Escribe Enric Ucelay-Da Cal en el Diccionario Biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia: «Es tópico dar a Almirall el trato de “padre del catalanismo”, ya que se le considera inventor de este neologismo. En la práctica, sin embargo, dentro de la tradición del nacionalismo catalán se le recuerda más bien como un abuelo, un antepasado directo de los auténticos “padres fundadores”. Él mismo, sin duda alguna, quiso ejercer de patriarca y no se salió con la suya. Rico y displicente, ideólogo inquieto y político ingenioso, estuvo aquejado de un temperamento impaciente en demasía para las tareas que él mismo se impuso. Así, su trayectoria no dio más que frutos indirectos, hecho del cual él tuvo amarga confirmación. Pero es verdad que la tan proteica noción del “catalanismo” fue suya: ya dejó muestras de ello en 1878 y famosamente, en 1886, definió la idea como un “particularismo” alternativo, tanto al imperante liberalismo monárquico, unitario aunque ocasionalmente dijera otras cosas, y al federalismo republicano, demasiado municipalista e incluso libertario en su fondo doctrinal para ser funcional, tal como pudo constatar en el aciago año de 1873 (…)
»A partir de sus cuarenta años cumplidos en 1881, su mejor momento político coincidió con una portentosa explosión creativa. El 1885, Almirall organizó en Barcelona una protesta contra la política comercial gubernamental ante Gran Bretaña y, por implicación, contra la delegación informal parlamentaria, la llamada “diputación de Cataluña” en las Cortes (o sea, el liberal Balaguer). Se aseguró ser nombrado redactor ponente de la Memòria en defensa dels interessos morals i materials de Catalunya, recordada como el Memorial de Greuges; y quienes también participaron se supeditaron a su dictado. La maniobra del Memorial, constitucionalmente absurda, consistía presentar el texto en comisión a Alfonso XII. Naturalmente, el gesto —pues sólo era eso, como no dudó en señalar con cortesía el monarca— no sirvió de nada, pero convirtió a Valentí Almirall en la figura clave de la política catalana. Y su ascendencia ideológica era asimismo patente.
»Almirall reunió unos artículos, ya presentados antes en Barcelona en catalán, y los publicó de nuevo en La Revue du Monde Latin, para recogerlos a continuación como opúsculo en L’Espagne telle qu’elle est, impresos en Montpellier, en 1886. Fueron entonces traducidos al castellano por su fiel amigo Celso Gomis, con el mismo título, España tal cual es, mucho más explosivo en clave castiza, y editados en Barcelona en el mismo año de 1886. Se elaboró, por añadidura, una nueva edición, en francés, considerablemente aumentada, y publicada al año siguiente en París. A resultas, Almirall se presentaba como la voz crítica de una revisión radical de la situación española, tanto dentro como fuera del país, tanto en catalán como en castellano como en francés, entonces el idioma internacional.»
Y esta es la obra que comunicamos, que presenta dos claras vertientes, regeneracionista y particularista. Por un lado la crítica y el rechazo general a la España de la Restauración (a la que moteja como el pachalicato), establecida una década atrás con la pretensión de superar la inestabilidad congénita del liberalismo anterior. La caracteriza su inmoralidad, su anarquía, su desbocada deuda pública, el número de sus generales, la corrupción económica y electoral, el chanchullo… Ahora bien, Almirall es una voz más (excesivamente generalizadora y meramente denigratoria) que choca con las de otros críticos más reflexivos: Lucas Mallada, Ángel Ganivet, Joaquín Costa…
Más originalidad posee su planteamiento catalanista, que gozará de considerable éxito, y se desarrollará en direcciones que el propio Almirall rechazará. Pero los cimientos, el punto de partida que establece nuestro autor, permanecerá: «España no es una nación una, compuesta de un pueblo uniforme, sino todo lo contrario. En nuestra península se han aclimatado, desde los tiempos históricos más remotos, una gran diversidad de razas, sin haberse confundido jamás una con otras. En una época más reciente se han formado en ella dos grandes grupos: el grupo castellano o central-meridional, el grupo vasco-aragonés o pirenaico. Ahora bien, los caracteres y los rasgos de estos dos grupos son diametralmente opuestos. El grupo central-meridional, bajo la influencia de la sangre semítica que debe a la invasión árabe, se distingue por su espíritu soñador, por su disposición a generalizarlo todo, por su amor al fausto, a la magnificencia y a la amplitud de las formas. El grupo pirenaico, salido de las razas primitivas, se muestra mucho más positivo. Su genio es analítico, y, rudo como el país que habita, va al fondo de las cosas sin pararse en la forma.» Y la historia de los últimos siglos «se resume en la absorción de toda España por el grupo central, cuya gran preocupación actual es la de imponer la legislación castellana a todas las regiones pirenaicas. Es el fin del fin.»
Por estas mismas fecha Almirall publica su obra más desarrollada, El catalanismo; motivos que lo legitiman, sus fundamentos científicos y sus soluciones prácticas, que en su día comunicamos en Clásicos de Historia.