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viernes, 23 de febrero de 2018

Joaquin Pedro de Oliveira Martins, Historia de la civilización ibérica


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Menéndez Pelayo escribía a Valera en 1886: «Debe Vd. llamar la atención sobre el libro de Oliveira Martins, que, además de estar muy bien escrito y de traer puntos de vista nuevos (...) es hasta ahora lo más ibérico que ha salido de pluma alguna española ni de allá ni de acá.» Y años después Miguel de Unamuno afirmaba que Oliveira Martins es «el historiador más artista que ha tenido la península en el pasado siglo, y yo creo que el único historiador artista de ella. El más artista y el más penetrante. Su fantasía llegó a profundidades que la fatigada ciencia de otros no ha llegado. Su História da Civilização Ibérica debería ser un breviario de todo español y de todo portugués culto, y no debía haber tampoco americano, de los que tan a menudo buscan en nuestra historia y casta los antecedentes de la suya, que no conociera ese libro admirable. En vez de repetir una vez más los lugares comunes respecto a lo que fue el alma española en los tiempos del descubrimiento y conquista de América, bueno fuera ir a buscar en libros como el de Oliveira Martins riquísimas sugestiones.» Y en parecido sentido, y desde distintas posiciones ideológicas, se pronunciarán Rafael Altamira, Julián Juderías, Ramiro de Maeztu, y tantos más.

Recientemente, César Rina Simón, en su iluminador Iberismos. Expectativas peninsulares en el siglo XIX, Madrid 2016, señala que para este autor «no cabía duda del espíritu civilizador compartido por españoles y portugueses, más centrados en las creaciones artísticas y en cuestiones religiosas que en el espíritu utilitarista de los pueblos del norte. Oliveira Martins, en su obra Historia da Civilização Ibérica publicada en 1879, rechazó el iberismo político de Sinibaldo de Más para encaminarlo hacia la unidad de civilización, cultural y literaria, pero partiendo del respeto de la autonomía de cada territorio. El autor había dirigido unas minas en Santa Eufemia, Córdoba, entre 1870 y 1874, período en el cual se fue alejando de las doctrinas socialistas. Allí se acercó al pensamiento de Pi y Margall y Castelar, y regresó a Portugal convencido de la comunión espiritual de ambos pueblos. Antes de su visita a España, Oliveira Martins ya había destacado por su critica a los mitos anti-castellanos de la política portuguesa, ideas que recogió en 1867 en el libro Febus y Moniz. Fruto de su experiencia durante el Sexenio Democrático redactó Theoria do Socialismo y Portugal e o Socialismo. Durante el Sexenio Revolucionario, Oliveira Martins participó en la prensa portuguesa con artículos favorables al iberismo federalista, rechazando la unión ibérica bajo una dinastía. Sin embargo, a partir de 1873, observamos un giro gradual de sus postulados federalistas e internacionalistas hacia posiciones más historicistas y esencialistas, entendiendo el problema ibérico como una cuestión de cultura, de civilización, más que política o económica.»

Y más adelante: «La Historia de la Civilización Ibérica apostaba por superar la decadencia peninsular poniendo en valor la unicidad del espíritu ibérico, constatado por la historia cultural. Para Oliveira Martins, el término “España” no hacía referencia a un reino en concreto, sino al conjunto de pueblos que habitaron y habitan la península Ibérica ―como ya hiciera Camões o Herculano―. Fue el primer autor que concibió la Península como un ente orgánico formado por diferentes cuerpos dotados de variables funciones pero indivisibles en su esencia mecanicista. El reino de Portugal habría alcanzado su independencia gracias a la ambición personal de Afonso Henriques, no en base a criterios diferenciales culturales, étnicos o lingüísticos. En la obra, Oliveira Martins, que había residido en España entre 1870 y 1874 (...) rechazaba el planteamiento historiográfico que pretendía comprender la historia de España o de Portugal de una manera autónoma. Para ello recurrió al análisis histórico de las semejanzas y vinculaciones entre las naciones peninsulares. Desde el espíritu fronterizo al carácter de los pueblos bereberes, insistió en la idea de la tradición “democrática y municipalista” del medievo  y en la decadencia peninsular propiciada por el absolutismo, la expansión ultramarina y la intransigencia religiosa. La solución a la crisis pasaba por recuperar los principios democráticos de las sociedades peninsulares. En ningún caso Martins sentó las bases de una futura unión ibérica, pero permitió cuestionar una de las barreras principales para alcanzarla: la visión tradicionalista del nacionalismo luso como superación del anexionismo de Castilla.»

Y aún: «Oliveira Martins escribió Historia de la Civilización Ibérica en un contexto dominado por el avance del imperialismo británico y alemán, la emergencia de Estados Unidos y la toma de conciencia del cambio de campo de poder del sur al norte de Europa, en un momento personal en que estaba evolucionando del federalismo proudhoniano al socialismo de cátedra. Como contrapeso a la preponderancia política del norte, realizó una profunda caracterización del genio peninsular, subrayando elementos como la independencia o el heroísmo. Esta raza había tenido la misión histórica de explorar el mundo o contrarrestar la influencia anglosajona. Si la raza británica se caracterizaba por el utilitarismo, el empirismo y la dimensión material de la vida, la misión de los pueblos ibéricos era oponerse a este dominio cultural con sus principios espirituales, guerreros e idealistas. Sin embargo, no se trataba de restaurar el imperio filipino o la explotación de las colonias, si no aprovechar los caracteres constitutivos del carácter hispánico para impulsar un nuevo renacimiento volcado hacia las naciones hispanoamericanas.»

Y concluimos: «La principal aportación de Oliveira Martins fue la introducción del concepto de civilización en los estudios peninsulares. Esta civilización, orgánica, planteaba la división del mundo en diferentes culturas, al margen de las fronteras estatales. Este concepto iba más allá de las narrativas patrióticas y de los límites geográficos nacionales para configurarse como una noción espiritual amplia de pertenencia a una comunidad cultural determinada. En este sentido, la civilización ibérica era resultado del cruce de pueblos, de su situación periférica en el occidente europeo y de su carácter fronterizo con África y el Atlántico. Así mismo, estaría dotada de una psicología colectiva y una caracterología compartida, como había señalado Edgar Quinet en 1846 y, posteriormente, Rafael de Labra, Miguel de Unamuno, Ribera i Rovira o Ángel Ganivet.»



viernes, 16 de febrero de 2018

Pedro Antonio de Alarcón, Historietas nacionales


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El nacionalismo es una ideología que se generaliza en el siglo XIX en las corrientes liberales, en las tradicionalistas, e incluso entre los que se consideran internacionalistas. Consiste en reducir de forma absoluta la identidad de los individuos al hecho de pertenecer a una colectividad denominada nación, que engloba a sus actuales miembros, pero también a las generaciones del pasado o del futuro. Exagera el patriotismo, y sostiene que a la nación deben supeditarse todas las creencias, ideologías, intereses, e incluso la propia vida. Es consecuencia de estos dos principios ideológicos: la soberanía nacional, que considera a la nación como único sujeto soberano, y la nacionalidad, que establece que cada comunidad nacional ha de poseer su propio estado. Y se fundamenta, de forma algo contradictoria, tanto en lo emocional: ante todo, las personas sienten su pertenencia a una lengua, una historia, unas costumbres, unas tradiciones y leyendas, un paisaje... (influencia del tradicionalismo); como en lo racional: ante todo las personas pactan su pertenencia jurídica a un país, con sus leyes propias, con el reconocimiento de derechos ciudadanos... (influencia del liberalismo).

Naturalmente, los procesos nacionalistas son normalmente conflictivos, ya que casi nunca está claro qué constituye una nación. Así, por ejemplo la región de la Alsacia, de lengua alemana pero de historia francesa fue constantemente disputada por sus vecinos. Además, no suele existir un consenso dentro de la propia comunidad: existen diversas identidades nacionales contradictorias, lo que genera acusaciones de traición que, en ocasiones derivan hacia la violencia indiscriminada.

En cualquier caso, los nacionalismos del siglo XIX refuerzan la propaganda para “nacionalizar” a grupos que inicialmente se consideran escasamente “nacionalizados”: “ya hemos hecho Italia; hagamos añora a los italianos”, es una frase muy conocida. Por eso se multiplica el uso de símbolos (desde la bandera, el himno y el escudo, hasta prendas de vestir determinadas), la construcción de monumentos a los personajes y hechos “gloriosos” de la nación, la propagación de una interpretación nacionalista de la historia y de la cultura del grupo (basada en buena medida en un catálogo de “agravios” históricos o ficticios causados por el “enemigo”). Dos medios de gran importancia para la trasmisión de la ideología nacionalista fue el establecimiento de la educación obligatoria y del servicio militar obligatorio, naturalmente ambos controlados por el estado.

Y la literatura juega también un papel espléndido como vehículo nacionalizador e ideologizador, especialmente la dirigida a niños y adolescentes. Ejemplo definitivo en este sentido es Corazón, de Edmondo de Amicis, al que algún día deberemos volver. Pero hoy vamos a comunicar las Historietas nacionales de Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), de quien ya disponemos sus excelentes crónicas y reportajes del Diario de un testigo de la guerra de África. Las Historietas son una colección de cuentos reunida en 1881, aunque publicados anteriormente de forma separada. Para el objeto de esta entrada, destacan los ambientados en la ya entonces interiorizada como Guerra de la Independencia, definitivo mito iniciático del nacionalismo español contemporáneo.


viernes, 9 de febrero de 2018

Serguéi Necháiev, Catecismo del revolucionario


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Serguéi Necháiev (1847-1882) es reconocido por la historia como uno de los revolucionarios que, independientemente del resultado práctico de su acción revolucionaria, se constituirán en auténticos referentes para los revolucionarios posteriores. En su caso, de él queda su breve Catecismo del revolucionario, que comunicamos aquí, la memoria de su agitado activismo, así como la tremenda imagen reflejada (¿deformada?) por Dostoievski en Los endemoniados. Max Nomad, en su Apóstoles de la Revolución (citado por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo), señala que el «sistema de desprecio total por cualquier principio de simple equidad y de justicia en la actitud [del revolucionario] hacia otros seres humanos… pasó a la historia revolucionaria rusa bajo el nombre de Nechayevschina.» Y su influencia posterior fue considerable...

Dimitri Volkogónov, en El verdadero Lenin (editado en España en 1996, con prólogo de Manuel Vázquez Montalbán) escribe: «Lenin admiraba mucho a Serguéi Necháiev, el revolucionario que había acabado loco en prisión. Bonch-Bruévich contó que Lenin le había dicho: “La gente ha olvidado totalmente que Necháiev poseía un talento especial de organizador, una capacidad para desplegar dones particulares, entre ellos el trabajo ilegal… Basta con recordar la respuesta precisa que hizo en uno de sus panfletos a la pregunta ¿A quién habría que matar de la familia real? La respuesta fue: A toda la ektenia. (Es decir, la lista completa de los Románov que se lee en una parte de la misa ortodoxa.) De modo que, ¿a quién habría que matar? A toda la Casa de los Románov, como cualquier lector podría entenderlo. ¡Genio puro!”»

Y en otro punto de su obra: «La presencia de Necháiev entre los predecesores de Lenin da que pensar. Tanto Marx como Engels habían condenado la doctrina de Necháiev de terror individual, y en numerosas ocasiones Lenin haría lo mismo. Pero Necháiev era más que un abogado del terror, pues su nombre fue sinónimo de conspiración política, incluidos los planes secretos para derrocar y exterminar sin piedad a las autoridades y gobiernos objetos de su odio. En la terminología de su época,tales tácticas eran llamadas blanquistas (por Louis Auguste Blanqui, activista radical que operó en Francia durante las décadas de 1830 y 1840). En tanto que condenaba ese punto de vista, Lenin no dudaría en recurrir a ello en momentos decisivos. Como escribió Plejanov en 1906: “Desde el comienzo mismo, Lenin fue más blanquista que marxista. Importó su contrabando blanquista bajo la bandera de la ortodoxia marxista más estricta” (…) Así la célebre máxima de Necháiev que sostiene que “todo lo que ayuda a la Revolución es moral, Todo lo que la impide es inmoral y criminal” fue adoptada por Lenin en el III Congreso de la Juventud Comunista de 1919 que todo lo que propiciara la victoria del comunismo era moral.»

Primera edición de Los endemoniados, de Dostoievski

viernes, 2 de febrero de 2018

Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios y Comentarios


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Nuestro conocido Charles F. Lummis, en su encomiástico y un tanto rosáceo Los exploradores españoles del siglo XVI, presenta así la prodigiosa aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca: «En 1527 salió de España la expedición más desastrosa que se envió al Nuevo Mundo; expedición notable únicamente por dos cosas, fue tal vez la más desgraciada de que hay historia, y condujo al hombre que supo ser el primero en cruzar el Continente americano, el cual hizo verdaderamente una de las más asombrosas marchas a pie que se han realizado desde que el mundo es mundo. Pánfilo de Narváez, que tan vergonzosamente fracasó cuando fue a arrestar a Cortés, mandaba la expedición con autoridad para conquistar la Florida, y su tesorero era Álvaro Núñez Cabeza de Vaca. En 1528 desembarcó esa compañía en la Florida, y empezó desde luego una serie de horrores que ponen los pelos de punta. Los naufragios, los indígenas y el hambre causaron tal destrozo en la malhadada compañía, que cuando en 1529 los pieles rojas hicieron esclavos a Cabeza de Vaca y tres de sus compañeros, eran éstos los únicos supervivientes de la expedición.

»Vaca y sus compañeros anduvieron al azar desde la Florida hasta el Golfo de California, sufriendo increíbles peligros y tormentos, y llegando allí después de andar errantes durante más de 8 años. El heroísmo de Cabeza de Vaca recibió su galardón. El rey le hizo gobernador del Paraguay en 1540; pero resultó tan inepto para este cargo como lo fue Colón para el de virrey, y no tardó en volver cargado de cadenas a España, donde murió. Pero la relación que publicó de cuanto vio en ese pasmoso viaje (porque Vaca era un hombre educado y dejó dos libros muy interesantes y valiosos), hizo que sus compatriotas se determinasen a comenzar con empeño la exploración y colonización de lo que es hoy los Estados Unidos, a construir las primeras ciudades, y a labrar las primeras granjas en el país, que ha llegado a ser la nación más vasta del mundo.»

Y más adelante: «Cabeza de Vaca fue realmente el primer europeo que penetró en lo que era entonces el obscuro continente de Norteamérica, como fue el primero que lo cruzó siglos antes que otro cualquiera. Sus nueve años de marchas a pie, sin armas, desnudo, hambriento, entre fieras y hombres más fieros todavía, sin otra escolta que tres camaradas tan malhadados como él, ofrecieron al mundo la primera visión del interior de los Estados Unidos y dieron pie a algunos de los hechos más excitantes y trascendentales que se relacionan con su temprana historia. Casi un siglo antes de que los Padres Peregrinos estableciesen su noble comunidad en la costa de Massachusetts; setenta y cinco años antes de que se instalase el primer poblado inglés en el Nuevo Mundo, y más de una generación antes de que hubiese un solo colono de la raza caucásica de cualquier nación dentro del área que hoy ocupan los Estados Unidos, Cabeza de Vaca y sus desharrapados acompañantes atravesaron penosamente este país desconocido.»

Y así, su entusiasmo roza lo ditirámbico: «No hay palabras con que expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos; españoles los que por vez primera vieron el océano Pacífico; españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio país y de las tierras que más al Sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo. Aquel temprano anhelo español de explorar era verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que un pobre teniente español con veinte soldados atravesó un inefable desierto y contempló la más grande maravilla natural de América o del mundo —el gran Cañón del Colorado— nada menos que tres centurias antes de que lo viesen ojos norteamericanos! Y lo mismo sucedía desde el Colorado hasta el Cabo de Hornos. El heroico, intrépido y temerario Balboa realizó aquella terrible caminata a través del Istmo, y descubrió el océano Pacífico y construyó en sus playas los primeros buques que se hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar desconocido, y ¡había muerto más de medio siglo antes de que Drake y Hawkins pusieran en él los ojos!»