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lunes, 28 de febrero de 2022

Frederick Hardman, Escenas y bosquejos de las guerras de España

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En 1926, apenas ha echado a andar el medio siglo autoritario español (dictadura de Primo de Rivera, segunda República, Guerra Civil y dictadura de Franco), Gregorio Marañón inicia sus trabajos de tema histórico, luego tan abundantes, que se sumarán a sus predominantes tareas médicas y científicas. El fracaso del golpe militar comúnmente llamado la Sanjuanada, y a pesar de que no ha tomado parte en él, le ha deparado una considerable multa y una estancia de un mes en prisión, que aprovechará para traducir y publicar una parte de la obra que comunicamos esta semana, con el título El Empecinado visto por un inglés. En el prólogo se excusa «por esta incursión en un terreno extraño a mi actividad habitual. Con ello he querido descansar de una labor científica y profesional demasiado prolongada y buscar un esparcimiento más en las largas horas en que he gustado la áspera bienaventuranza de sufrir persecución por la justicia.» También valora así la obra:

«La lectura del volumen es, por de pronto, encantadora. Su autor demuestra un minucioso conocimiento de las cosas de España. Pero luego se echa de ver que es un extranjero, en el valor que da a los detalles pintorescos, que un ojo nacional no aprecia; y digámoslo también, en el complaciente amor con que se ocupa de nuestro país y de sus indígenas. El español, por muy patriota que sea, nunca llega a estos extremos de verdadera ternura. Somos hijos un poco ariscos con nuestra madre. Y es preciso leer la literatura extranjera sobre España para encontrar la delectación, el entusiasmo y la disculpa para todo lo español, sea bueno, regular o malo. Porque se ha hablado y se habla mucho de lo maltratados que somos por los escritores de otros países, lo cual es verdad: mas lo es también que España goza del privilegio de suscitar, al par que las opiniones más hostiles, los entusiasmos más fervientes. Yo tengo el achaque de leer libros extranjeros sobre mi país, y la impresión que domina a todos, cuando ya se conocen unas cuantas docenas, es ésta de la incapacidad del paisaje y de la vida de la península para suscitar opiniones ecuánimes. Es raro el viajero que ha traspuesto el Pirineo o ha desembarcado en nuestras costas sin venir provisto de un par de anteojos, que indefectiblemente son o de color negro o de color de rosa.»

La obra que presentamos es principalmente literaria, y está compuesto por numerosos cuadros, parte de los cuales ya había publicado en la prensa inglesa. La primera mitad se centra ante todo en las proezas de uno de los más famosos guerrilleros de la guerra de la Independencia, el Empecinado; en la segunda narra diversas hazañas bélicas o novelescas de la guerra carlista, en la que participó el autor. Sólo en el último capítulo, más extenso, interviene Hardman en la acción, como era de esperar en una obra que se dice fruto de su propia experiencia. El mismo autor se cura un tanto en salud, al señalar que «las escenas descritas en las páginas siguientes no deben considerarse meras ficciones.» Y sin embargo es la ficción lo que predomina: la España tópica que podían reconocer sus lectores, reafirmándole en sus prejuicios o ideas previas: fiera, vengativa y atrasada, y al mismo tiempo valiente, generosa y enamorada. En suma, un romanticismo aventurero apto para ser consumido un día de pertinaz niebla, bien retrepado en una cómoda butaca: carlistas sanguinarios, clérigos fanáticos, mujeres de rompe y rasga, liberales, guerrilleros…

Y sin embargo… La obra, a pesar de lo limitado de los tipos y acontecimientos seleccionados (es tanto lo decisivo que ocurría en estos tiempos a lo que no alude Hardman), a pesar de la inverosimilitud de mucho de lo narrado, a pesar de la superficialidad con que lo trata, a pesar de su esfuerzo en enjalbegar el texto con un color local un tanto postizo, presenta un considerable atractivo: es un buen ejemplo del típico cómo nos vieron, que puede dar lugar al nos vemos como nos ven, y al consecuente actuamos como esperan que actuemos. Y se puede disfrutar de su percepción del paisaje, de lo entretenido de sus anécdotas, de su disposición constante a admirarse de unos personajes en buena medida fruto de su imaginación. Merece la pena leerla, aunque no alcance el prodigioso nivel de George Borrow y su La Biblia en España, una genial cumbre de la falsificación de la realidad. Y de mismo modo otras obras de ficción: Los españoles pintados por sí mismos, las Historietas nacionales de Alarcón, Los Episodios Nacionales de Galdós...

Frederick Hardman (1814-1874) fue ante todo periodista, aunque en el origen de su vocación está su alistamiento, en 1835, en la Legión Auxiliar Británica que participó en la primera guerra carlista en apoyo de los liberales. Herido en 1838, y tras recuperarse en el sur de Francia, sus experiencias le proporcionaron materiales suficientes para iniciar su carrera publicista. Aunque publicó numerosos libros, fue ante todo un avezado corresponsal (en The Times desde mediados del siglo) que recorrió media Europa, y cubrió los conflictos más destacados: la revolución de 1854, la guerra de Crimea, la franco austríaca con la unificación italiana de fondo, la de Marruecos impulsada por O’Donnell, la prusiana del Schleswig, la franco-prusiana… Su último destino fue la dirección de la prestigiosa representación de The Times en París, donde falleció.

J. W. Giles, La Plaza Nueva de Vitoria durante la guerra

lunes, 21 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, Alsacia alemana o francesa, y otros textos nacionalistas

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En el prefacio a su Monarchie franque (1888), Fustel de Coulanges (1830-1889) insistía en la imparcialidad como requisito imprescindible en la Historia. «Muchos piensan que resulta útil y conveniente para el historiador, el partir de preferencias, de ideas-clave, de concepciones superiores. Esto, se dice, da más vida a su obra y más encanto; es la sal que corrige la insipidez de los hechos. Pensar así supone tergiversar profundamente la naturaleza de la historia. Ésta no es un arte, sino una ciencia pura. No consiste en contar agradablemente ni en discutir con profundidad. Consiste, como toda ciencia, en observar hechos, analizarlos, juntarlos, subrayar sus vínculos.» Por ello, poco más arriba, ha rechazado la historia hecha desde la ideología (el espíritu de partido) o desde el nacionalismo (el amor de su patria y de su raza): «el patriotismo es una virtud, pero la historia es una ciencia; no se los puede confundir.»

Ahora bien este planteamiento puede resultar difícil de llevar a la práctica. En 1870 Francia entra en crisis con la guerra franco-prusiana: la derrota, el hundimiento del Segundo Imperio, la ocupación alemana, la Comuna, la proclamación de la III República… Fustel, desde la historia, desde el positivismo y desde el liberalismo, se siente interpelado tanto por los acontecimientos, como por la toma de postura de un historiador tan prestigioso como es Theodor Mommsen. Su respuesta, en octubre de 1870, se centrará en la defensa del carácter francés de Alsacia, en cuya capital ocupaba una cátedra, rechazando la argumentación del profesor alemán. Y así podemos observar las dos orientaciones aparentemente contrapuestas del nacionalismo: para unos, como Mommsen, la nación viene determinada por la lengua, la cultura, la raza, con su volksgeist o espíritu del pueblo; para otros, como Fustel o Renan, por la simple decisión de serlo, por la comunidad de ideas, intereses, afectos, recuerdos y esperanzas. Ahora bien, ambas posturas son nacionalistas, ambas contienen idéntico germen de voluntarismo, en ambas la propaganda y la imposición es sobreabundante, y en ambas los individuos quedan subordinados al conjunto, a la nación: y resulta indiferente que ésta sea un fenómeno natural o inducido.

En los siguientes meses, Fustel mantendrá este activismo. Así, dedicará un largo artículo a condenar lo que denomina espíritu de conquista e invasión, con el que caracteriza a Bismarck. En atención a la imparcialidad, lo compara y asimila a la política semejante que, en su momento, llevó a cabo el ministro Luvois, y concluye que del mismo modo que fracasó dicha política en la Francia de Luis XIV, así ocurrirá en la Alemania de Guillermo I. Ahora bien, el nacionalismo francés sigue patente en Fustel, y el rechazo de aquel periodo se compensa con un blanqueo general de la restante historia francesa: «Artois y el Rosellón, legítimamente arrebatados a España, parte de Alsacia adquirida con el consentimiento formal de Alemania.» «Llegó la Revolución Francesa; no sólo había anunciado el deseo de paz, sino que había exigido con ingenuidad la supresión de los ejércitos. Para obligar a la república a volverse guerrera, había sido necesario atacarla primero e invadir su suelo. Es cierto que en represalia había invadido a su vez, pero nunca al menos había anexado una provincia sino por deseo formal de la población. El imperio había cedido entonces al exceso de la guerra; la ambición personal del Emperador había sido sobreexcitada por las incesantes y excesivamente hábiles provocaciones de los poderes monárquicos.»

En otro artículo posterior, tras realizar un juicio extremadamente negativo y nada imparcial sobre la historia y los historiadores alemanes, se justifica del siguiente modo: «Seguramente sería preferible que la historia tuviera siempre un aspecto más pacífico, que siguiera siendo una ciencia pura y absolutamente desinteresada. Quisiéramos verla flotar en esa región serena donde no hay pasiones, ni rencores, ni deseos de venganza. Le pedimos esa encantadora imparcialidad perfecta que viene a ser la castidad de la historia. Seguimos proclamando, a pesar de los alemanes, que la erudición no tiene patria. Quisiéramos que no se pudiera sospechar que comparte nuestros tristes resentimientos, y que no se doblegará ni por nuestras legítimas pesadumbres, ni por las ambiciones de los demás. La historia que amamos es esa verdadera ciencia francesa de antaño (...) La historia de entonces no conocía ni el odio de partido ni el odio racial; buscaba sólo lo verdadero, alababa sólo lo bello, odiaba sólo la guerra y la codicia. No sirvió a ninguna causa; no tenía patria; no promovía la invasión, ni promovía la venganza. Pero hoy vivimos en tiempos de guerra. Es casi imposible que la ciencia conserve su antigua serenidad. Todo es lucha a nuestro alrededor y contra nosotros; es inevitable que la erudición misma se arme con escudo y espada. Durante cincuenta años, Francia ha sido atacada y hostigada por una tropa de eruditos. ¿Podemos culparla por sopesar un poco el parar los golpes? Es bastante legítimo que nuestros historiadores finalmente respondan a estos ataques incesantes, confundan las mentiras, detengan las ambiciones, y, si aun hay tiempo contra la avalancha de esta novedosa invasión, defiendan las fronteras de nuestra conciencia nacional y el contorno de nuestro patriotismo.»

El Temple-Neuf de Estrasburgo tras el asedio prusiano.

lunes, 14 de febrero de 2022

Theodor Mommsen, A los italianos (la guerra y la paz)

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Presentamos esta semana una obra muy menor del gran historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903), autor de muy extensa obra, pero entre la que destaca sin duda el Corpus Inscriptionum Latinarum, proyecto que promovió, desde 1847, para recoger de forma exhaustiva la epigrafía romana (actualmente, unas ciento ochenta mil inscripciones). Sin embargo, quizás su obra más difundida, traducida, reeditada, y todavía hoy de lectura placentera (si no imprescindible) es su gran Römische Geschichte, elaborada con un propósito evidente de divulgar la historia romana entre los lectores cultos, pero no especialistas, de su tiempo. Publicó sus tres volúmenes entre 1854 y 1856, abandonando después el proyecto, por lo que sólo se alcanza hasta Julio César. Sólo más tarde añadió un quinto volumen sobre las provincias, que en realidad constituye una obra independiente. Pero Mommsen, a la par de su ingente obra académica, se implicó activamente en la vida política de su época. Joven, participa en los agitados acontecimientos de 1848, lo que motivará la pérdida de su cátedra en Leipzig. Liberal, nacionalista, y partidario del federalismo, formará parte del parlamento prusiano y después del Reichstag.

Antonio Duplá Ansuategui en su contribución al homenaje en el centenario de nuestro autor, lo caracterizaba así: «En realidad, Mommsen es expresión del nacionalismo alemán de la primera mitad del siglo XIX en su vertiente más liberal, que propugna una línea federativa reformista, a partir de la existencia de una comunidad nacional alemana indudable, pero que no necesariamente juega con la perspectiva de un Estado nacional único y centralizado. Pero el fracaso de 1848 reforzó su desconfianza ante la escasa voluntad reformista de los príncipes alemanes y su esperanza en las posibilidades reformadoras de un Estado nacional alemán centralizado y unificado alrededor de Prusia. Partidario de la “pequeña Alemania”, sin la unificación con Austria, participa del entusiasmo nacionalista ante la unidad alemana, entusiasmo que resulta evidente tanto en sus intervenciones públicas durante la guerra franco-prusiana de 1870, como en la celebración de los logros culturales y materiales derivados de la nueva unidad nacional. Sin embargo, la evolución militarista, radicalmente conservadora y agresiva de cara a la homogeneidad interna del Reich (antisemitismo, represión de las minorías nacionales, etc.) del Estado prusiano en el ultimo cuarto de siglo, provocará su alejamiento de la política activa y claros posicionamientos críticos.»

Y el profesor Duplá recalca «su aparente ambivalencia política: liberal y partícipe activo en 1848, nacionalista y admirador de la tarea nacional de Bismarck y César, pero enemigo del Bismarck más agresivo y de los junkers, así como de los localismos y también del federalismo. Su aspiración a un gobierno nacional fuerte, por encima de los antagonismos de clase, explica sus críticas a los socialistas, pero también a la gran burguesía. De hecho, en un artículo de 1902, al final de su vida, denuncia el autoritarismo y absolutismo prusianos, así como la condena sumaria de los partidos obreros, y aboga por una alianza entre liberales y socialdemócratas frente a la amenaza que representa esa deriva autoritaria. Cabe pensar, en particular a la vista del codicilo de su testamento escrito en 1899, que ante el mundo político circundante el sentimiento final de Mommsen es el de un profundo pesimismo.»

Pues bien, comunicamos el breve folleto de propaganda política que publica en italiano en 1870. Cuando estalla la crisis franco-prusiana, nuestro autor aceptará plenamente la argumentación gubernamental de Berlín: Prusia sólo ha reaccionado ante el injusto ataque del imperio francés. Es por lo tanto una guerra defensiva, en la que la razón está de su parte. Y Mommsen intentará evitar la implicación del reino de Italia en el conflicto, como consecuencia de su relativa dependencia de Napoleón III. Publicará dos artículos en este sentido en la prensa italiana, en los que quiere poner de relieve los opuestos intereses nacionales italianos y franceses. Cuando la derrota del imperio francés es ya evidente, Mommsen, en un nuevo texto más extenso, variará tanto el tono como el propósito. La seguridad de la victoria le lleva ahora a centrarse en el diseño de la paz futura. También aquí se observa su sintonía con los planteamientos oficiales. Prusia no conquista: recupera territorios y poblaciones alemanas, Alsacia y Lorena. Las fronteras futuras que se establezcan, perseguirán exclusivamente la seguridad de Alemania. Europa no debe inquietarse; la federación alemana es esencialmente pacífica, y desea conservar el equilibrio europeo.

La Flaca, 1870

He corregido algunos errores manifiestos en el archivo en pdf.

lunes, 7 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, La ciudad antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de la Grecia y de Roma

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El joven Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889) publica en 1864 La ciudad antigua, obra en la que analiza la evolución de las culturas griega y romana en sus aspectos sociales, jurídicos y políticos, y la hace depender (y aquí radicaba su originalidad) de las profundas transformaciones en las ideas religiosas. Para ello, recoge y relee textos históricos y literarios, y los interpreta en el sentido de su tesis. Naturalmente, su monumental propuesta y sus explicaciones son deudoras de su tiempo, con un racialismo de fondo que le lleva a subrayar el componente ario que le permite establecer coincidencias con la civilización india; una tendencia a delimitar las clases al modo decimonónico; la determinación de los cambios sociales como sucesivas revoluciones… Por otra parte, posteriores generaciones de historiadores han avanzado profundamente en la comprensión de los fenómenos que estudia Fustel, por ejemplo sobre el origen de las ciudades.

Y sin embargo la lectura de La ciudad antigua continúa siendo muy atractiva para el lector medio de historia, y también para los grandes historiadores del siglo XX: Marc Bloch, Fernand Braudel, Jacques Le Goff y tantos más, pusieron de relieve el carácter innovador de Fustel, que supo avanzar propuestas que tardarán en afirmarse. Así, con lo que luego se llamará historia de las mentalidades: «La historia no estudia solamente los hechos materiales y las instituciones; el verdadero objeto de su estudio es el alma humana, y debe aspirar por lo mismo a conocer lo que el alma ha creído, pensado y sentido en las diferentes edades de la vida del género humano.» O la preferencia por la longue durée: «Ha habido en la existencia de las sociedades humanas gran número de revoluciones, de las cuales no se conserva el menor documento, no llamando los escritores la atención sobre ellas, porque se verificarían lenta e insensiblemente y sin luchas visibles; revoluciones profundas y ocultas que removerían el fondo de la sociedad humana, sin que apareciese nada en la superficie y que pasarían desapercibidas para las mismas generaciones en que se habían ido elaborando. La historia no pudo apreciarlas sino mucho tiempo después de acabadas, cuando al comparar dos épocas de la vida de un pueblo encontró entre ellas tamañas diferencias, que demostraron evidentemente haberse verificado una gran revolución en el intermedio que las separaba.»

Pero nuestro autor también resultó polémico a causa de cierta apropiación de su obra con intenciones políticas, ya en el siglo XX. En este sentido, otro gran historiador, el hispanista Pierre Chaunu, al reseñar un estudio sobre Fustel [François Hartog, Le XIXe siècle et l’historie. Le cas de Fustel de Coulanges, París, PUF, 1988, 400 pp.], lo titulaba: Un olvido injusto: «Fustel es “un caso”. El autor de La ciudad antigua sigue siendo el más enigmático de los grandes historiadores del siglo XIX: hay que leerlo. No es La ciudad antigua lo que Fustel hubiera deseado sobre su tumba, sino su obra olvidada Histoire des institutions de l’ancienne France, así como su corpus metodológico. Lean Le cas Fustel de Coulanges. François Hartog escribió un hermoso libro, equitativo, informado, inteligente, un modelo para una disciplina que se sigue buscando: la historia de la historia.

»Una vida que la tuberculosis destruyó: una carrera sin tacha. La Escuela Normal, Atenas, la universidad de Estrasburgo (1860-1870), la consagración a los 34 años, con esa joya, La ciudad antigua, la Normal Superior, el sillón de Guizot en la Academia de Ciencias Morales; no alcanzó el Colegio de Francia y renunció a la Academia Francesa que, gustosamente, lo hubiera recibido. Profesor austero, “practicó firmemente la religión laica del trabajo”. Ese liberal convertido por la terrible lección de la Comuna, como Taine y Renan y muchos más, escribió su testamento unos días antes de morir, el 12 de septiembre de 1889: “Deseo un servicio conforme a la usanza de los franceses, es decir, en la iglesia. La verdad, no soy ni practicante ni creyente. El patriotismo exige que, cuando uno no piensa como sus antepasados, por lo menos, respete lo que pensaron.” Todo está dicho en esas líneas.

»Y eso explica un olvido injusto. El mérito de Hartog es grande. Todo Fustel no se encuentra impreso. Hartog buscó y encontró lo que este hombre meticuloso dejó en sus cajas numeradas, gracias a lo cual (y a la inmensa cultura del autor), todo se ilumina. Sí, dos momentos en esa vida. Antes y después de 1870-1872. Moderado, Fustel es liberal. ¿Cómo hubiera hecho carrera de otro modo? Todo el mundo conoce el papel de la familia y de la religión (pagana) en su sistema de La ciudad antigua, cuyo paradigma se encuentra en las antípodas de nuestra ciudad. Eso fue suficiente para que lo marcaran con el hierro candente del clericalismo. Fustel protestó enérgicamente: “no dejo de comer carne en viernes […] deberían aceptar que un libre pensador tenga el sentido histórico necesario para ver el sentimiento religioso en donde existió.”

»Sí, hasta 1870, Fustel, irreprochable, le presenta sus respetos (los acostumbrados) a la revolución de 1789, por más que en su curso de 1866 diga “que la revolución estaba terminada el 1 de enero de 1789.” La mutación ocurre con la Comuna y la tragedia de la derrota frente a Alemania. Fustel, que no habló alemán nunca, le responde a Mommsen: “Alsacia no es de nosotros, Alsacia está con nosotros”. Fustel vuelve a sus amados estudios, le da la espalda al presente y se lanza con todas sus fuerzas a un combate epistemológico: los textos, todos los textos, leer… y, al final, el hecho, una visión que calca el conocimiento del pasado sobre la manipulación del laboratorio de química. Su feroz objetividad lo corta del presente y, paradójicamente, de los otros sistemas sociales, cuando Fustel es el maravilloso comparatista (arrepentido) de La ciudad antigua. Fustel se acalambra en el gesto de quien pule el cristal de los lentes en un mundo cerrado, estrecho, fraccionado.

»Maurras necesitó mucha inteligencia para descubrir, a partir de los textos incandescentes de La Revue de Deux Mondes (1870-1872), la pasión herida que disimulaba esa parca frialdad. A partir de esos fragmentos, la joven Action Française (1905) se apropió de Fustel y lo consagró como base científica del nacionalismo integral y del patriotismo reconciliador de toda la nación a lo largo de los siglos. Bayet, Bloch, Hauser, Julian protestaron que no era cierto, que Fustel era diferente. Ni modo: Fustel quedó anexado por una derecha dura que decidió que era su maestro.

»¡Lástima que no se publiquen in extenso los tesoros que nos dejó entrever Hartog! Sobre la revolución, ¡qué lucidez! A propósito de la Declaración de los Derechos del 26 de agosto de 1789, leo: “Muy hermosa […] pero totalmente hecha de principios racionales y términos abstractos […] excelente para un pueblo que estuviese enteramente compuesto de metafísicos. ¿Qué tenía de nuevo? Casi nada. La novedad era presentar eso como novedad”. Ya ven, hay que leer.»

[Pierre Chaunu: Un olvido injusto, en Istor, nº 19, invierno de 2004, pp. 177-179]