Reproducimos el artículo de Antonio R. Rubio Plo publicado en el blog del Real Instituto Elcano, el 20 de febrero de 2019, con el título Las dos libertades de Benjamin Constant.
Hace doscientos años, el 20 de febrero de 1819, se dio a conocer uno de los más apasionados discursos en defensa de la libertad política. Lo pronunció Benjamin Constant de Rebecque en el Ateneo de París con el título De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Corría el reinado de Luis XVIII, y con él habían vuelto los Borbones a Francia tras la caída de Napoleón, aunque a este monarca no se le debería aplicar estrictamente aquella conocida frase de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord de que los Borbones no habían aprendido nada ni olvidado nada. La Carta otorgada de 1814 representaba una pequeña apertura hacia un sistema representativo, y en aquel 1819 la presidencia del consejo de ministros la ejercía Élie Decazes, promotor de un liberalismo moderado acosado por los enemigos de uno y otro signo, y patrocinador de un eslogan que se revelaría imposible: “Royaliser la nation et nationaliser les royalistes”, pues la Revolución Liberal de 1830 derribó a la vieja monarquía e instauró la de Luis Felipe de Orleáns, el “rey ciudadano”, bien acogido por Decazes y Constant.
Benjamin Constant fue toda su vida un hombre de contradicciones, sobre todo por el hecho de que llegó a apoyar a Napoleón al retorno de la isla de Elba en 1814, pues se mostró sorprendentemente confiado en que el emperador iba a dotar a Francia de un marco institucional en el que se combinarían legalidad y legitimidad. Era el mismo Constant que un año antes había publicado un enérgico alegato contra Bonaparte con el expresivo título de Del espíritu de conquista y usurpación, pero que luego pareció confiar en que el Acta Adicional a las Constituciones del Imperio, redactada por él mismo a petición del emperador, podría abrir el camino hacia un régimen representativo, con un reconocimiento de la libertad de imprenta y de la existencia de dos cámaras.
El discurso pronunciado hace dos siglos pretende llamar la atención sobre el concepto de libertad, una palabra muy utilizada en la arena política desde las revoluciones inglesas del siglo XVII y consagrada definitivamente por la Revolución Francesa, pero como bien expresaría Charles Dickens en una conocida novela, el sentido de la palabra libertad llegó a ser muy diferente en Londres que en París. La libertad de los antiguos conllevaba la mitificación de Esparta, Atenas o la Roma republicana, y había sido el modelo de los revolucionarios franceses. Constant no cita explícitamente a Maximilien Robespierre, pero está pensando en él y en su gobierno, pues además fue un político que no tuvo reparo en proclamar que “Esparta brilla como la luz entre unas inmensas tinieblas”, una frase pronunciada en mayo de 1794, cuando ya había enviado a su antiguo compañero Georges-Jacques Danton a la guillotina. Sobre este particular, Constant añadía: “Yo sé bien que se ha pretendido seguir de alguna manera las huellas de ciertos pueblos de la Antigüedad, como la república de Lacedemonia, por ejemplo, y de nuestros antepasados los galos, pero con muy poca exactitud”. Continúa diciendo que los lacedemonios o espartanos estaban dominados por una “aristocracia monacal”, la de los éforos que limitaban la autoridad de los reyes y que irían progresivamente acaparando los poderes ejecutivo y legislativo. Subraya que estos magistrados nunca fueron una barrera contra la tiranía, sino otra forma de la misma. Constant pensaba, sin duda, en el Comité Central de Salvación Pública, presidido por Robespierre, e integrado por hombres que se atribuían a sí mismos el más alto de grado de las virtudes cívicas, al tiempo que se arrogaban el derecho de vida y muerte. Se trata de un régimen opuesto al sistema representativo, preconizado por Constant, y que como han hecho otros regímenes posteriores, solía justificar sus actuaciones en base a lo extraordinario del momento. Una vez sometidos o eliminados los enemigos, podría proclamarse la llegada de una edad de oro con el reinado definitivo de la libertad y la justicia. La revolución jacobina ha sido, al igual que otras más próximas en el tiempo, teocrática y guerrera. Es el espejo de quienes viven la contradicción de elevar a la razón a la categoría de diosa, aunque practican métodos de irracionalidad en nombre de una ideología elevada al estatus de nueva y absoluta religión. Suele surgir así un nuevo modelo de tiranía, mucho más temible que las anteriores, si hacemos caso a la visión anticipadora de Denis Diderot al afirmar que el peor de los tiranos es el tirano virtuoso. Pese a las mitificaciones interesadas en las que prevalecen las ideologías sobre los hechos, en los sistemas políticos de la Antigüedad existe una falta de noción de los derechos individuales.
Junto a la libertad de los antiguos, hay que hablar de la libertad de los modernos, que Benjamin Constant define en términos magistrales: “Es el derecho de no estar sometido sino a las leyes, no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos: es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos: es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos: es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.
Podemos observar en este texto que nuestro autor no identifica la libertad de los modernos con la casi exclusiva dedicación de los individuos a sus asuntos privados. Esto sería el triunfo de una mentalidad individualista e insolidaria, la de los happy few, difundida por Stendhal, aquel gran admirador de William Shakespeare. Por el contrario, Constant se anticipa a Alexis de Tocqueville con esta advertencia: “El peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, no renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”. La mala comprensión de la libertad de los modernos desemboca en el debilitamiento de la sociedad civil, cuya existencia es la piedra angular de la verdadera democracia.
Benjamin Constant no era hegeliano. No pretendió hacer una síntesis de la libertad antigua y moderna, pues los derechos individuales pasan también por la participación en los asuntos públicos. Las dos libertades deben ir juntas. Pero, además, en el discurso de 1819 previene contra las promesas halagadoras de felicidad difundidas desde el poder. Lo importante es que el poder practique la justicia, pues ya se encargarán los propios ciudadanos de ser felices. El papel del Estado debe ir en otra línea: “Respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia, no turbando sus ocupaciones, (el Estado) debe, sin embargo, procurarse que consagren su influencia hacia las cosas públicas; llamarles a que concurran con sus determinaciones y sufragios al ejercicio del poder; garantizarles un derecho de vigilancia por medio de la manifestación de sus opiniones y, formándoles de este modo por la práctica a estas funciones elevadas, darles a un mismo tiempo el deseo y la facultad de poder desempeñarlas.”
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La Cámara de los Diputados en París hacia 1820. |