El joven benedictino Rosendo Salvado (1814-1900) abandona su Galicia natal como consecuencia de la exclaustración general que siguió a la definitiva implantación del régimen liberal en España. Ingresa en 1838 en el monasterio de la Trinità della Cava, cerca de Nápoles, desde donde partirá en 1845 hacia las lejanas colonias de Australia, cuya ocupación por parte de los británicos se había iniciado apenas medio siglo antes. Junto con un compañero de su orden, también español, tienen el propósito de dedicarse a la conversión y civilización de los aborígenes australianos. Cinco años después, en 1851, y durante una estancia temporal en Roma, publicará en italiano la obra que presentamos, que será traducida con inmediatez al castellano y al francés, alcanzando una considerable difusión. La divide en tres partes: la descripción del continente y la narración del proceso de ocupación y colonización; su peripecia vital en la fundación y desarrollo de la misión de Nueva Nursia; y la exposición de los usos y costumbres de los indígenas. Es decir, una parte geográfica e histórica, otra autobiográfica, y la última de carácter etnográfico.
Estamos en las vísperas del decisivo reparto del mundo que va a caracterizar la segunda mitad del imperialista siglo XIX, que se justifica ―sincera o hipócritamente― en el arduo deber del hombre blanco, obligado a llevar los beneficios de la civilización y del progreso a los pueblos considerados atrasados. Exploradores, comerciantes, intelectuales, soldados y naturalmente políticos, impulsaron y llevaron a cabo este fenómeno globalizador. Pero José Luis Comellas, en su Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001), agrega lo siguiente: «Quizá sea el momento de recordar un tipo de hombres que se adentraron en las selvas y desiertos sin intenciones conquistadoras o colonizadoras, y que con gran frecuencia experimentaron vivencias muy parecidas a las de los exploradores… (Aunque) también es cierto que los misioneros se adelantaron muchas veces a los conquistadores y colonizadores, hasta el punto de abrirles camino o prepararles el terreno, en la misma medida que los exploradores de oficio… (En cualquier caso), los misioneros no sólo llegaron antes que los colonizadores , sino que muchas veces se opusieron a ellos; comprendieron mejor que nadie a los indígenas, aprendieron sus lenguas, estudiaron sus costumbres les enseñaron técnicas de cultivo o cultivos nuevos; realizaron una labor educativa mucho antes de que los Estados se ocuparan de ella, crearon escuelas, hospitales y dispensarios.»
Naturalmente, Rosendo Salvado es deudor de los valores e ideas de su época, pero en cualquier caso las Memorias históricas sobre la Australia tienen interés en sí mismas, en buena medida por la curiosidad, perspicacia y capacidad narrativa del autor. Sus descripciones de las prolongadas singladuras oceánicas, de las nacientes ciudades coloniales, de las extensas selvas y desiertos que recorre, y sobre todo de la vida de los aborígenes con los que convive resultan muy atractivas, quizás por la falta de preocupación por el estilo, por el color local. Su naturalidad y llaneza de expresión choca agradablemente con la sobreabundancia de sentimientos y emociones, ya muy desgastados, que todavía predomina en el romanticismo tardío de la época.
Pero destaca además, por el acercamiento desinhibido al aborigen y su cultura, por la empatía e independencia de criterio que muestra. Es interesante su equilibrio, nada común entonces ni ahora, que le permite evitar caer en la Escila del buen salvaje o en la Caribdis del ser inferior. Salvado critica determinadas costumbres y ensalza otras, desde sus propios valores. Pero siempre los percibe, a los indígenas, semejantes, prójimos, personas, y deplora y condena cierta opinión general que detecta: «El carácter físico y moral del australiano ha sido pintado con colores tan falsos, que los más le consideran como el ser más degradado de la especie humana. Se le cree, por lo general, raquítico y mal conformado, y muy parecido a los mismos brutos, llegando algunos a asegurar que no hay la menor diferencia entre un australiano y un orangután. Hasta ha habido, y no uno solo sino muchos, que niegan que el indígena de la Australia esté dotado de un alma racional.» En su contra, afirma radicalmente: «Para nosotros los católicos apostólicos romanos, que creemos firmemente todo cuanto nos enseña la eterna Verdad en los libros sagrados, el género humano se compone de una sola y única especie, la cual fue creada por Dios en el sexto día de la primera semana del mundo, cuando dijo: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram.» Todavía no han publicado sus obras Darwin y Gobineau...
El Museo Universal, 2 de junio de 1861 |