamente, como reaccionario, y su estilo parece querer ser, conscientemente, popular e incluso cuartelero. Sus memorias parecen ser una sucesión de anécdotas, chistes, chascarrillos, y cuentecillos baturros, pero que nos recrea la vida misma, tal como el autor la vivió o la recuerda.

En enero de 1894, poco antes de la publicación de estas memorias en la revista madrileña La España Moderna, otra revista, la zaragozana España Ilustrada, publicó una reseña de sus colaboradores, en la que se refería así a nuestro autor (posiblemente la nota fue redactada por el propio Nogués):

«Nacido en Borja en 1824, fue cadete y alférez de voluntarios de Aragón, teniente del Regimiento de Zaragoza, y en las que el general Nogués llama borricadas de Madrid de 1854, siendo capitán del Batallón de la Constitución, en la calle de la Libertad, un patriotero escondido noblemente y sin que nadie le hostilizara, con una sola bala le agujereó cuatro veces el pellejo inutilizándole la mano derecha, a la que desde entonces él, con suma seriedad, llama la mano de la libertad. Ha tomado parte en todas las guerras que ha habido en España, en la de África, en dos sitios y revoluciones, siempre sirviendo al gobierno constituido, y siempre siendo postergado en las recompensas o alabanzas, porque como no fue adulador ni conspirador, sólo le dieron aquello que no podían quitarle. Jamás ostenta condecoraciones ganadas en luchas civiles. Como buen patriota ama a España, pero odia a blancos y a negros. Es siempre del partido opuesto a la persona con quien habla.

»Su nota como escritor data de haber dudado una persona que no servía para la literatura, y ahí tenemos sus preciosos folletos Cuentos para gente menuda 1.ª, 2.ª y la 3.ª serie publicada en folletín en España Ilustrada; Cuentos aragoneses (1.ª y 2.ª serie), y el que tanta polvareda levantó en la villa y corte de Madrid Ropavejeros y anticuarios, libro en que se retrata perfectamente el estilo satírico y caustico del señor Nogués, más conocido con el sobrenombre de El soldado viejo natural de Borja

lunes, 19 de junio de 2023

Vicente de la Fuente, La sopa de los conventos

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El definitivo establecimiento del sistema liberal en España a partir de 1833 supuso la primera gran ruptura de los españoles (o mejor, de su clase política y de los grupos movilizados por aquella) entre partidarios y opositores al protagonismo de la religión en la vida social de pueblos y ciudades. Manifestación de este choque fueron el extrañamiento de clérigos y obispos, las matanzas de frailes, el cierre de la mayoría de los conventos y monasterios, la venta-reparto de sus bienes entre los simpatizantes acomodados del liberalismo, la patética figura del exclaustrado, y naturalmente la atroz guerra civil. En realidad, el proceso se había iniciado tiempo atrás, y cabe considerarlo como la transformación del viejo enfrentamiento entre regalistas y ultramontanos (la expulsión de los jesuitas bajo Carlos III, por ejemplo) en la lucha sin cuartel entre el liberalismo secularizador y el carlismo tradicionalista, con triunfo de los primeros. Ambos bandos estuvieron inicialmente dominados por los sectores más intransigentes: progresistas e integristas, respectivamente, pero desde uno y otro bando, o desde fuera de ambos, surgen numerosos intelectuales y políticos que promueven el acercamiento de las posturas tan contrapuestas, aunque sin abandonar las propias ideas ni la crítica de las acciones del contrario.

El catedrático y prolífico escritor Vicente de la Fuente (1817-1889) es un ejemplo de ello. Desde un estricto planteamiento católico publica La sopa de los conventos en el folletín del diario El pensamiento español de Madrid, en los primeros meses de 1868, cuando es patente la amenaza de una nueva radicalización liberal, expresada en la confluencia de unionistas, progresistas y demócratas en su rechazo al gobierno liberal moderado. Es una obra de combate, centrada en la defensa del papel benéfico y asistencial desempeñado por las viejas órdenes religiosas, y los patentes efectos negativos que tuvo su eliminación treinta años antes por parte de los liberales, que las motejaban como obstáculos tradicionales para el triunfo del progreso. El tono satírico y mordaz con el que contrapone los argumentos desamortizadores con sus resultados prácticos fue considerado «tan característico de suyo, que basta para estereotipar su personalidad y darle puesto entre los escritores festivos y los ingenios picarescos de nuestra patria.»

La opinión corresponde a Alejandro Pidal, en la laudatoria necrología leída en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1890. Allí caracterizaba así a nuestro autor: «Era don Vicente de la Fuente aragonés de alma y cuerpo todo entero, es decir, por nacimiento, por vocación y por naturaleza en la más lata acepción de esta palabra. Era el representante genuino del tipo del español rancio, católico por fe y por tradición, demócrata por costumbre, altivo por humildad, humilde sin humillación, chancero con reverencia, laborioso por vocación y por hábito, sencillo por carácter y educación, dado a llamar las cosas por su nombre, desenfadado en el estilo como catedrático y escritor, propenso a la sátira y al donaire, no siempre afortunado en él, y a veces, sin pretenderlo, tan elocuente que arrancaba lágrimas al corazón de su lector o su auditorio.»

Subrayó asimismo su tenaz independencia «basada en la humildad y en la ciencia, amante del progreso y de la tradición, enemiga de toda intrusión extranjera, desconfiada por experiencia y por instinto de todo procedimiento político...» Pero «colocado así entre los dos extremos del campo de batalla, tuvo la gloria de recibir los ataques combinados de todos ellos, y aunque como católico de profesión militó siempre en las filas cristianas, haciendo frente a las huestes racionalistas, triste es decirlo pero es justicia proclamarlo, que... (las heridas) las recibió, mientras peleaba en la brecha, de los que debían ser sus compañeros, por la espalda... No le perdonaron los fariseos, que no odian nada tanto como la idea de un Jesús que no haga la redención a caballo...»

En Clásicos de Historia ya hemos comunicado algunas de su muy abundante producción: la Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas en España y especialmente de la Francmasonería, los tres tomos con los que contribuyó a la monumental España Sagrada referentes a Tarazona-Tudela y a los titulares de iglesias in partibus infidelium, e incluso sus cinco juveniles colaboraciones en Los españoles pintados por sí mismos

Leonardo Alenza, La sopa boba (detalle)

lunes, 12 de junio de 2023

John Leech, Grabados de la Historia cómica de Roma

Autocaricatura

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Puede ser útil e interesante (que no es lo mismo) la labor de desmitificar los mitos. En la dedicatoria a los lectores de su difundida y popular Historia de Roma, fechada en 1957, Indro Montanelli escribía:

«A medida que esta Historia de Roma salía por capítulos en el Domenica del Corriere, comencé a recibir cartas cada vez más indignadas. Se me acusaba de ligereza, de derrotismo, y, por algunos, francamente de impiedad por mi modo de tratar un tema considerado sagrado. No me sorprendí, porque, en efecto, hasta ahora, para hablar de Roma, en italiano, no se ha usado más estilo que el áulico y apologético. Mas estoy persuadido de que precisamente por esto bien poco ha quedado en la cabeza del lector y que, terminado el bachillerato, entre nosotros casi ninguno siente la tentación de refrescarse el recuerdo de ella. No hay nada más fatigoso que seguir una historia poblada tan sólo de monumentos. Y yo mismo debí luchar no poco contra los bostezos cuando, cayendo en la cuenta de haber olvidado años ha todo o casi todo, quise volverla a estudiar desde el principio. Hasta que topé con Suetonio y con Dion Casio que, habiendo sido contemporáneos de aquellos monumentos, o por lo menos coevos, no alimentaban para con ellos un respeto tan reverente y timorato. Siguiendo sus huellas, acabé hojeando también todos los demás historiadores y cronistas romanos. Y fue como dar vida a la piedra. De golpe, aquellos protagonistas que en la escuela nos presentaron momificados en una actitud, siempre la misma, no de hombres, sino de símbolos abstractos, perdieron su mineral inmovilización, se animaron, se colorearon de sangre, de vicios, de flaquezas, de tics y de pequeñas o grandes manías; tornáronse, en suma, vivientes y verdaderos. ¿Por qué habríamos de tener más respeto a esos personajes que el que les tuvieron los propios romanos?»

Pues bien cien años antes, en la Inglaterra victoriana, Gilbert Abbott à Beckett (1811-1856) publicaba la Historia cómica de Roma desde su fundación a la caída de la República, con el viejo propósito de enseñar deleitando: se propuso presentar de modo entretenido, humorístico, ligero, aquel mundo clásico que constituía una auténtica columna vertebral de la educación humanística de las clases superiores, así como de las medias en ascenso. El autor se asoció una vez más con su habitual ilustrador, John Leech (1817-1864), que realizó diez grabados en acero a todo color, y un centenar de grabados en madera, animando visualmente, de una forma chispeante, los textos de À Beckett. Y aún hizo algo más. Echando mano al conocido recurso del anacronismo, transformó la antigua Roma, sus personajes legendarios o históricos, sus secundarios y extras, en un satírico trasunto de la Inglaterra victoriana.

Carolina Wazer, en su The Eternal Guffaw. John Leech and The Comic History of Rome (2015), pone de relieve que, aunque las imágenes seguían al texto, «a menudo, sin embargo, Leech usó sus ilustraciones para establecer conexiones explícitas y a veces crudas con la vida victoriana moderna. El tema del texto, que cubría la historia de Roma hasta la caída de la República, ciertamente se prestaba a establecer comparaciones con el Londres de mediados del siglo XIX... Roma mostraba entonces un crecimiento de la pobreza urbana, un auge de una intelectualidad urbana snob, y un desarrollo de lo que muchos vieron como una política abiertamente demagógica; en otras palabras, lo mismo que Leech regularmente incluía en las páginas del Punch» referido a Inglaterra. Incluso, considera esta autora, llegó más lejos en su crítica en esta obra que en la famosa revista satírica citada, de gran difusión en su tiempo.

Son muchos los ejemplos que se podrían citar: el ataque del populacho al corrupto Apio Claudio Craso resulta un trasunto de la revolución francesa (con gorro frigio incluido). Tiberio Graco resulta un político de clase alta que, por puro oportunismo, busca hacerse popular entre las clases bajas, y tocado con su chistera, pellizca amistoso la mejilla del bebé en brazos de su harapienta madre. El senado romano reproduce el Parlamento inglés, con sus chisteras, sus cigarros y sus miembros adormilados en sus asientos. Los guerreros galos son fieles copias de los coraceros franceses del segundo imperio. Un plebeyo (otra vez con el tocado republicano) realiza esta pintada: Libertas, æqualitas, fraternitas…

Los episodios ilustrados por Leech son bastante conocidos, y es fácil localizarlos en las obras sobre la Roma antigua que hemos incluido en Clásicos de Historia, especialmente en las historias de Tito Livio, Veleyo Patérculo, Plutarco, Salustio, Eutropio, los Varones ilustres

Addenda

El talante crítico de John Leech y su sentido social se expresa en otras muchas de sus obras, como en la que hemos incluido sobre estas líneas. Se publicó en la revista Punch el 15 de julio de 1843, con el título Sustancia y sombra. Parece ser el primer uso conocido de la palabra cartoon con el nuevo significado de imagen satírica o dibujo humorístico. Lo acompañaba el siguiente texto:

«Hay muchas personas tontas e insatisfechas en este país, que continuamente instan a los ministros a considerar las necesidades de la población pobre, bajo la impresión de que es tan loable alimentar a los hombres como dar cobijo a los caballos.

»Para satisfacer las opiniones de gente tan poco razonable, el Gobierno tendría que meter la mano en la alcancía. Pero preguntamos cómo se le puede exigir al Ministro de Hacienda que cometa tal acto de locura, sabiendo, como sabemos, que el saldo del presupuesto está sin duda en contra de ello, y que existen unos derechos tan justos y primordiales sobre él como las sumas que percibe el duque de Cumberland, el dinero permanente para la duquesa de Mecklenburg Strelitz y la pequeña cuenta del constructor para los establos reales.

»Concebimos que los Ministros han adoptado los mejores medios para silenciar este clamor injustificado. Han determinado considerablemente que como no pueden permitirse el lujo de dar a la desnudez hambrienta la sustancia que codicia, al menos tendrá la sombra.

»Los pobres piden pan, y la filantropía del Estado concede una exhibición.» (En referencia a la exposición de pinturas en Westminster Hall, durante el proceso de construcción del nuevo Parlamento.)

lunes, 5 de junio de 2023

José García de León y Pizarro, Memorias

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José García de León y Pizarro (1770-1835) fue un diplomático, alto funcionario y ministro durante los reinados de Carlos IV y Fernando VII que, en sus años finales cuando ya ha caído en desgracia, redactó las Memorias con las que parece quiso ajustar cuentas con todos sus contemporáneos, y que quedaron inéditas durante medio siglo. Miguel Ángel Ochoa Brun, en el tomo XI de su monumental Historia de la diplomacia española (Madrid 2017) se ocupa abundantemente de él, y lo enjuicia así: «Entre los importantes Ministros del Gobierno y diplomáticos de la época, nadie discutirá los méritos de Don José García de León Pizarro, asiduo personaje... impagable testigo de los sucesos, agudo aunque mordaz crítico de hechos de personas... habrá que decir que, eso seguramente sin merecerlo, Pizarro quedó aislado de cargos y honores desde 1818. No tuvo que ver ni con el régimen liberal ni con el subsiguiente absolutista. Malo fue para él que... “los liberales lo consideraron realista y los absolutistas lo acusaron de masón”. Para su desgracia se le atribuyeron ciertos panfletos de agudo carácter satírico ridiculizante de los políticos de sus días (el Tutilimundi y una Arlequinada diplomática).»

Una de sus amistades ―durante un tiempo― fue Antonio Alcalá Galiano, que en sus propias Memorias lo retrata así: «Una amistad que formé entonces (1810), y cuya duración fue bastante larga, aunque hubo de terminar en apartamiento y en pique, y si no en enemistad, poco menos, y que acabó en indiferencia, influyó en gran manera en mi vida y en mis opiniones, sintiendo yo su influjo más o menos en todo cuanto he pensado, dicho y hecho en épocas anteriores. Era el sujeto con quien contraje relaciones que vinieron a ser de estrecha intimidad don José García de León y Pizarro, conocido generalmente por este segundo apellido, y que entonces era secretario del Consejo de Estado, empleo de muy alta categoría. Era grande la diferencia de nuestras edades, contando él, a la sazón, cuarenta años, y yendo yo a cumplir los veintiuno. Uníamos, sin embargo, cierta conformidad de carácter, y la casualidad de que, habiéndonos encontrado en conversaciones de aquellas en que se mezclan y hablan los españoles con no corta dosis de familiaridad, aun conociéndose poco o nada, nos cobramos mutuo aprecio.

»Pizarro había empezado sus servicios, siendo muy joven, en la carrera diplomática, entrar en la cual había sido objeto de mis pretensiones, no abandonadas todavía enteramente. Después de pasar algunos años en Berlín y Viena, primero agregado a la legación y después como oficial de embajada, había venido a Madrid a la Secretaría de Estado, en edad en que aquellos días era raro ocupar un puesto estimado a la sazón de alta categoría y grave importancia. Continuando en su carrera, y habiendo servido algunos cargos fuera, sin dejar su plaza en la secretaría, había llegado a oficial mayor de la misma, según creo, siendo ministro don Mariano Luis de Urquijo. En la violenta caída de este personaje corrió peligro de ser envuelto; pero salió bien de tan mal paso, ayudado por la gran privanza cortesana de su madre, y por la suya propia, y usando de su destreza, acompañada de arrojo. Al fin había salido al empleo que tenía de secretario del Consejo de Estado, salida, según se decía entonces, de las ordinarias, y si no la mejor, poco menos.

»Gozaba de la reputación de agudo e instruido, y la merecía, siendo más claro su entendimiento y más vasta su lectura que lo que le concedía el general concepto. También pasaba, y no sin razón, por travieso y algo calavera, siendo chistosísimo en sus ocurrencias, originalísimo en su modo de ver las cosas y en la conversación, sobre todo cuando disputaba; muy dado a galanteos, y también a relaciones de no buena clase con mujeres de mala nota. Tenía y hasta afectaba rareza en el vestir, pecando por descuido, aunque no por desaseo, lo cual, con el tiempo, vino a convertirse en desaliño, llegando a hacerse famosa una capa suya, que en los principios de nuestra amistad empezó a hacerse notable. Pizarro, con todas estas cosas, gustaba mucho en la sociedad, y muy especialmente a las mujeres, aunque distaba bastante de ser bien parecido, siendo de estatura pequeña, de no buenas facciones y de vista torcida. Por esto gozaba del privilegio, o, mirándolo de otro modo, de la desventaja de ser llamado todavía Pizarrito, a pesar de sus cuarenta años. Entre los hombres tenía bastantes enemigos que le vituperaban de ligero y maldiciente, cualidad esta última que mal se le podía negar, aunque lo gracioso de su maledicencia hacía que fuese recibida con gusto.»

Lo acertado de esta última observación podemos comprobarlo con estos párrafos del propio Pizarro, en los que hace un durísimo balance de todos los primeros espadas con los que convivió en su prolongada vida pública:  «Cevallos, Caballero y Soler condujeron al último término el mando de Carlos IV; Infantado y Escoizquiz, con el mismo Cevallos, dejaron la Nación huérfana y a Fernando VII en manos de Napoleón el año de 1808; Álvarez Guerra y Luyando, igualmente insignificantes, auxiliados por los inutilísimos Argüelles, García Herreros y demás de la mayoría de Cortes, entregaron la Nación al despotismo de Eguía y Ugarte, en 1814, y San Carlos, Villamil, Ostolaza y Macanaz, sembraron la revolución y la ruina de Fernando en la época más brillante de su reinado. En 1820, el Duque de San Fernando, un Alós, Salmón y compañía, enterraron la autoridad de Fernando del modo más torpe. La pedante inutilidad de Argüelles, Castro y Valdés hicieron retrogradar la revolución; Bardají, el estúpido Pelegrín y el perverso Feliú pusieron en confusión todos los elementos sociales, y, en fin, el frívolo La Rosa, el egoísta Gareli, el necio Moscoso y el barbarón Balanzat, condujeron al Rey y a la Nación al mayor peligro en 1822, con síntomas cruentos, que tuvieron el éxito más deshonrible para la Nación, y más doloroso en 1823, bajo la dirección del bárbaro y estúpido San Miguel y compañía.

»En todos estos lances la Nación, el pueblo español se ha salvado a sí mismo, a pesar de la frecuente traición y continua estupidez de sus gobernantes. Desde esta época de la Restauración, Cea, Calomarde, el obispo de Tortosa, Pozo di Borgo, Alcudia, Zambrano, Ballesteros, asesorado por los abates, y no abates afrancesados, y los auxiliares de España, han ido conduciendo la Nación, por una lenta y fatigosa agonía, a la crisis de septiembre de 1832, de que la portentosa resurrección del Rey nos salvó: ahora se verá si San Fernando, Parsent, los afrancesados y los anilleros tendrán mejor suerte, ayudados por las elecciones que han hecho y con el magistral auxilio del grande hombre de Estado Cea. ¡Dios lo haga! Pero en el año de la administración de decepción y despotismo que siguió bajo Cea, Cruz y los despreciables Ofalia y demás (menos Martínez), han preparado el desorden del espíritu público y puesto a la Nación al peligro inminente de una guerra civil al morir el Rey, después de haberle robado el entusiasmo que produjo su resurrección de La Granja, y desacreditado y desairado a la Reina con su marido y con el público. Así estamos, 8 de octubre de 1833.»

Podemos considerar lo anterior como fruto del ostracismo en el que se encuentra desde 1818, pero su amargo desencanto no le impide anhelar la vuelta a la vida activa, si no como ministro, a lo menos como embajador… Lo observamos en la última parte de sus Memorias, meras anotaciones sin reelaborar, que realiza casi día a día durante el año 1833. Allí recoge todo tipo de rumores que le llegan sobre las luchas políticas, las interioridades de la Corte, antes y después de la muerte del rey, y los primeros compases de la guerra carlista.

La Secretaría de Estado todavía se encontraba en los bajos y covachuelas del Palacio Real.