Un viajero lleva en su equipaje lo que espera encontrar en su destino. Y puede ser que tenga éxito en su propósito, aunque para ello deba transformar la realidad con que se topa, e incluso ignorar gran parte de ella. Se le revela así un país de ensueño, con unos míticos paisajes pobladores, usos y costumbres. No es infrecuente que, en esta situación, se apresure a comunicar a las gentes lo gozoso de su descubrimiento (¿su creación?). Y no faltarán los seguidores que, contagiados, busquen y encuentren lo mismo, y puede ocurrir que los mismos habitantes del lugar acaben viéndose reflejados en las elucubraciones del viajero, y reconociéndose en ellas…
Es el caso del norteamericano Washington Irving (1783-1859), que comienza a pergeñar sus Cuentos de la Alhambra durante su primera estancia en Granada, en los decimonónicos años veinte. En su interesante artículo Presencia de Washington Irving y otros norteamericanos en la España romántica (2011), Salvador García Castañeda escribe: «Washington Irving es el representante más destacado, y el más conocido entre nosotros, de la atracción que ejerció España sobre un considerable grupo de norteamericanos quienes a lo largo del siglo XIX dejaron profunda huella de sus experiencias en la cultura de su país. Una huella manifiesta en libros de viajes, en trabajos históricos y literarios, en la creación de bibliotecas y de colecciones de obras de arte, en el extraordinario auge de los estudios universitarios de la lengua, la cultura y la literatura españolas en los Estados Unidos y, finalmente, en difundir el conocimiento de España en aquel país.»
«La atracción de (Washington Irving) por el pasado medieval e islámico de España podría remontarse a su primera juventud con la lectura en ediciones infantiles de Las mil y una noches, de relatos de las andanzas americanas de los conquistadores españoles y de las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita. Y durante su estancia en Francia, donde comenzó a estudiar español en 1824, leyó a Moratín, a Lope y a Cervantes.»
«Quienes conocieron y escribieron sobre la España de aquellos años se vieron en la disyuntiva de expresar francamente sus opiniones como hicieron Mackenzie, Ticknor y otros, o ignorar la realidad, al igual que Irving y después Longfellow. Tales of the Alhambra pintan un mundo poblado por pintorescos campesinos e hidalgos de raigambre costumbrista, felices en su pobreza en un lugar paradisíaco en el que se ha detenido el tiempo. Irving describió a sus lectores una Alhambra representativa de Andalucía o aun de España, como un amable refugio para quienes, como él, huían de las realidades del presente. Sus diarios y sus cartas le revelan como un atento observador de tipos y escenas populares que contempla con afectuoso distanciamiento. Me parece –escribía– que los españoles son todavía más pintorescos que los italianos; cada hijo de su madre se merece un estudio.»
«La difusión de Tales of the Alhambra, considerada como la obra más destacada y más popular escrita por un americano antes de 1850, estimuló a otros autores a lo largo del siglo a escribir sobre temas orientales y granadinos aunque algunos admitieron que renunciaban a describir la Alhambra después de haberlo hecho Washington Irving tan magistralmente. Al igual que en arquitectura, el Alhambrismo llegó a ser una moda en Inglaterra y en los Estados Unidos. Y la visión que éste tuvo de la Alhambra como uno de los retiros más deliciosos y románticamente solitarios del mundo y la difusión en su libro hizo universalmente conocido el nombre de la Alhambra de Granada, que fue desde entonces la meta de un peregrinaje sentimental y literario.»
Ya hemos incluido algunas obras comparables de esta misma época, de autores británicos, como La Biblia en España de George Borrow, o las Escenas y bosquejos de las guerras de España de Frederick Hardman. Y ya se percibe su influencia entre los escritores españoles en la conocida obra colectiva Los españoles pintados por sí mismos.
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