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lunes, 30 de octubre de 2023

Marco Aurelio, Soliloquios

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«¿Quién dice locura semejante? —preguntó MacIan desdeñosamente—. ¿Supone usted que la Iglesia Católica ha sostenido jamás que los cristianos sean los únicos que siguen la moral? ¡Cómo! Los católicos de la católica Edad Media aburrieron a la Humanidad hablando de las virtudes de todos los paganos virtuosos.» Lo cuenta Gilbert Keith Chesterton en La esfera y la cruz. Y confío en que no nos ocurra lo mismo que a nosotros con la entrega de esta semana. El emperador Marco Aurelio (121-180) quedó para la posteridad como ejemplo del gobernante sabio, filósofo y moralista, preocupado por seguir una conducta recta y por buscar el bien común. Y también por la obra que presentamos, escrita originalmente en griego. Aunque actualmente quizás sea más conocido, personificado en Richard Harris, por la desgraciada suerte que le depara Joaquin Phoenix en Gladiator...

Guillermo Fraile en el primer tomo de su Historia de la Filosofía se refirió así a nuestro autor y a su obra: «Marco Aurelio... Originario de una noble familia española. Su nombre primitivo era Catilio Severo. Adoptado a los nueve años por su abuelo Marco Aurelio Vero, quien le proporcionó una excelente educación, tomó después el nombre de éste. Tuvo por maestros al retórico Frontón, al estoico Junio Rústico y Apolonio. Fue adoptado por Antonino Pío, por indicación de Trajano, y le sucedió en el imperio a su muerte (161). Tuvo que hacer frente a enormes dificultades: peste y hambre en Roma, revueltas en Egipto y Siria, guerras contra los partos, quados y marcomanos. En la campaña contra éstos escribió sus Soliloquios (τὰ εὶς ἑαυτόν) y murió, junto a Viena, víctima de la peste. Fue un buen emperador de carácter bondadoso. Pero empaña la memoria de su nombre la persecución que ordenó contra los cristianos en 177. Es apócrifa la Constitución en que se habla del milagro realizado por los cristianos de la legión Fulminante.

»En sus Soliloquios, o reflexiones, aparecen todos los temas estoicos, revelando la influencia de Epicteto. Por una parte, un profundo sentimiento de la impermanencia de las cosas, a la manera de Heráclito, y un fondo de pesimismo sobre la realidad. Todo pasa, se destruye, y nada permanece. La vida no es más que un camino hacia la muerte. Nada hay en el mundo que sea digno de fijar la atención ni el afecto del hombre. Pero por encima de la caducidad e impermanencia de las cosas existe una realidad divina, permanente, inmutable, una ley que está en todas las cosas y las gobierna con su providencia, siendo la causa de una armonía interior que existe en el fondo del Universo. Esto basta para convertir el pesimismo en optimismo, aceptando esa ley con confianza y amor. Lo único importante es ponerse y vivir en contacto con los dioses. Incluso la muerte aparece como un misterio sagrado de la naturaleza. De esa realidad universal son solidarias todas las cosas y todos los hombres , y todos son, por lo tanto, hermanos y dignos de nuestro amor.»

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