Andrés Trapiello nos presenta así al protagonista de esta semana en su tantas veces citada Las armas y las letras: «Marañón fue toda una institución política y humanística del momento. Era médico, político, historiador, ensayista, biógrafo, dedicaba muchas horas al laboratorio y muchas a la medicina hospitalaria, llegó a ser miembro de todas las academias, y cada cierto tiempo, con relativa frecuencia, publicaba inamovibles volúmenes sobre cualesquiera de estas materias, sin contar el tiempo que le llevaba hacer la visita diaria a los ilustres enfermos que solicitaban su atención y diagnóstico. Su vocación política, por lo menos antes de la República, fue neta y no menor que la médica. Había estado preso en tiempos del general Primo, como conspirador, en una de esas prisiones que más que desdorar el currículum del interesado, lo bruñían con rapidez y prestancia y lo lanzaban a nuevas campañas triunfales. Fue fundador, con Ortega y Pérez de Ayala, de la Agrupación al Servicio de la República, que emitió su proclama el 10 de febrero de 1931, y también, como Ortega y Ayala, diputado en las Cortes Constituyentes.»
Pues bien, de entre la inmensa producción intelectual de Marañón, relacionada exhaustivamente por Antonio López Vega en su Biobibliografía de Gregorio Marañón (2009), hemos seleccionado una treintena de artículos periodísticos en los que se ocupa de la vida política española tras el 14 de abril, en la que participa activamente hasta su renuncia al escaño en las Cortes en 1933. Su posicionamiento a favor de la república es patente y entusiasta. Su punto de partida, desde su progresismo, es el rechazo de la monarquía, tanto por su respaldo a la dictadura de Primo de Rivera como por la misma esencia y funcionamiento del régimen de la Restauración. En el marco de la crisis general del sistema liberal provocada por la Gran Guerra, Marañón no es capaz de percibir el carácter abierto y perfectible del sistema regido por la constitución de 1876, aunque unos años después rectificará.
Roberto Villa, en su esclarecedor 1917 El estado catalán y el soviet español (2021) afirma que «la España de 1917 poco tenía que ver ya con esa caricatura que, cuando alude a los aspectos sociales y económicos, se define en término de “atraso”, “estancamiento” o “fracaso”, y que cuando se menciona lo político se etiqueta con “oligarquía” y “caciquismo”, el manido lema de Joaquín Costa. La España de hace un siglo era una nación dinámica y progresiva (…) Desde un punto de vista político, España se regía por medio de una monarquía constitucional con un gobierno parlamentario. Su entramado de reglas e instituciones era equiparable al de cualquier otro país liberal y poseía innegables potencialidades democráticas, culminadas con la concesión del sufragio universal masculino en 1890 (…) Hacia 1917 el sufragio universal funcionaba cada vez mejor y las elecciones fueron progresivamente más disputadas y limpias, comparadas con las del siglo XIX. Cabían pocas dudas de que, de mantenerse la arquitectura del régimen político, esa evolución electoral anticipaba la democracia liberal.»
Pero a muchos de los sectores republicanos, socialistas, catalanistas y militares que, en la vieja tradición liberal e historicista, mitificaban el concepto de la revolución como panacea transformadora de las sociedades, se les une una parte significativa aunque reducida de la clase política de la Restauración, y abundantes intelectuales y creadores de opinión, especialmente tras el fin de la dictadura. Con ellos, Gregorio Marañón participará significativamente en el establecimiento de lo que es por todos defendido como una inevitable ruptura de la legalidad; eso sí, según sus promotores, traído por un “Pueblo” abstracto e indeterminado: en realidad la autodeclarada “voluntad general” de Rousseau. El entusiasmo que manifestará Marañón es indudable, al igual que su confianza en el éxito del nuevo régimen, y se mantendrán durante bastante tiempo, a pesar de los conflictos, cada vez más graves: la quema de conventos, los sucesos de Castilblanco... Mientras que otros como Ortega y Unamuno se desencantan pronto, nuestro autor conservará y manifestará en sus artículo un cierto optimismo, que le lleva a minimizar problemas y excesos, y a considerarlos conflictos necesarios en todo proceso revolucionario. Con todo, progresivamente sus comentarios tienden a alejarse de la vida política directa, y a centrarse en cuestiones que puedan considerarse neutrales: la cultura, su difusión con carácter hispánico en Marruecos, Argelia, América…
Todavía en junio de 1936 observamos una cierta ambivalencia en nuestro autor: reconoce que «pasan muchas cosas graves, profundas (…) Cosas, es cierto, desagradables para muchos, incómodas y a veces trágicas. Pero profundamente serias, estructuradas bajo su aparente incoherencia y reveladoras de una vitalidad nacional que no puede menos de ser fecunda, aunque a costa del dolor de muchos. Incluso del dolor de quien esto escribe.» Pero confía en que «a costa sin duda de unos meses de fricción áspera y a veces violenta, entre las nuevas fuerzas políticas de España se podrá llegar a la estructura moderna sin que pasemos por la fase rigurosamente unilateral de otros países de Europa, rojos o negros (…) Ahora, ¿cuál será esa estructura moderna? (...) los pueblos marchan siempre hacia un mejor porvenir, que, naturalmente, no puede coincidir con los ideales y los intereses de todos. El que dude que dentro de unos años se habrá llegado a una transacción entre las dos fuerzas extremas que hoy luchan en el mundo está ciego. El comunismo está ya infestado de burguesía, y los regímenes fascistas tienen desde lejos reflejos rojos. Mientras los hombres tengan manos se golpearán con ellas, y luego se las estrecharán. Y así, en España, quién sabe si antes que en otros pueblos.»
Pero lo que llegó fue, en cambio, “la orilla donde sonríen los locos”, la guerra civil, y con ella su cambio de postura, cuando por fin Marañón consiga salir de España, será definitivo: «Éstos son los términos exactos del problema. Una lucha entre un régimen antidemocrático, comunista y oriental, y otro régimen antidemocrático, anticomunista y europeo, cuya fórmula exacta sólo la realidad española, infinitamente pujante, modelará. Así como Italia o Flandes, en los siglos XV y XVI, fueron teatro de la lucha entre los grandes poderes que iban a plasmar la nueva Europa, hoy las grandes fuerzas del mundo libran en España su batalla. Y España aporta ―es su gloriosa tradición― la parte más dura en el esfuerzo por la victoria, que será para todos. En torno a estos términos es como la mayoría de los españoles han tomado su posición. Y en torno a ellos es como debe tomarlos el espectador extranjero, que quizá sea menos espectador de lo que se figura. O comunista o no comunista: no hay por el momento otra opción (…) Los liberales españoles saben ya a qué atenerse. Los del resto del mundo, todavía no.»
El presidente de Francia, Edouard Herriot, en Toledo, con Azaña, De los Ríos y Marañón (31 de octubre de 1932) |