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lunes, 7 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, La ciudad antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de la Grecia y de Roma

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El joven Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889) publica en 1864 La ciudad antigua, obra en la que analiza la evolución de las culturas griega y romana en sus aspectos sociales, jurídicos y políticos, y la hace depender (y aquí radicaba su originalidad) de las profundas transformaciones en las ideas religiosas. Para ello, recoge y relee textos históricos y literarios, y los interpreta en el sentido de su tesis. Naturalmente, su monumental propuesta y sus explicaciones son deudoras de su tiempo, con un racialismo de fondo que le lleva a subrayar el componente ario que le permite establecer coincidencias con la civilización india; una tendencia a delimitar las clases al modo decimonónico; la determinación de los cambios sociales como sucesivas revoluciones… Por otra parte, posteriores generaciones de historiadores han avanzado profundamente en la comprensión de los fenómenos que estudia Fustel, por ejemplo sobre el origen de las ciudades.

Y sin embargo la lectura de La ciudad antigua continúa siendo muy atractiva para el lector medio de historia, y también para los grandes historiadores del siglo XX: Marc Bloch, Fernand Braudel, Jacques Le Goff y tantos más, pusieron de relieve el carácter innovador de Fustel, que supo avanzar propuestas que tardarán en afirmarse. Así, con lo que luego se llamará historia de las mentalidades: «La historia no estudia solamente los hechos materiales y las instituciones; el verdadero objeto de su estudio es el alma humana, y debe aspirar por lo mismo a conocer lo que el alma ha creído, pensado y sentido en las diferentes edades de la vida del género humano.» O la preferencia por la longue durée: «Ha habido en la existencia de las sociedades humanas gran número de revoluciones, de las cuales no se conserva el menor documento, no llamando los escritores la atención sobre ellas, porque se verificarían lenta e insensiblemente y sin luchas visibles; revoluciones profundas y ocultas que removerían el fondo de la sociedad humana, sin que apareciese nada en la superficie y que pasarían desapercibidas para las mismas generaciones en que se habían ido elaborando. La historia no pudo apreciarlas sino mucho tiempo después de acabadas, cuando al comparar dos épocas de la vida de un pueblo encontró entre ellas tamañas diferencias, que demostraron evidentemente haberse verificado una gran revolución en el intermedio que las separaba.»

Pero nuestro autor también resultó polémico a causa de cierta apropiación de su obra con intenciones políticas, ya en el siglo XX. En este sentido, otro gran historiador, el hispanista Pierre Chaunu, al reseñar un estudio sobre Fustel [François Hartog, Le XIXe siècle et l’historie. Le cas de Fustel de Coulanges, París, PUF, 1988, 400 pp.], lo titulaba: Un olvido injusto: «Fustel es “un caso”. El autor de La ciudad antigua sigue siendo el más enigmático de los grandes historiadores del siglo XIX: hay que leerlo. No es La ciudad antigua lo que Fustel hubiera deseado sobre su tumba, sino su obra olvidada Histoire des institutions de l’ancienne France, así como su corpus metodológico. Lean Le cas Fustel de Coulanges. François Hartog escribió un hermoso libro, equitativo, informado, inteligente, un modelo para una disciplina que se sigue buscando: la historia de la historia.

»Una vida que la tuberculosis destruyó: una carrera sin tacha. La Escuela Normal, Atenas, la universidad de Estrasburgo (1860-1870), la consagración a los 34 años, con esa joya, La ciudad antigua, la Normal Superior, el sillón de Guizot en la Academia de Ciencias Morales; no alcanzó el Colegio de Francia y renunció a la Academia Francesa que, gustosamente, lo hubiera recibido. Profesor austero, “practicó firmemente la religión laica del trabajo”. Ese liberal convertido por la terrible lección de la Comuna, como Taine y Renan y muchos más, escribió su testamento unos días antes de morir, el 12 de septiembre de 1889: “Deseo un servicio conforme a la usanza de los franceses, es decir, en la iglesia. La verdad, no soy ni practicante ni creyente. El patriotismo exige que, cuando uno no piensa como sus antepasados, por lo menos, respete lo que pensaron.” Todo está dicho en esas líneas.

»Y eso explica un olvido injusto. El mérito de Hartog es grande. Todo Fustel no se encuentra impreso. Hartog buscó y encontró lo que este hombre meticuloso dejó en sus cajas numeradas, gracias a lo cual (y a la inmensa cultura del autor), todo se ilumina. Sí, dos momentos en esa vida. Antes y después de 1870-1872. Moderado, Fustel es liberal. ¿Cómo hubiera hecho carrera de otro modo? Todo el mundo conoce el papel de la familia y de la religión (pagana) en su sistema de La ciudad antigua, cuyo paradigma se encuentra en las antípodas de nuestra ciudad. Eso fue suficiente para que lo marcaran con el hierro candente del clericalismo. Fustel protestó enérgicamente: “no dejo de comer carne en viernes […] deberían aceptar que un libre pensador tenga el sentido histórico necesario para ver el sentimiento religioso en donde existió.”

»Sí, hasta 1870, Fustel, irreprochable, le presenta sus respetos (los acostumbrados) a la revolución de 1789, por más que en su curso de 1866 diga “que la revolución estaba terminada el 1 de enero de 1789.” La mutación ocurre con la Comuna y la tragedia de la derrota frente a Alemania. Fustel, que no habló alemán nunca, le responde a Mommsen: “Alsacia no es de nosotros, Alsacia está con nosotros”. Fustel vuelve a sus amados estudios, le da la espalda al presente y se lanza con todas sus fuerzas a un combate epistemológico: los textos, todos los textos, leer… y, al final, el hecho, una visión que calca el conocimiento del pasado sobre la manipulación del laboratorio de química. Su feroz objetividad lo corta del presente y, paradójicamente, de los otros sistemas sociales, cuando Fustel es el maravilloso comparatista (arrepentido) de La ciudad antigua. Fustel se acalambra en el gesto de quien pule el cristal de los lentes en un mundo cerrado, estrecho, fraccionado.

»Maurras necesitó mucha inteligencia para descubrir, a partir de los textos incandescentes de La Revue de Deux Mondes (1870-1872), la pasión herida que disimulaba esa parca frialdad. A partir de esos fragmentos, la joven Action Française (1905) se apropió de Fustel y lo consagró como base científica del nacionalismo integral y del patriotismo reconciliador de toda la nación a lo largo de los siglos. Bayet, Bloch, Hauser, Julian protestaron que no era cierto, que Fustel era diferente. Ni modo: Fustel quedó anexado por una derecha dura que decidió que era su maestro.

»¡Lástima que no se publiquen in extenso los tesoros que nos dejó entrever Hartog! Sobre la revolución, ¡qué lucidez! A propósito de la Declaración de los Derechos del 26 de agosto de 1789, leo: “Muy hermosa […] pero totalmente hecha de principios racionales y términos abstractos […] excelente para un pueblo que estuviese enteramente compuesto de metafísicos. ¿Qué tenía de nuevo? Casi nada. La novedad era presentar eso como novedad”. Ya ven, hay que leer.»

[Pierre Chaunu: Un olvido injusto, en Istor, nº 19, invierno de 2004, pp. 177-179]

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