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lunes, 1 de mayo de 2023

Rafael Torres Campos, Esclavitud e imperialismo en el África árabe

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El almeriense Rafael Torres Campos (1853-1904), relacionado con la Institución Libre de Enseñanza, fue un destacado geógrafo que introdujo nuevos métodos y técnicas tanto en esa ciencia como en el modo de enseñarla. Con formación jurídica, uno de los muchos campos que le interesaron fue lo referente a la desatada expansión imperialista de su época, sobre la que publicó abundantes estudios: La cuestión de los ríos africanos y la conferencia de Berlín, El porvenir de España en el Sáhara, Los españoles en Argelia, Portugal e Inglaterra en África austral, La política de expansión colonial, Sáhara occidental. Contra el proyecto de abandono de Río de Oro, Debate sobre el régimen político y administrativo en la Guinea española, así como la conferencia que comunicamos esta semana, La campaña contra la esclavitud y los deberes de España en África, pronunciada en 1889.

Consecuente con su postura ideológica que hoy calificaríamos de progresista, se felicita porque «en la costa occidental (de África), que estuvo en un tiempo asolada por la trata, el establecimiento de las naciones europeas, la abundancia de factorías, el tráfico lícito desenvuelto y la abolición en América, han ahuyentado a los negreros.» En cambio persiste todavía, señala, tanto en el norte del continente como en el África oriental, aunque en algunos países haya sido formalmente abolida. Es un fenómeno enorme: «se cazan y venden en el país de la esclavitud desde el Océano Atlántico hasta el Mar Rojo y el Índico 500.000 esclavos por año», y lo practican aventureros de toda la región islámica, con frecuencia con la protección y el interés de las autoridades locales; luego se distribuirán los esclavos en el mismo continente y en Asia. Los beneficios son enormes, pero el coste humano es incalculable.

Las soluciones que propone son la prohibición del comercio de armas de fuego y de alcohol con los países esclavistas, y por contra contribuir a que los habitantes del África negra puedan defenderse de las expediciones esclavistas. Ahora bien, lo determinante es intensificar el comercio lícito «fundado en la explotación de los recursos naturales, inspirando a las poblaciones negras el amor al trabajo y enseñándoles las ventajas del cultivo.» Las flotas de los países europeos han de dificultar el tráfico de esclavos, y de igual modo con la ocupación de los puertos del Índico y el Rojo. Asimismo ha de protegerse a los misioneros… En resumidas cuentas, es preciso que los países europeos ocupen, colonicen, introduzcan la civilización en África, lo que sólo supondría efectos positivos. La solución es, pues, el imperialismo.

Es lo que el autor admira en Inglaterra: «He aquí la obra emprendida por Inglaterra, la potencia que tiene el arte de dominar e ir transformando con corto número de gentes los más extraños pueblos. No busquemos el romanticismo como ideal de las relaciones internacionales... No es un misterio que Inglaterra aspira, como es natural, a engrandecerse: sigue la política de siempre, sosteniendo los planes de anexión colonial con tenacidad admirable, sin desviarse un punto del objetivo tradicional y de la misión histórica que viene persiguiendo con pasmoso éxito, en acuerdo tácito y perfectísimo de la masa general del país con los gobiernos. Quiere ganar más territorios y conquistar el comercio de nuevas y nuevas regiones, para dar salida a su producción exuberante. Su conveniencia no es contradictoria sistemáticamente con las de los demás países: territorio cubierto por el pabellón británico pronto florece, en interés de todos, que la solidaridad es ley de la vida económica ―como de la actividad humana en todas las esferas―. Y bien seguro es —¿quién que de buena fe consulte la historia contemporánea puede negarlo?― que bajo la influencia de los Gordon, los Baker y los Lumley, halla la esclavitud toda la guerra que las circunstancias, el estado social del país y las fuerzas disponibles consienten.»

Hergé, Coke en stock (1958)

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