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sábado, 29 de octubre de 2016

Tommaso Campanella, La ciudad del sol


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El dominico Tommaso Campanella (1568-1639) fue un prolífico filósofo, convencido astrólogo e impetuoso politólogo que, entre su abundantísima producción, prosiguió la tarea de delinear sociedades perfectas, como ya había hecho Tomás Moro con su Utopía. Campanella escribió La ciudad del sol en 1602, inicialmente en italiano pero traducida al latín más tarde por el propio autor, lo que le garantizó una mayor difusión. Había nacido en Calabria, y por tanto era súbdito de la monarquía hispánica a la que percibió durante bastante tiempo como solución a los problemas de su tiempo; la consideraba el brazo armado de la cristiandad bajo la autoridad del papa, auténtico señor del orbe. Desengañado en sus esperanzas, y a causa de algunas de sus predicciones, será acusado por parte del virrey de connivencia con patriotas napolitanos e incluso con los turcos, y condenado a una prolongada prisión durante la que escribió una buena parte de sus obras, y entre ellas la que ahora nos ocupa. Puesto en libertad, acabará estableciéndose en París, donde pasará los últimos años de su vida pensionado por Richelieu.

Guillermo Fraile, en el tomo III de su clásica Historia de la Filosofía, caracterizaba así «sus preocupaciones políticas, determinadas por la corrupción interna de la Iglesia, el luteranismo y la amenaza turca. Se convenció de estar llamado a la gran misión de volver a los hombres a la unidad y de haber sido predestinado por señales del cielo, interpretadas por la astrología y por los rasgos de su cara estudiados por la fisiognomía, para ser el apóstol de una palingenesia, que debía culminar en la unión de los reinos y las iglesias, en una sociedad ordenada racionalmente. En su concepto político entran en extraña mezcolanza el Apocalipsis, las profecías del abad Joaquín, las teorías de Jerónimo Cardano, la astrología y la Biblia… Él habría de ser el apóstol de la unidad del mundo.» Y más adelante: «La unidad fue la gran obsesión de su vida, y a ella consagró su indomable energía con una actividad incansable. Sus grandes enemigos fueron todos cuantos consideraba causas de la división: el aristotelismo, el averroísmo, el luteranismo, el calvinismo, la política de Maquiavelo, los turcos, etc. A esto dedicó numerosas obras políticas: Monarchia christianorum, Politica, Civitas Solis, Discorsi ai Principi d'Italia, Monarchia di Spagna, y más tarde, cuando se desengañó de España, La Monarchia di Francia. Su ideal religioso-político consistía en una especie de sociedad universal comunista, organizada en forma de monarquía teocrática, presidida por el poder supremo del Papa, que sería a la vez padre, sacerdote, príncipe y legislador, señor espiritual y temporal del mundo entero, Rex et sacerdos summus, Vicario de Prima Ragione

Parece conveniente leer La ciudad el sol encuadrada en la época y circunstancias tardorenacentistas que la han motivado. Y sin embargo, la encendida imaginación de Campanella que podríamos considerar prebarroca, así como su implicación emocional en la sociedad que describe (actitud muy alejada del distanciamiento irónico siempre presente en la Utopía de Moro), hace que nos sintamos atraídos por su talante visionario, y tentados a percibirla como prefiguración de nuestras sociedades actuales. Nos presenta una sociedad totalitaria en la que todos los aspecto de la vida son controlados por unos dirigentes cooptados indefinidamente; en la que no existe la propiedad privada, y el trabajo y la milicia es obligación general en ambos sexos; en la que el líder máximo o Metafísico, se ve asistido por tres ministros principales, el Poder, el Saber y el Amor; en la que ha desaparecido la familia convencional, y todos los aspectos de la vida (desde las relaciones sexuales y la reproducción hasta la misma dieta alimenticia) son determinados por los sabios gobernantes. Y aún más: el obligatorio aprendizaje-adoctrinamiento se hace por imágenes, mejor que por libros; la sanidad está generalizada; existen carros movidos por el viento, y barcos que navegan sin remos ni velas, y parece que ya son capaces de volar… Se reconoce la libertad humana, pero las estrellas determinan el curso de vidas y acontecimientos. En fin, el sexo se utiliza al mismo tiempo como recompensa y castigo por la docilidad o rebeldía a las imposiciones sociales, y el reo de muerte debe aceptar y amar la sentencia capital que le ha sido impuesta.

viernes, 21 de octubre de 2016

Ibn Battuta, Viaje por Andalucía en el siglo XIV


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Cuando Marco Polo fallece, el joven Abu Abd Allah Muhammad Ibn Battuta (1304-1369), natural de Tánger, está a punto de emprender su peregrinación a La Meca, arranque de un largo periplo de un cuarto siglo de duración, que le llevará hasta India y China. A su regreso, tras visitar la tumba de su madre, y casi como colofón de sus andanzas, decide trasladarse a Al-Andalus con la finalidad de participar en su defensa contra los cristianos. Pero la muerte del rey Alfonso XI de Castilla mientras sitiaba Gibraltar, a causa de la peste negra, convertirá su expedición en un recorrido placentero por el reino de Granada (aunque ocasionalmente se verá amenazado por algunas rápidas incursiones desde el otro lado de la frontera). Será un breve viaje que, naturalmente, ocupará un pequeño espacio en el monumental Rihla o crónica de sus viajes, que compilará a su dictado el escritor granadino Ibn Yuzayy, posiblemente en Fez, a instancias del sultán benimerín Abu Inan Faris. Y así, Ibn Battuta compone una obra extraordinaria, sorprendente y encomiástica: una sucesión de maravillas, espléndidos edificios, prudentes gobernantes y ancianos sabios que, naturalmente se apresuran a recibir y acoger placenteramente al impenitente viajero, en el que parecen reconocer un igual.

No podemos evitar el recuerdo de Abulcásim, el viajero que llegó a China ideado por Jorge Luis Borges en La busca de Averroes: «Otros... instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable: la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló: ―Quien recorre los climas y las ciudades ―proclamó con unción― ve muchas cosas que son dignas de crédito. Ésta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.―Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.―Desiertos la separan ―dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia―. Cuarenta días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarlas. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la vio.»


sábado, 15 de octubre de 2016

Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia

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El escritor y político británico Edmund Burke (1729-1797) fue ante todo un defensor de la gloriosa revolución de 1688, un old whig. Pero justifica y enaltece dicha revolución, origen de la monarquía parlamentaria que ha sido fuente de inspiración para muchos de los ilustrados continentales, subrayando por un lado su carácter necesario y excepcional, y por otro su enraizamiento en el pasado, en la common law fuente de las libertades inglesas (derechos de los ingleses en oposición a derechos humanos, como subrayó Hannah Arendt). Por ello resultó natural que ante los acontecimientos que se producen en la vecina Francia desde 1789, y más aun ante los propagandistas británicos de la nueva revolución, se apresurara a trazar una extensa crítica en la que quiere condenar unos principios que, desde los suyos propios más bien empiristas, le resultan abstractos y vaporosos, pura construcción teórica; pero también rechaza su aplicación práctica, especialmente desde los sucesos del 6 de octubre, con la marcha a Versalles. Considera que el resultado de todo ello supone el arranque de una democracia anarquizante que conduce a la tiranía, a la ruina del país, a la resistencia de los campesinos, y a una posible asunción del poder por un caudillo militar.

François Furet, en La revolución a debate (1999), se ocupó extensamente de Burke: «Será así el primer pensador y también el más profundo de los que advirtieran que la cuestión clave planteada por 1789 estribaba en la relación de los franceses con su propia historia. Para él, la rareza o insolitez más acusada del acontecimiento galo derivará precisamente de aquello de lo que los franceses se muestran orgullosos, la reprobación de lo que bautizaron como el Ancien Régime y su exaltación de una ruptura palingenésica. Exactamente ahí se situará la incompatibilidad de de la historia inglesa con la francesa, en esa figura despegada del tiempo, un descubrimiento propio de la Revolución francesa. En puridad, sería poco decir que Burke condena dicho desgarramiento. Le será incluso muy difícil imaginarlo. Un pueblo sin pasado es como una empresa sin capital, una colectividad huérfana de lo que realmente la conforma, esto es, el trabajo acumulado por generaciones mediante el cual se dio sus pautas civilizadoras, su modo de ser, su constitución política.» Furet continúa su análisis confrontándolo con el muy diferente y esclarecedor de Tocqueville, pero dejémoslo aquí.

Podemos concluir señalando que Burke cree estar defendiendo el régimen fruto de la revolución parlamentaria británica, y para ello ataca la naciente revolución francesa, que amenaza con destruir ―si se propaga― con sus logros, éxitos y beneficios. Y sin embargo, un lector actual no dejará de percibir en sus páginas el anuncio de lo que muy pronto, una vez asimilados buena parte de estos novedosos principios, constituirá el enfoque conservador del liberalismo (e incluso de la actual democracia), y de su crítica a la izquierda. Sirva como muestra el siguiente párrafo:

«No respetan la sabiduría de otros; pero en vez de esto ponen en la suya una confianza ilimitada. Para destruir un orden antiguo de cosas, les basta que la cosa sea antigua; y en cuanto a lo nuevo no se inquietan en manera alguna por la duración de un edificio construido precipitadamente, porque la duración es de ninguna importancia para los que estiman en muy poco o en nada lo que se ha hecho antes de ellos, y que colocan toda su esperanza en los descubrimientos. Piensan muy sistemáticamente que son perniciosas todas las cosas que llevan el carácter de duraderas; y en consecuencia declaran una guerra de exterminio a todo establecimiento. Creen que los gobiernos pueden variar como la moda del peinado, sin que esto traiga consecuencia alguna, y que para adherirse a la constitución cualquiera del estado, no es necesario tener otro principio que la conveniencia del momento. Se producen continuamente como si fueran de opinión que el pacto ya celebrado entre ellos y los magistrados es de una naturaleza simple; que sólo obliga a estos, pero que nada tiene de recíproco; y que la majestad del pueblo puede variarlo sin más motivo que quererlo. Su misma adhesión a la patria no dura sino mientras está de acuerdo con sus proyectos variables: comienza y acaba por tal o tal plan de política que por el momento se conforma con su opinión. Estas doctrinas, o más bien, estas ideas parecen ser las que prevalecen entre vuestros nuevos políticos; pero son totalmente diversas de las que hemos seguido en este país.»


James Gillray, grabado de 1792

viernes, 7 de octubre de 2016

Tomás Moro, Utopía

Retrato, por Hans Holbein el Joven (1527)

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Tomás Moro (1478-1535) es una de las cumbres del humanismo renacentista. Abogado, político, poeta, autor ascético… pero siempre polemista, participando en el agitado debate intelectual de los primeros años del XVI, época en la que se dialogaba (al modo clásico: armoniosa y platónicamente, pero sin eludir invectivas y palabras gruesas) sobre todo aquello que se refiera al ser humano, personal, social y transcendentemente considerado. Se relacionará con los primeros espadas de la época como Erasmo de Rotterdam, que en una carta formularia y laudatoria dirigida al impresor de Utopía escribe:

«Sabes muy bien que siempre me ha agradado sobre manera todo lo que se refiere a mi amigo Moro. Sin embargo, la misma amistad que nos une, me obliga a desconfiar un tanto de mi propio juicio. Por otra parte, veo cómo todos los espíritus cultivados suscriben unánimemente mis palabras. E incluso, admiran con más ardor el genio divino de este autor. Y lo hacen movidos no por un mayor afecto, sino por un espíritu crítico más justo. Todo lo cual me hace aplaudir sin reserva el juicio que he emitido y no dudar en proclamarlo abiertamente. ¡Qué no hubieran realizado esas admirables dotes naturales, si un espíritu como el suyo se hubiere formado en Italia, se hubiera consagrado totalmente a las musas, y hubiese podido ―lo diré claramente― dejar que sus frutos llegarán a la madurez del otoño! Los epigramas fueron su divertimento cuando todavía era joven, qué digo, cuando casi era un niño. Al menos en su mayor parte. Jamás salió de Inglaterra, su patria, a excepción de dos veces, cuando, en nombre del rey, desempeñó una misión diplomática en Flandes. Además de sus deberes de esposo, de sus cuidados domésticos, de las obligaciones impuestas por sus cargos oficiales y la avalancha de causas que instruye, su atención está dominada por los asuntos de Estado, tan numerosos e importantes que uno se maravilla de que encuentre placer en los libros. Por este motivo te envié sus Epigramas y su Utopía. Estoy seguro que, si es de tu gusto, la impresión con tus caracteres les dará una calidad que por sí sola será su mejor recomendación al mundo y a la posteridad.»

De entre sus obras, la que ha gozado de un mayor influjo en la posteridad ha sido esta Utopía (1516), entre otras cosas por el acierto al acuñar la palabra que le da título. En su primer libro nos presenta a un supuesto navegante portugués, el hablador Rafael Hytlodeo, con el que mantiene un animado diálogo, al modo típico de la época. El personaje ficticio puede así llevar a cabo una somera crítica de la sociedad inglesa y europea de la época. Pero es en el más extenso libro segundo donde Moro nos describe una nueva sociedad ideal, platónica, descrita por Rafael, que la habría conocido en el curso de sus viajes: un país que ha logrado una organización e instituciones perfectas que elimina todo posible conflicto al erradicar la propiedad privada, la búsqueda de lucro o interés personal, la ignorancia, la pereza, el privilegio… La dimensión fundamental de los habitantes de la isla es precisamente su plano social, el hecho de ser fragmentos de un todo colectivo. Tomás Moro nos transcribe lo que, en boca de su personaje, es una sociedad perfecta. Pero, desde el mismo título y con bienhumoradas exageraciones a lo largo de la obra, se esfuerza en dejarnos claro que esta supuesta sociedad perfecta no puede existir en ningún lugar ni de ninguna modo, pero que resulta útil para mejorar las auténticas sociedades humanas, imperfectas pero perfectibles. Termina así la obra, para dejar patente su propósito:

«Luego que Rafael hubo acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me habían parecido absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su manera de guerrear, sus religiones y las demás instituciones; y especialmente del fundamento principal de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el honor de la república. Mas como advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería ser contradicho, pues ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles que temían pasar por necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo su discurso y las instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a cenar, diciendo que en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas materias y de hablar largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda pronto! Entre tanto, como no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es sin duda hombre de gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas humanas, confesaré que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas cosas de las que hay en la república de Utopía.»