Páginas
▼
viernes, 30 de diciembre de 2016
Constituciones y leyes fundamentales de la España contemporánea (1808-2011)
En 1899 escribía Ricardo Macías Picavea con talante regeneracionista: «La Constitución. Obra de escuelas y partidos en perpetua transacción con la corte y sus elementos; ficción puramente escrita, nunca realidad viva; reflejo postizo de la última novedad parisién, el pueblo es completamente ajeno a ella y ni influye en la vida nacional, ni conocida ni amada, resulta totalmente infecunda; como engaño contrahecho y amañado, origen de muchos males. De aquí su inercia amovible, su fábrica inestable, su fácil naturaleza, jamás intangible y santa, que la convierten en juguete irrespetuosamente traído y llevado por las camarillas. ¡Número increíble el de nuestras Constituciones mal nacidas, y no mucho menor el de las abortadas! Y hay que preguntar: si una Constitución no es para un pueblo arca santa de la alianza que guarda en el tabernáculo propia sustancia de su alma encarnada en ley de justicia, biblia veneranda e inmaculada para todos, ¿qué es entonces?, ¿para que sirve?, ¿qué oficio desempeña?» La cita procede del estudio de Francisco Tomás y Valiente, La Constitución de 1978 y la historia del constitucionalismo español (1980), donde tras esforzarse en analizar y clasificar las distintas constituciones españolas, enuncia esta amarga consideración:
«Pero al margen de estas diferencias técnicas, unas y otras Constituciones, las rígidas y las flexibles, coincidieron entre sí en un mismo y trascendental aspecto: apenas pasaron de la letra legal a la práctica real, apenas se hicieron carne social ni llegaron a tejer una red de prácticas constitucionales complementarias. A la Constitución escrita y vigente en cada momento no se le dotó de esa Constitución no escrita, nacida de los usos políticos, de costumbres originadas dentro o fuera del Parlamento o derivadas de la continuidad en el funcionamiento de las instituciones. No hay que confundir con tales practicas constitucionales, tan saludables y ricas en Gran Bretaña o en Estados Unidos, la aparición de ciertos usos cortesanos emanados de la voluntad o el capricho del monarca reinante. Nuestras Constituciones no calaron hondo. Algunas por efímeras, otras por inauténticas; unas porque el recurso a la violencia utilizado por sus enemigos no dio tiempo a que pudieran arraigar ni permitió que entraran en juego los mecanismos previstos para la reforma constitucional; otras porque no estaban destinadas más que a cubrir las vergüenzas de una vida política más corrupta que auténtica, lo cierto es que la historia de nuestro constitucionalismo se nos presenta como la trayectoria de una frustración interrumpida por momentos de esperanzas pronto disipadas. La falta de continuidad de las Constituciones rígidas no permitió que entraran en juego parciales, calladas y actualizadoras “mutaciones” constitucionales (Verfassungswandlungen); la continuidad inauténtica de las Constituciones flexibles, propias del moderantismo en sus diversas etapas, era poco propicia para que aquellos textos arraigaran en los distintos componentes de una sociedad escasamente identificada con su Constitución.
»La historia de nuestro constitucionalismo es la antítesis, por ejemplo, de la de países como Estados Unidos o Suiza, con su equilibrio entre Constitución escrita estable, reformas constitucionales meditadas, y oportunas mutaciones vivificadoras surgidas a lo largo de la vida de unas instituciones atentas a asumir los cambios producidos en la sociedad. Nuestra historia es una sucesión de crisis constitucionales constituyentes, parecida superficialmente a la de Francia, cuyo número de Constituciones no difiere apenas del nuestro; pero hay una desventaja importante para nosotros, pues si en Francia no arraigaron los textos constitucionales propiamente dichos, sí ha permanecido, como hilo conductor constante la Declaración de 1789 y sí que ha arraigado socialmente el sistema constitucional, mientras que en nuestro país las crisis del Estado constitucional han sido prolongadas y profundas. El jurista español que busca consuelo a tan larga serie de esfuerzos inútiles por implantar en España un Estado de Derecho fundamentado sobre un texto constitucional, ha de pensar que la causa de tan reiterados fracasos no radica tanto en posibles errores técnico-jurídicos como en profundas y conflictivas tensiones hondamente arraigadas, ellas sí, en la sociedad española.»
El profesor Tomás y Valiente recalcaba el carácter democratizador de la Constitución de 1978, a la que conecta con las de 1812, 1869 y 1931, entre las españolas, y con la italiana de 1947 y la alemana de 1949. Pero dejemos estas consideraciones, enmarcadas en las preocupaciones de los años en que se escriben. Antes de concluir agrega la siguiente reflexión, que todavía hoy, resulta plenamente actual:
«Ahora bien; esta invocación a la historia, sin duda lícita y aleccionadora, debe ajustarse con cordura a sus límites naturales. En nuestros días es sin embargo frecuente que la apelación a la historia se haga con poco rigor, mucha carga emotiva y ningún cuidado. Asistimos a la explosión de un historicismo neorromántico, con cuyo apoyo se trata de legitimar determinadas reivindicaciones políticas. Como el pasado está muerto y no puede protestar contra quienes lo invaden, vemos como cada cual lo interpreta y utiliza a su antojo . El fenómeno no es del todo nuevo, pues sabido es que durante el régimen político anterior la Historia de España fue objeto de enfoques docentes muy particulares y tendenciosos, y en parte se pretende ahora conscientemente o no, compensar aquel enfático y vetusto nacionalismo con otros de radio menor. En uno y otro caso, antes y ahora, la historia resulta arma arrojadiza y plataforma ideológica. No pretendo aquí hacer un llamamiento a la objetividad científica del historiador profesional, pues no es ese el problema que hoy nos acucia, sino el de la mistificación de la historia al margen del conocimiento científico de la misma. La historia de España está siendo troceada a lo largo y a lo ancho, y cada cual toma o rechaza de ella lo que le conviene para argumentar decisiones tomadas de antemano. Al mismo tiempo, se mitifica el pasado de algunos de los pueblos de España o se hipertrofia en otros casos la importancia de determinados elementos étnicos o culturales. Y ante este confuso teatro de la historia, donde vemos mezclados personajes, fenómenos colectivos y episodios de las más variadas y a veces remotas épocas, abunda una tentación preocupante; la de acudir al pasado como fuente de legitimidad superior a la Constitución, esto es, la de afirmar que la historia y no la Constitución es causa y origen de legitimidad jurídico-política. Tesis explícita en ciertos casos, tácita en otros, que debe ser rechazada (…) Este tipo de historicismo emocional es inadmisible en un Estado de Derecho cuya norma superior positiviza el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Ésta, la soberanía popular, y la Constitución como su expresión jurídica son la única fuente de legitimidad.»
sábado, 24 de diciembre de 2016
Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón
Tomo III | PDF | EPUB | MOBI |
Tomo IV | PDF | EPUB | MOBI |
Nuestro conocido Jerónimo de San José, en su Genio de la Historia, se refiere así al origen de los cronistas: «En los (reinos) de la Corona de Aragón, y especialmente del reino cabeza de ellos, hay una muy particular observancia y atención en la provisión de este oficio. Nombrábale en tiempos pasados solamente el rey, encomendando a quien le parecía a propósito el escribir la historia (...) Pasado algún tiempo, en el del serenísimo rey don Felipe el prudente, ya con más particular modo y solemnidad comenzó el reino a instituir este oficio de cronista con nombramiento y salario de ministro público, por especial decreto y acto que llaman de corte, hecho por todo el reino en las de Monzón año de mil y quinientos y cuarenta y siete; en virtud del cual se nombró el primero aquel insigne y nunca bastantemente celebrado varón Jerónimo de Zurita, cuya erudición, gravedad, verdad, entereza y sumo estudio pudieron granjearle la gloriosa fama que en todas las naciones dignamente goza, y dar a sus Anales la que él también recibe de ellos mismos.»
Por entonces ―mediados del siglo XVII― Zurita ya es considerado príncipe de historiadores, y San José lo ensalza así: «resplandece entre los historiadores españoles como entre menores astros la luna, el grave y eruditísimo Zurita, cuyos Anales en la comprehensión y disposición de las materias, en la averiguación de las cosas, en la conveniencia del método y propiedad del estilo; y en todas las demás partes de una perfecta historia, pueden competir con la más célebre de las antiguas y modernas. Con la misma excelencia escribió los que llamó Índices en lengua latina, que son un grave y elegante epítome de lo que había escrito en la vulgar, enriquecido con tesoros nuevos. Pero aunque todo lo que escribió es muy escogido, principalmente lo son aquellos dos últimos tomos de las acciones y gobierno del rey don Fernando el Católico; donde excediéndose a sí mismo Zurita, dejó más que admirar, que de imitar a los sucesores en la historia.»
Por su parte, el profesor Esteban Sarasa Sánchez, de la Universidad de Zaragoza, presenta así la obra que nos ocupa: «Jerónimo Zurita puede considerarse como el primer medievalista de Aragón, porque, en su magna y extensa obra historiográfica, trata la historia del Reino primero y de la Corona después, con los precedentes condales que le hicieron vincularse al reino de Pamplona; como, posteriormente, la unión dinástica de Aragón y Barcelona supuso sucesivamente la formación de la Corona de Aragón, o mas bien la Corona del rey de Aragón; a la que se incorporaron en los siglos XIII al XV, de manera temporal o permanente, Mallorca, Sicilia, Cerdeña o Nápoles. Además, este primer cronista oficial de Aragón, por nombramiento de la Diputación General del Reino, no se limitó a seguir las pautas de sus predecesores, que se limitaron a reescribir la historia según las crónicas precedentes, sino que indagó en los archivos y utilizó documentación original que formó parte de la llamada Alacena de Zurita.
»Su sólida formación humanística, sabiendo latín y griego, y conociendo el francés, italiano, portugués y catalán, permitió al cronista (1512-1580) utilizar a los clásicos y estudiarlos en el aprovechamiento para su relato; enriqueciendo la narración con pensamientos e ideas retóricas, fruto de su erudición. En su época, la distinción entre lo verosímil y lo inverosímil, lo legendario y lo real, se mezclaba habitualmente a la hora de remontarse a los orígenes de los pueblos y las naciones, pero Zurita supo depurar en lo posible el conocimiento para ofrecer un conjunto equilibrado de carácter historiográfico; sometido, eso sí, a su condición de cronista oficial, al interés de su tiempo por la historia y a su personal visión de los acontecimientos del pasado, aunque parte del principio de desconsiderar crédulas historias inconsistentes que circulaban por entonces.
»La composición de los Anales se prologó durante treinta años y la primera edición del último volumen se hizo en el año del fallecimiento del cronista. Tras un breve prólogo comentando las dificultades de reconstruir el pasado, se inicia la obra con la invasión musulmana, llegando hasta Fernando II el Católico, a quien dedicó una Historia especial sobre las empresas en Italia. Pero la obra en sí es también de interés peninsular, con un estilo fluido que, no obstante, refleja el trabajo de unir la información documental sin demasiada soltura. Las ediciones clásicas de los Anales son: la príncipe de 1562 editada por Bernuz, la corregida por el propio Zurita de 1585 y editada por Portonariis, la posterior de 1610 por Robles y la de 1659 por Dormer. Divididos en XX libros, constituyen la magna obra sobre el pasado medieval de Aragón, todavía de obligada consulta.»
Tomo I: Libros I, II, III, IV y V ― Desde los orígenes hasta el reinado de Jaime II (711-1313)
Tomo II: Libros VI, VII, VIII, IX y X ― De Jaime II hasta Martín el Humano (1314-1410)
Tomo III: Libros XI, XII, XIII, XIV y XV ―
Tomo IV: Libros XVI, XVII, XVIII, XIX y XX ―
viernes, 16 de diciembre de 2016
Soto, Sepúlveda y Las Casas, Controversia de Valladolid
Domingo de Soto |
La conquista y ocupación de América generó desde sus inicios un agitado debate sobre su conveniencia, ética, legitimidad y resultados. Diversas voces ―conquistadores y encomenderos, misioneros, teólogos, juristas y cronistas― polemizaron de forma creciente con argumentos y con violencias, persiguiendo en último y decisivo término la anuencia del Emperador. En esta situación tuvo lugar la denominada Controversia sobre los derechos del rey de España relativos a la conquista de las Indias, celebrada en Valladolid, y convocada los primeros días de julio de 1550. Ante un selecto auditorio de altos funcionarios de los Consejos de Indias, Castilla y Órdenes, y algunos de los más destacados teólogos de la época, se van a enfrentar los representantes de las dos posturas: el obispo de Chiapas Bartolomé de Las Casas, y el cronista real Juan Ginés de Sepúlveda. Este último el mismo día 8 escribirá preocupado a Carlos I, a la sazón en Augsburgo, por lo que considera una auténtica encerrona, poniéndose la venda antes de la herida: «Yo he entendido que S. M. manda que se haga junta de letrados que determinen la manera que se ha de tener para hazer la conquista de Indias y que los Theologos sean frai Bartholome de Miranda y frai Domingo de Soto y frai Melchior Cano y estoi espantado de que tal consejo dio a S. M. porque no se podia nombrar en España a otros mas contrarios al proposito de S. M. para su onrra y conciençia y hazer lo que conviene a la conversion de aquellas gentes. Porque sepa V. S. que los que antes de mi escribieron en esta materia de las Indias fueron estos tres y frai Francisco de Vitoria y el magistral Gaetano todos frailes de Santo Domingo y todos escribieron diziendo e dando a entender que esta conquista es injusta… e si agora meten a estos en la consulta de la manera que se ha de hazer la conquista es cierto que siguiendo su pertinacia han de dezir lo mismo y con razones sophistas confundir a los canonistas y turbar la cosa de tal manera que no se haga a derechas sino todo al reves de lo que conviene pues su opinión es errada y contraria al bien público y a la determinación de la Iglesia hecha por Alexandro en favor de los reyes de España.»
No fue propiamente un debate: en las abundantes sesiones que se desarrollaron entre los meses de agosto y septiembre de 1550, y abril y mayo de 1551, los dos ponentes expusieron sus respectivas tesis; Domingo de Soto las resumió y confrontó sin valorarlas (aunque se quedó con las ganas); y finalmente volvieron a intervenir Sepúlveda y Las Casas para argumentar contra lo dicho por su oponente. Pero a pesar de todo, el empeño no tuvo un claro resultado. Como señala Pedro Borges, «tanto Sepúlveda como Las Casas se consideraron personalmente vencedores en la controversia. Para los lascasistas, la junta, y con ella la Corona, terminó dándole la razón a fray Bartolomé, quien de esa manera se alzó con en triunfo en esta refriega verbal. Para los menos afectos a Las Casas, el auténtico vencedor fue Juan Ginés de Sepúlveda.»
Vidal Abril-Castelló, por su parte, analizó la cuestión buscando los puntos de contacto (y las rectificaciones) de ambos contendientes: «Reducida la polémica a su estructura central, el esquema parece sencillo: ambos antagonistas plantean la misma cuestión, la resuelven por el mismo procedimiento y desembocan en el mismo resultado final. La cuestión es la legitimidad de las guerras de conquista con vistas a la evangelización. El procedimiento de solución es la expropiación política por razones de bien común. El resultado final conjunto es exactamente el que pretendía la Corona al convocar oficialmente la Junta: cristianización de los indios y su incorporación al imperio. ¿Dónde está, entonces, la bipolarización y en qué consiste? Precisamente en que cada uno de los antagonistas plantea e interpreta exactamente al revés cada uno de los temas debatidos, y lo resuelve sobre bases y según criterios de valor diametralmente opuestos. Reducida, a su vez, la bipolarización a su dimensión última, nos encontramos con dos éticas de conquista y de captación del indio diametralmente opuestas:
»a) Ética de la fuerza y de la presión política por parte del Estado colonizador, como instrumento legítimo y necesario para la pacificación y la plena incorporación del indio al imperio: paso previo, a su vez, para su ulterior evangelización y conversión; tarea que así se presume y concibe como más fácil, más eficaz y, desde luego, ya enteramente libre para el indio y para los ministros de la Iglesia.
»b) Ética de la captación pacífica y de la presión de conciencias por parte de la Iglesia evangelizadora, como único instrumento legítimo y necesario para la libre conversión y la plena incorporación del indio a la Iglesia; paso previo, a su vez, para su ulterior incorporación plena al imperio; procedimiento que así se se presume y concibe como más fácil, más eficaz y, desde luego, el único justo y legítimo para el indio, para la Iglesia y para la Corona española.» (En la obra colectiva Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca. La ética en la conquista de América, CSIC, Madrid 1984.
viernes, 9 de diciembre de 2016
Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios
En el prólogo a su edición y traducción de esta obra, Marcelino Menéndez Pelayo nos la presenta así: «El tratado de Juan Ginés de Sepúlveda que por primera vez se imprime a continuación no es obra enteramente peregrina para los eruditos de las cosas de América, aunque hayan sido pocos hasta el presente los que han logrado la fortuna de leerla. Teníase bastante noticia de su contenido, así por los tratados de Fr. Bartolomé de las Casas como por el opúsculo que Juan Ginés de Sepúlveda compuso con el título de Apologia pro libro de justis belli causis, impreso por primera vez en Roma en 1550, y reimpreso en la colección de las obras de su autor publicada por nuestra Academia de la Historia en 1780, bajo la dirección de D. Francisco Cerdá y Rico, escritor curioso y diligente, que en la vida de Sepúlveda, con que encabeza la publicación, da muestras de haber tenido a la vista una de las copias del diálogo inédito que ahora publicamos, y aun extracta de él algunos párrafos. Es verdaderamente digno de admiración, y prueba irrefragable del singular respeto con que todavía en el siglo XVIII se miraban en España las doctrinas y opiniones de Fr. Bartolomé de las Casas y de los teólogos de su orden acerca del derecho de conquista y acerca de la condición de los indios, el que ni Cerdá y Rico ni los demás académicos que intervinieron en la edición de las obras de Sepúlveda, se atreviesen a incluir en ella este opúsculo que, de cualquier modo que se le considere, no podía tener en el siglo pasado ni puede tener ahora más que un valor histórico.
»Pero este valor es grande. Fr. Bartolomé de las Casas, que tenía más de filántropo que de tolerante, procuró acallar por todos los medios posibles la voz de Sepúlveda, impidiendo la impresión del Democrates alter en España y en Roma, concitando contra su autor a los teólogos y a las universidades, y haciendo que el nombre de tan inofensivo y egregio humanista llegase a la posteridad con los colores más odiosos, tildado de fautor de la esclavitud y de apologista mercenario e interesado de los excesos de los conquistadores. En esta gran controversia, que tan capital importancia tiene en los orígenes del Derecho de Gentes, apenas ha sido oída hasta ahora más voz que la de Fr. Bartolomé de las Casas. Justo es que hable Sepúlveda, y que se defienda con su propia y gallarda elocuencia ciceroniana, que el duro e intransigente escolasticismo de su adversario logró amordazar para más de tres siglos. La Apología de Sepúlveda la han leído pocos, y no era fácil de entender aislada como estaba de los antecedentes del asunto. El Democrates alter no le ha leído casi nadie, y es sin embargo la pieza capital del proceso. Quien atenta y desapasionadamente le considere, con ánimo libre de los opuestos fanatismos que dominaban a los que ventilaron este gran litigio en el siglo XVI, tendrá que reconocer en la doctrina de Sepúlveda más valor científico y menos odiosidad moral que la que hasta ahora se le ha atribuido. Fr. Bartolomé de las Casas trató el asunto como teólogo tomista, y su doctrina, sean cuales fueren las asperezas y violencias antipáticas de su lenguaje, es sin duda la más conforme a los eternos dictados de la moral cristiana y al espíritu de caridad. Sepúlveda, peripatético clásico, de los llamados en Italia helenistas o alejandristas, trató el problema con toda la crudeza del aristotelismo puro tal como en la Política se expone, inclinándose con más o menos circunloquios retóricos a la teoría de la esclavitud natural. Su modo de pensar en esta parte no difiere mucho del de aquellos modernos sociólogos empíricos y positivistas que proclaman el exterminio de las razas inferiores como necesaria consecuencia de su vencimiento en la lucha por la existencia. Los esfuerzos que Sepúlveda hace para conciliar sus ideas con la Teología y con el Derecho canónico no bastan para disimular el fondo pagano y naturalista de ellas. Pero no hay duda que si en la cuestión abstracta y teórica, Las Casas tenía razón, también hay un fondo de filosofía histórica y de triste verdad humana en el nuevo aspecto bajo el cual Sepúlveda considera el problema.»
Mural de Diego Rivera |
viernes, 2 de diciembre de 2016
François-Noël Graco Babeuf, Del Tribuno del Pueblo y otros escritos
Sebastián Miñano agregó a su traducción de la Historia de la revolución francesa de Thiers numerosas notas biográficas, que reunimos y comunicamos en el volumen 63 de Clásicos de Historia. En conjunto constituyen un completo catálogo de todos los personajes que participaron en estos acontecimientos. Reproducimos a continuación la muy crítica ―y seguramente poco ecuánime― correspondiente al autor de esta semana:
«Camilo o Graco Babeuf nació en las cercanías de S. Quintin de un empleado en las gabelas bastante pobre, y salió de la casa paterna a la edad de 16 años para entrar al servicio de un señor de las cercanías de Roye. Como tenía buenas disposiciones, quiso su amo darle alguna educación y adquirió los conocimientos necesarios para con el auxilio de su amo subir a mayordomo. No tardó en casarse con la criada de la casa, pero habiéndose conducido luego mal, hubo que despedirle y aun perseguirle por lo que se había comido, así de su amo como de otros que por respetos suyos le habían confiado sus negocios, como el prior de Saint Aubin y el marques de Soyecourt. El mal éxito de sus asuntos, que él atributa a la injusticia de los hombres, le hizo arrojarse de lleno en los principios revolucionarios. Escribió varios folletos contra las gabelas, los subsidios, y el régimen feudal, que sólo le produjeron algunos meses de cárcel de la cual salió gracias a las circunstancias. En 1792 le nombraron administrador del distrito de Montdidier, pero a los dos meses le acusaron de haber falsificado varias firmas en una escritura de adjudicación de bienes nacionales y le condenó el tribunal criminal del Soma a 12 años de galeras, pero habiendo apelado al tribunal del Aisne, salió absuelto y se vino a París. Allí vivió obscuramente hasta la jornada del 31 de mayo, tan fatal para los girondinos, de cuyas resultas le nombraron secretario de la comisión de víveres, pero al poco tiempo le prendieron otra vez por ciertas trabacuentas, aunque no tardaron en soltarle. Desde entonces se obscureció durante todo el tiempo del terror, y cuando cayó Robepierre abandonó enteramente la carrera administrativa y se metió a periodista, bajo el nombre de Graco.
»El objeto primitivo de su diario intitulado El Tribuno del pueblo, fue perseguir encarnizadamente a los jacobinos y terroristas, tanto que estos le miraban como su mayor enemigo. Pero de pronto tomó a su cargo restablecer la antigua facción del ayuntamiento de París y se volvió contra los thermidorianos. Allí era el sacar a la luz pública los robos de Tallieu, las crueldades de Freron, la embriaguez de Dourdon del Oisa, las queridas de Pumont, los carros cubiertos sacados de Maguncia por Merlin de Thionville y todas las demás miserias de aquellos regeneradores de la Francia. Ya se deja discurrir cual sería el escándalo que se armaría entre aquella buena gente y las persecuciones de que sería objeto tanto de parte de los thermidorianos como de los antiguos partidarios del terror. Por fin le acusó Tallien de que envilecía a la convención y logró que le prendieran el 29 de enero de 1795, mas habiéndole enviado a la cárcel de Arras, no tardó en alcanzarle la amnistía que se publicó al cerrarse la convención. De vuelta a París, tornó a publicar su Tribuno del Pueblo, no ya contra los mismos personajes que anteriormente, sino contra la tiranía del directorio, explanando además su famoso y anticuado sistema de la nivelación universal. Mandósele de nuevo arrestar en mayo de 1796 y se le formó causa de conspiración contra la constitución del año III. Después de haber escrito al directorio... le condujeron al tribunal de policía, y durante el interrogatorio se dirigió a uno de los porteros para pedirle un vaso de agua diciéndole: «Esclavo, dame de beber.» Desde entonces comprendió el auditorio y el público que aquella cabeza estaba trastornada y que toda aquella gran conspiración podía muy bien ser en parte fruto del delirio y en parte obra de la policía. Pero no hubo remedio, y por más que el jurado declaró que no había habido conspiración, fue Babeuf condenado a muerte el día 25 de mayo de 1797. En vano protestó Mr. Real que era defensor suyo y de Arthé, sino que tuvo que decirles la suerte que les esperaba. Al momento se mataron ambos con un buido que llevaban oculto en el vestido y llevaron sus cadáveres a la guillotina donde les cortaron las cabezas. Dejó Babeuf dos hijos de tierna edad, que adoptaron después Félix Lepelletier y el general Turreau.»
viernes, 25 de noviembre de 2016
Manuel José Quintana, Vidas de los españoles célebres
Fernando Sánchez Marcos, en la obra de síntesis colectiva Historia de la historiografía española (1999) señala que «en el siglo XIX la historiografía española ―en sentido lato― está impregnada de una fuerte conciencia nacional. Aquella es en parte manifestación de ésta y en parte instrumento que ayuda a decantarla. La conciencia nacional común española se plasma en obras históricas de muy distinto género (…) Uno de los géneros historiográficos que alientan la conciencia nacional es el de la biografía. Entre las múltiples obras (y series biográficas) que se conciben desde la perspectiva del sentimiento nacional español, cabe destacar, por ejemplo, las que escribió entre 1807 y 1833, con talento literario y erudición, el político liberal y poeta Manuel José Quintana, Entre sus vidas de españoles célebres, que gozaron de gran difusión, una buena parte de ellas está dedicada a personajes de la Edad Moderna, como el Gran Capitán (Gonzalo Fernández de Córdoba), el descubridor Vasco Núñez de Balboa, y el misionero e historiador indigenista Bartolomé de las Casas. En la pluma de Quintana, como en la de otros muchos escritores de su época, historia y nacionalismo se confunden (…) La valoración ―sustancialmente encomiástica― de la tarea civilizadora española en el Nuevo Mundo y en las Filipinas, es uno de los pilares sobre los que se construye la identidad nacional común de España, y en el que coinciden autores de diferentes ideologías.»
Quintana se había trazado originalmente un proyecto mucho más ambicioso que, un cuarto de siglo después de iniciado, explicita en una advertencia preliminar a las dos últimas vidas que agrega a su colección: «Al publicarse el tomo I de esta obra tenían el autor delante de sí mucho tiempo y muchas esperanzas. Alentábale en ellas la indulgencia con que el público había recibido sus primeros ensayos; y confiado en su juventud y en la tranquilidad y posición ventajosa que entonces disfrutaba, se atrevió a prometer al frente de aquel libro lo que después no le había de ser posible realizar. Y aunque el título indeterminado y vago que le puso dejaba libertad para dar la forma y extensión que quisiese a su trabajo, bien se conocía que el intento era escribir una biografía de los hombres más eminentes que en armas, gobierno y letras hubiesen florecido en España. A aquellas cinco vidas primeras debían seguir las de los personajes más señalados en los fastos del Nuevo Mundo, Balboa, Pizarro, Hernán Cortés, Bartolomé de las Casas. Los célebres generales del tiempo de Carlos V y su sucesor formarían la materia del tomo III. El cuarto se compondría de las vidas de los estadistas más ilustres, desde don Bernardo de Cabrera hasta el conde-duque de Olivares. Y por último, en un tomo V se darían aquellos hombres de letras sobresalientes que en los acontecimientos que por ellos pasaron ofreciesen argumento a una relación interesante e instructiva: tales podrían ser Mariana, Quevedo, Cervantes y algún otro.»
La agitada vida política y militar de España y del propio autor le impedirá llevar a cabo estos propósitos. Sin embargo, las nueve Vidas concluidas resultan muy sugestivas, y no sólo por la calidad literaria de autor y el esfuerzo de acercamiento a su trayectoria vital y a su significado histórico. Su elección y su plasmación suponen una excelente muestra de esa historiografía nacionalista que, con raíces medievales y renacentistas, va a convertirse en dominante y consagrarse definitivamente con la obra de Modesto Lafuente, apenas una generación posterior. Pero también liberal: su reconstrucción del pasado se hace desde el nuevo régimen, uno de cuyos constructores fue Quintana. Resulta significativo observar los personajes seleccionados, entre los que predominan aquellos que se enfrentan al poder o a un destino que les supera: algunos triunfan, como el Cid; otros fracasan, como el príncipe de Viana (por cierto, el único personaje de sangre real) o don Álvaro de Luna.
viernes, 18 de noviembre de 2016
Francis Bacon, La Nueva Atlántida
Francis Bacon (1561-1626), jurista, filósofo y científico, ocupará los primeros puestos de la política inglesa durante el reinado de Jacobo I: miembro del parlamento desde varios años antes, sucesivamente será nombrado lord guardasellos, gran canciller, barón de Verulam y vizconde de San Albán. Pero el final de su carrera política será repentino: en 1621 es destituido, juzgado y condenado a prisión perpetua por venalidad y uso indebido del sello real. Sin embargo, la protección de Buckingham, el privado del rey, le proporcionará un retiro dorado que podrá dedicar a sus trabajos científicos, por los que siente gran afición. En resumidas cuentas, Bacon, con sus múltiples intereses, es en buena medida todavía un personaje plenamente renacentista, como sus contemporáneos Cervantes y Shakespeare.
Con su Novum Organum, Bacon suele ser considerado uno de los primeros filósofos modernos por su introducción del empirismo y del método inductivo, una generación antes de que Descartes culmine el proceso de ruptura definitiva con la vieja escolástica. Guillermo Fraile, sin embargo, en el tomo III de su clásica Historia de la Filosofía sostiene que «Quizá más interesante que el Novum Organum es la New Atlantis (Londres 1627), breve obra incompleta, especie de utopía de la ciencia futura. En ella describe Bacon una ciudad ideal cuyos habitantes se dedican a estudiar y dominar las fuerzas ocultas de la naturaleza, para “extender los confines del imperio humano a todo lo posible”. Bacon tiene el mérito, aunque no la originalidad, de haber proclamado insistentemente la necesidad del método experimental en las ciencias de la naturaleza.» Sin embargo, añade el mismo autor, «parece ignorar los descubrimientos realizados en su mismo tiempo. No sin motivo Goethe lo comparó a un “Hércules, que limpia un establo de estiércol dialéctico para volver a llenarlo con estiércol de experimentos.” Ignoró las matemáticas: más que un práctico de la investigación fue un teorizante del método experimental.»
Y aunque sus obras fueron estimadas y ensalzadas por autores posterior tan eminentes como Boyle, Newton, Hobbes, Leibniz y los enciclopedistas del XVIII, este hecho no escapó posiblemente a la consideración de algunos perspicaces autores. El malicioso Jonathan Swift (de quien ya hemos comunicado su Una modesta proposición), parece tener en mente la Casa de Salomón de La Nueva Atlántida, cuando hace que su famoso Gulliver visite la hilarante Academia de Lagado, capital de Balnibarbi, auténtico paraíso de los experimentalistas más frenéticos. La persona que le gestionará la atenta visita a su numeroso elenco de profesores, tanto de estudios prácticos como especulativos, es el señor Munodi, «persona de alto rango, que había sido varios años gobernador de Lagado; pero por maquinaciones de ministros fue destituido como incapaz. Sin embargo, el rey le trataba con gran cariño, teniéndole por hombre de buena intención, aunque de entendimiento menos que escaso.»
viernes, 11 de noviembre de 2016
Alfonso X el Sabio, Estoria de Espanna
Es Inés Fernández-Ordóñez, en su Las Estorias de Alfonso el Sabio (1991), la que nos presenta esta obra de capital importancia en la historiografía hispana: «La Historia, tal como la concibe Alfonso X en sus dos grandes compilaciones (la General Estoria y la Estoria de España), es historia de los pueblos que ensennorearon la tierra (sea ésta el mundo entero, una de las cuatro partes en que éste se dividió o determinados territorios, España, por ejemplo), y ante todo, de sus príncipes o señores naturales. Es la línea de sucesión en el imperium (o señorío, como lo llama Alfonso) el principio fundamental organizador de toda la Historia, y no una cronología universal permanente (tal como ocurre en los Cánones Crónicos de Eusebio y Jerónimo). Este principio organizador se manifiesta tanto en la historia universal como en la historia particular de España, aunque su aplicación en cada una plantee problemas distintos y requiera decisiones bastante diversas.
»Como bien señaló Menéndez Pidal, la Estoria de España se estructuró siguiendo un plan general que la dividía en los señoríos de los distintos pueblos que dominaron sucesivamente la Península. Después del dominio de los griegos, descendientes de Jafet, siguieron, según la reconstrucción alfonsí, los sennorios de los almujuces, los africanos o cartagineses, y los romanos. Los pueblos bárbaros (vándalos, suevos, hunos, alanos y silingos) pusieron fin al imperium romano en el suelo peninsular y ellos, a su vez, fueron expulsados por los godos, pueblo que obtuvo el dominio definitivo sobre Hispania, ya que los árabes sólo tuvieron, según Alfonso, un sennorio limitado sobre la Península. En efecto, la monarquía asturleonesa que nace en el Norte después de la invasión árabe siempre se consideró legítima heredera de los derechos godos al imperium peninsular, usurpados por los advenedizos provenientes del Norte de África. Esta idea, presente a lo largo de la Edad Media en los reinos cristianos del Norte, proporciona la base legal de la Reconquista, ya que los herederos de los godos luchaban por recuperar sus pertenencias legítimas, y aclara el motivo por que la Estoria de España nunca reconoció estructuralmente la existencia de un sennorio árabe (…)
»Como hemos mencionado ya, la Estoria de España nunca reconoció estructuralmente la existencia de un señorío árabe en España, aunque los musulmanes fueran señores de más de la mitad del territorio peninsular hasta casi los tiempos de Alfonso X. La historia de Al-Andalus se expone par a par con la de la monarquía goda subordinada al año de reinado del monarca astur-leonés (posteriormente, leonés o castellano), que tiene el sennorio de España (…) Tampoco admite estructuralmente la Estoria de España el imperium de los reyes de otros reinos cristianos peninsulares. Es la monarquía astur-leonesa y los reyes de León y Castilla quienes poseen la herencia indivisible de los derechos godos al señorío de las Españas. De acuerdo con esta idea, nunca se cita, ni siquiera como sincronía adicional, el año de reinado de los reyes navarros, aragoneses y portugueses. Tales sincronías hubieran resultado un tanto impertinentes, dado que la Estoria de España no simultaneó la historia de los reinos cristianos de Navarra, Aragón y Portugal con la del reino castellano-leonés (en contraste con su sincronización de la historia árabe con la de la monarquía astur-leonesa-castellana).
»Siguiendo el esquema expositivo de la Historia Gothica del arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada, la Estoria de España incluye la historia completa de estas dinastías reales hispánicas al tener que hablar de su entronque con la castellano-leonesa. La historia de los reyes navarros se inserta, en efecto, para explicar cómo Sancho el Mayor se convierte en el primer rey de Castilla por estar casado con Elvira, hija del conde castellano Sancho García, y haber sido asesinado el heredero de Castilla, el infante García, cuando acude a León para obtener el título de rey, concedido por su suegro, Vermudo III. Con ese motivo, los capítulos 783-786 y 790... se dedican a resumir la historia de la dinastía navarra desde su origen hasta el presente sin acoplarla cronológicamente con la del reino castellano-leonés. Idéntica estructura de excurso presenta, a su vez, la historia de la dinastía aragonesa (capítulos 792-798), que se incluye en el año 2º de Vermudo III porque es entonces cuando el reino de Aragón, fundado por Ramiro I, hijo bastardo de Sancho el Mayor, aparece en la configuración política peninsular. Del mismo modo, la Estoria de España, de acuerdo con el Toledano, incluye la historia completa del reino portugués (hasta Sancho II, rey contemporáneo del arzobispo), interpolándola en el reinado de Alfonso VII el emperador, rey de Castilla y León, ya que durante ese reinado Alfonso Enríquez, sobrino del emperador, gana la independencia portuguesa, convirtiéndose en Alfonso I de Portugal (caps. 969-972).»
Editamos la vieja edición Menéndez Pidal, a pesar de que incluye numerosas ampliaciones posteriores sobre todo del siglo XIV, como pusieron de relieve Diego Catalán y tantos otros autores.
viernes, 4 de noviembre de 2016
Platón, Critias o la Atlántida, con un fragmento del Timeo
En su clásica Historia de la cultura griega, Jacob Burckhardt señala que «Platón creía posible la realización de sus utopías. Además de la descripción idealizante de una proto-Atenas, de inspiración egipcia anterior en nueve mil años a la que tenía ante sus ojos [Éste es aquel Ἀτλαντικὸς λογὸς que, según la ficción de Platón, escuchó Solón de los sacerdotes de Heliópolis y Sais, y que luego el mismo Platón quiso edificar magníficamente. No pasó de los preparativos (en el Timeo y en Critias), y abandonó el conjunto como ἔργον άτελές, como la ciudad de Atenas hizo con el templo de Zeus. (Plutarco, Solón, 16, 32)], desarrolló en dos obras extensas el cuadro de un Estado absolutamente perfecto y el de un Estado moderadamente liberal.» Y a continuación analiza estas dos obras capitales: naturalmente la República y De las leyes.
Pero el balance que Burckhardt hace de este esfuerzo platónico por alcanzar la descripción del estado ideal, es descorazonador: inverosimilitud, tendencia a la violencia, «contradicción abierta con la índole del hombre griego.» Y, desde su atalaya decimonónica edificada sobre el concepto de progreso, «otro reproche se le puede hacer: en ninguna de sus dos utopías ha adivinado en lo más mínimo el porvenir o lo ha conjurado (…) ¡Cuán superior le es el gran Tomás Moro, cuya Utopía contiene barruntos que luego en Inglaterra y en Norteamérica se han convertido en realidad o en opinión dominante! El libro de Moro ha surgido bajo la influencia de De las leyes, de Platón, pero la impresión es de juventud vigorosa que reemplaza a la caduca senectud. ¡Y qué papel desempeña Platón con su religión obligatoria, en la que ni él mismo es menester que crea, pensada toda ella con razones de utilidad política, junto a la profunda religiosidad de Moro, basada en la más esperada libertad!» El gran historiador suizo murió en 1897, sin convivir (o conmorir) con el atroz siglo XX y siguiente. Si lo hubiera alcanzado, quizás rectificaría y reconocería el carácter aparentemente premonitorio o más bien impulsor, de tantas utopías devenidas en distopías prácticas.
Un último aspecto. En parte de la historiografía hispánica tradicional se ha querido percibir la Atlántida del mito platónico como derivado del Tartessos protohistórico. Así Adolf Schulten, autor de una obra muy difundida sobre esta cultura, señalaba: «Platón ha descrito la capital de la Atlántida y su comarca con arreglo a Tartessos, y al mismo tiempo proporcionado una imagen poética de la rica y próspera Tartessos, situada en la desembocadura del Guadalquivir.» Manuel Bendala, en la obra colectiva Los orígenes de España, puntualiza: «La crítica actual no admite, en general, estas hipótesis, y se ha reafirmado la idea de que, si alguna civilización histórica subyace en el relato de Platón, o en las fuentes que éste dice haber usado, ha de ser la que tuvo por escenario a Creta durante la Edad del Bronce. Y no cabe duda de que la brillante civilización minoica, sacudida por cataclismos como el que hizo saltar en pedazos buena parte de la isla de Thera, resulta ser un sugestivo paralelo de la Atlántida, que fue condenada por Zeus a desaparecer bajo las aguas tras un cataclismo, para castigar las ambiciones territoriales de sus habitantes.»
Kircher, Mundus subterraneus I (1678), p. 82 |
sábado, 29 de octubre de 2016
Tommaso Campanella, La ciudad del sol
El dominico Tommaso Campanella (1568-1639) fue un prolífico filósofo, convencido astrólogo e impetuoso politólogo que, entre su abundantísima producción, prosiguió la tarea de delinear sociedades perfectas, como ya había hecho Tomás Moro con su Utopía. Campanella escribió La ciudad del sol en 1602, inicialmente en italiano pero traducida al latín más tarde por el propio autor, lo que le garantizó una mayor difusión. Había nacido en Calabria, y por tanto era súbdito de la monarquía hispánica a la que percibió durante bastante tiempo como solución a los problemas de su tiempo; la consideraba el brazo armado de la cristiandad bajo la autoridad del papa, auténtico señor del orbe. Desengañado en sus esperanzas, y a causa de algunas de sus predicciones, será acusado por parte del virrey de connivencia con patriotas napolitanos e incluso con los turcos, y condenado a una prolongada prisión durante la que escribió una buena parte de sus obras, y entre ellas la que ahora nos ocupa. Puesto en libertad, acabará estableciéndose en París, donde pasará los últimos años de su vida pensionado por Richelieu.
Guillermo Fraile, en el tomo III de su clásica Historia de la Filosofía, caracterizaba así «sus preocupaciones políticas, determinadas por la corrupción interna de la Iglesia, el luteranismo y la amenaza turca. Se convenció de estar llamado a la gran misión de volver a los hombres a la unidad y de haber sido predestinado por señales del cielo, interpretadas por la astrología y por los rasgos de su cara estudiados por la fisiognomía, para ser el apóstol de una palingenesia, que debía culminar en la unión de los reinos y las iglesias, en una sociedad ordenada racionalmente. En su concepto político entran en extraña mezcolanza el Apocalipsis, las profecías del abad Joaquín, las teorías de Jerónimo Cardano, la astrología y la Biblia… Él habría de ser el apóstol de la unidad del mundo.» Y más adelante: «La unidad fue la gran obsesión de su vida, y a ella consagró su indomable energía con una actividad incansable. Sus grandes enemigos fueron todos cuantos consideraba causas de la división: el aristotelismo, el averroísmo, el luteranismo, el calvinismo, la política de Maquiavelo, los turcos, etc. A esto dedicó numerosas obras políticas: Monarchia christianorum, Politica, Civitas Solis, Discorsi ai Principi d'Italia, Monarchia di Spagna, y más tarde, cuando se desengañó de España, La Monarchia di Francia. Su ideal religioso-político consistía en una especie de sociedad universal comunista, organizada en forma de monarquía teocrática, presidida por el poder supremo del Papa, que sería a la vez padre, sacerdote, príncipe y legislador, señor espiritual y temporal del mundo entero, Rex et sacerdos summus, Vicario de Prima Ragione.»
Parece conveniente leer La ciudad el sol encuadrada en la época y circunstancias tardorenacentistas que la han motivado. Y sin embargo, la encendida imaginación de Campanella que podríamos considerar prebarroca, así como su implicación emocional en la sociedad que describe (actitud muy alejada del distanciamiento irónico siempre presente en la Utopía de Moro), hace que nos sintamos atraídos por su talante visionario, y tentados a percibirla como prefiguración de nuestras sociedades actuales. Nos presenta una sociedad totalitaria en la que todos los aspecto de la vida son controlados por unos dirigentes cooptados indefinidamente; en la que no existe la propiedad privada, y el trabajo y la milicia es obligación general en ambos sexos; en la que el líder máximo o Metafísico, se ve asistido por tres ministros principales, el Poder, el Saber y el Amor; en la que ha desaparecido la familia convencional, y todos los aspectos de la vida (desde las relaciones sexuales y la reproducción hasta la misma dieta alimenticia) son determinados por los sabios gobernantes. Y aún más: el obligatorio aprendizaje-adoctrinamiento se hace por imágenes, mejor que por libros; la sanidad está generalizada; existen carros movidos por el viento, y barcos que navegan sin remos ni velas, y parece que ya son capaces de volar… Se reconoce la libertad humana, pero las estrellas determinan el curso de vidas y acontecimientos. En fin, el sexo se utiliza al mismo tiempo como recompensa y castigo por la docilidad o rebeldía a las imposiciones sociales, y el reo de muerte debe aceptar y amar la sentencia capital que le ha sido impuesta.
viernes, 21 de octubre de 2016
Ibn Battuta, Viaje por Andalucía en el siglo XIV
Cuando Marco Polo fallece, el joven Abu Abd Allah Muhammad Ibn Battuta (1304-1369), natural de Tánger, está a punto de emprender su peregrinación a La Meca, arranque de un largo periplo de un cuarto siglo de duración, que le llevará hasta India y China. A su regreso, tras visitar la tumba de su madre, y casi como colofón de sus andanzas, decide trasladarse a Al-Andalus con la finalidad de participar en su defensa contra los cristianos. Pero la muerte del rey Alfonso XI de Castilla mientras sitiaba Gibraltar, a causa de la peste negra, convertirá su expedición en un recorrido placentero por el reino de Granada (aunque ocasionalmente se verá amenazado por algunas rápidas incursiones desde el otro lado de la frontera). Será un breve viaje que, naturalmente, ocupará un pequeño espacio en el monumental Rihla o crónica de sus viajes, que compilará a su dictado el escritor granadino Ibn Yuzayy, posiblemente en Fez, a instancias del sultán benimerín Abu Inan Faris. Y así, Ibn Battuta compone una obra extraordinaria, sorprendente y encomiástica: una sucesión de maravillas, espléndidos edificios, prudentes gobernantes y ancianos sabios que, naturalmente se apresuran a recibir y acoger placenteramente al impenitente viajero, en el que parecen reconocer un igual.
No podemos evitar el recuerdo de Abulcásim, el viajero que llegó a China ideado por Jorge Luis Borges en La busca de Averroes: «Otros... instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable: la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló: ―Quien recorre los climas y las ciudades ―proclamó con unción― ve muchas cosas que son dignas de crédito. Ésta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.―Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.―Desiertos la separan ―dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia―. Cuarenta días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarlas. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la vio.»
sábado, 15 de octubre de 2016
Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia
El escritor y político británico Edmund Burke (1729-1797) fue ante todo un defensor de la gloriosa revolución de 1688, un old whig. Pero justifica y enaltece dicha revolución, origen de la monarquía parlamentaria que ha sido fuente de inspiración para muchos de los ilustrados continentales, subrayando por un lado su carácter necesario y excepcional, y por otro su enraizamiento en el pasado, en la common law fuente de las libertades inglesas (derechos de los ingleses en oposición a derechos humanos, como subrayó Hannah Arendt). Por ello resultó natural que ante los acontecimientos que se producen en la vecina Francia desde 1789, y más aun ante los propagandistas británicos de la nueva revolución, se apresurara a trazar una extensa crítica en la que quiere condenar unos principios que, desde los suyos propios más bien empiristas, le resultan abstractos y vaporosos, pura construcción teórica; pero también rechaza su aplicación práctica, especialmente desde los sucesos del 6 de octubre, con la marcha a Versalles. Considera que el resultado de todo ello supone el arranque de una democracia anarquizante que conduce a la tiranía, a la ruina del país, a la resistencia de los campesinos, y a una posible asunción del poder por un caudillo militar.
François Furet, en La revolución a debate (1999), se ocupó extensamente de Burke: «Será así el primer pensador y también el más profundo de los que advirtieran que la cuestión clave planteada por 1789 estribaba en la relación de los franceses con su propia historia. Para él, la rareza o insolitez más acusada del acontecimiento galo derivará precisamente de aquello de lo que los franceses se muestran orgullosos, la reprobación de lo que bautizaron como el Ancien Régime y su exaltación de una ruptura palingenésica. Exactamente ahí se situará la incompatibilidad de de la historia inglesa con la francesa, en esa figura despegada del tiempo, un descubrimiento propio de la Revolución francesa. En puridad, sería poco decir que Burke condena dicho desgarramiento. Le será incluso muy difícil imaginarlo. Un pueblo sin pasado es como una empresa sin capital, una colectividad huérfana de lo que realmente la conforma, esto es, el trabajo acumulado por generaciones mediante el cual se dio sus pautas civilizadoras, su modo de ser, su constitución política.» Furet continúa su análisis confrontándolo con el muy diferente y esclarecedor de Tocqueville, pero dejémoslo aquí.
Podemos concluir señalando que Burke cree estar defendiendo el régimen fruto de la revolución parlamentaria británica, y para ello ataca la naciente revolución francesa, que amenaza con destruir ―si se propaga― con sus logros, éxitos y beneficios. Y sin embargo, un lector actual no dejará de percibir en sus páginas el anuncio de lo que muy pronto, una vez asimilados buena parte de estos novedosos principios, constituirá el enfoque conservador del liberalismo (e incluso de la actual democracia), y de su crítica a la izquierda. Sirva como muestra el siguiente párrafo:
«No respetan la sabiduría de otros; pero en vez de esto ponen en la suya una confianza ilimitada. Para destruir un orden antiguo de cosas, les basta que la cosa sea antigua; y en cuanto a lo nuevo no se inquietan en manera alguna por la duración de un edificio construido precipitadamente, porque la duración es de ninguna importancia para los que estiman en muy poco o en nada lo que se ha hecho antes de ellos, y que colocan toda su esperanza en los descubrimientos. Piensan muy sistemáticamente que son perniciosas todas las cosas que llevan el carácter de duraderas; y en consecuencia declaran una guerra de exterminio a todo establecimiento. Creen que los gobiernos pueden variar como la moda del peinado, sin que esto traiga consecuencia alguna, y que para adherirse a la constitución cualquiera del estado, no es necesario tener otro principio que la conveniencia del momento. Se producen continuamente como si fueran de opinión que el pacto ya celebrado entre ellos y los magistrados es de una naturaleza simple; que sólo obliga a estos, pero que nada tiene de recíproco; y que la majestad del pueblo puede variarlo sin más motivo que quererlo. Su misma adhesión a la patria no dura sino mientras está de acuerdo con sus proyectos variables: comienza y acaba por tal o tal plan de política que por el momento se conforma con su opinión. Estas doctrinas, o más bien, estas ideas parecen ser las que prevalecen entre vuestros nuevos políticos; pero son totalmente diversas de las que hemos seguido en este país.»
James Gillray, grabado de 1792 |
viernes, 7 de octubre de 2016
Tomás Moro, Utopía
Retrato, por Hans Holbein el Joven (1527) |
«Sabes muy bien que siempre me ha agradado sobre manera todo lo que se refiere a mi amigo Moro. Sin embargo, la misma amistad que nos une, me obliga a desconfiar un tanto de mi propio juicio. Por otra parte, veo cómo todos los espíritus cultivados suscriben unánimemente mis palabras. E incluso, admiran con más ardor el genio divino de este autor. Y lo hacen movidos no por un mayor afecto, sino por un espíritu crítico más justo. Todo lo cual me hace aplaudir sin reserva el juicio que he emitido y no dudar en proclamarlo abiertamente. ¡Qué no hubieran realizado esas admirables dotes naturales, si un espíritu como el suyo se hubiere formado en Italia, se hubiera consagrado totalmente a las musas, y hubiese podido ―lo diré claramente― dejar que sus frutos llegarán a la madurez del otoño! Los epigramas fueron su divertimento cuando todavía era joven, qué digo, cuando casi era un niño. Al menos en su mayor parte. Jamás salió de Inglaterra, su patria, a excepción de dos veces, cuando, en nombre del rey, desempeñó una misión diplomática en Flandes. Además de sus deberes de esposo, de sus cuidados domésticos, de las obligaciones impuestas por sus cargos oficiales y la avalancha de causas que instruye, su atención está dominada por los asuntos de Estado, tan numerosos e importantes que uno se maravilla de que encuentre placer en los libros. Por este motivo te envié sus Epigramas y su Utopía. Estoy seguro que, si es de tu gusto, la impresión con tus caracteres les dará una calidad que por sí sola será su mejor recomendación al mundo y a la posteridad.»
De entre sus obras, la que ha gozado de un mayor influjo en la posteridad ha sido esta Utopía (1516), entre otras cosas por el acierto al acuñar la palabra que le da título. En su primer libro nos presenta a un supuesto navegante portugués, el hablador Rafael Hytlodeo, con el que mantiene un animado diálogo, al modo típico de la época. El personaje ficticio puede así llevar a cabo una somera crítica de la sociedad inglesa y europea de la época. Pero es en el más extenso libro segundo donde Moro nos describe una nueva sociedad ideal, platónica, descrita por Rafael, que la habría conocido en el curso de sus viajes: un país que ha logrado una organización e instituciones perfectas que elimina todo posible conflicto al erradicar la propiedad privada, la búsqueda de lucro o interés personal, la ignorancia, la pereza, el privilegio… La dimensión fundamental de los habitantes de la isla es precisamente su plano social, el hecho de ser fragmentos de un todo colectivo. Tomás Moro nos transcribe lo que, en boca de su personaje, es una sociedad perfecta. Pero, desde el mismo título y con bienhumoradas exageraciones a lo largo de la obra, se esfuerza en dejarnos claro que esta supuesta sociedad perfecta no puede existir en ningún lugar ni de ninguna modo, pero que resulta útil para mejorar las auténticas sociedades humanas, imperfectas pero perfectibles. Termina así la obra, para dejar patente su propósito:
«Luego que Rafael hubo acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me habían parecido absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su manera de guerrear, sus religiones y las demás instituciones; y especialmente del fundamento principal de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el honor de la república. Mas como advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería ser contradicho, pues ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles que temían pasar por necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo su discurso y las instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a cenar, diciendo que en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas materias y de hablar largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda pronto! Entre tanto, como no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es sin duda hombre de gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas humanas, confesaré que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas cosas de las que hay en la república de Utopía.»
viernes, 30 de septiembre de 2016
Nicolás de Condorcet, Compendio de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith
La riqueza de las naciones (realmente, Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones) del escocés Adam Smith y publicada en 1776, gozó de una rápida difusión, tanto en las Islas Británicas (cinco ediciones en vida de su autor, † 1790), como en el continente, con traducciones inmediatas al alemán (1776), francés (1778), danés (1779), español (también temprana, pero sólo se publicará en 1794).
Entre los numerosos ilustrados interesados por la obra se encuentra Marie-Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794). En 1790 emprenderá junto con Peysonnel y Le Chapelier, la edición de una monumental Biblioteca del hombre público, o Análisis razonado de las principales obras francesas y extranjeras sobre la política en general, la legislación, las finanzas, la prevención, la agricultura y el comercio en particular, y sobre el derecho natural y público. Allí se contienen Aristóteles, Bodin, Maquiavelo, Hume, Locke, Montesquieu, Voltaire... Es en el tercer tomo de su primer año (pp. 108-216) donde incluye el resumen de los tres primeros libros de la obra de Adam Smith, que concluye con los dos últimos en el tomo IV (pp 3-115). Para la redacción de este epítome Condorcet contó con seguridad con la ayuda de su esposa Sophie de Grouchy, con la que se había casado en 1786. Ésta, más joven que su marido, logrará sobrevivir al Terror, y publicará más adelante la traducción de otra de las principales obras de Adam Smith, la Teoría de los sentimientos morales.
Condorcet inicia su compendio así: «Esta obra es una de las que más honran a la Gran Bretaña. Resulta muy difícil, por no decir que imposible, de analizar; porque ¿cómo abreviar aquello que exige grandes desarrollos? ¿Cómo reducir más aquello que el genio creador ya ha reducido a sus más justas proporciones? Intentar el análisis de un escrito de tanta substancia, estamos lejos de pretender que dispense a nuestros lectores de la lectura la propia obra; al contrario, deseamos que ésta les inspire el deseo de conocerla y meditarla.»
El Compendio de Condorcet será rápidamente traducido al español, tal como nos detalla Pedro Schwartz*: «Carlos Martínez de Irujo, marqués de Casa Irujo (1763-1824) fue un diplomático español nacido en Washington que disfrutó de la protección de Godoy, el favorito del primer ministro del rey Carlos IV. En 1792 (…) preparó para su publicación el siguiente libro: Compendio de la obra inglesa intitulada Riqueza de las Naciones, hecho por el marqués de Condorcet, y traducido al castellano con varias adiciones del original, (por) don Carlos Martínez de Irujo, Oficial de la primera Secretaría de Estado. Por Orden superior. Madrid: en la Imprenta Real. MDCCXCII. Era una traducción del compendio escrito por Condorcet para la Bibliothèque de l'homme publique. Godoy se jacta, en el exilio de sus últimos años, de haber sido un protector ilustrado de las artes y las ciencias cuando disfrutaba del favor del rey Carlos IV (…) y de la reina María Luisa. Independientemente de lo que opinemos sobre la veracidad de sus memorias, no parece que pueda dudarse de que fue él el que hizo posible las traducciones de Casa Irujo y de Alonso Ortiz (…)
»Debe subrayarse que en toda la traducción del resumen de Condorcet, Irujo nunca cita el nombre de Adam Smith. No ocultó el hecho de que la obra resumida se llamaba La riqueza de las naciones, ni tampoco el nombre del marqués de Condorcet. Pero siempre que Condorcet escribe Smith, y lo hace en muchas ocasiones, el español escribe el autor. En su prefacio, Irujo encapsuló el espíritu con el que Condercet leyó la obra de Smith. La Riqueza de las Naciones era una obra para príncipes y legisladores, como si fuera un compendio de prescripciones para la mejor administración de la economía pública. “La economía política es la brújula que puede dirigir quien tenga en su mano las riendas del gobierno para el desempeño de tan grande empresa… de la felicidad pública”, afirma Irujo. La filosofía económica individualista destaca por su total ausencia (…)
»Además de ocultar el nombre de Smith, Irujo sólo introdujo tres importantes cambios en su traducción. El primero fue señalado por el doctor Ernest Lluch. Irujo tradujo directamente de la obra original inglesa de Smith la disgresión acerca del Banco de Amsterdam, que Condorcet había eliminado. Irujo pudo pensar que esta digresión interesaría al lector español, ya que el Banco de San Carlos, predecesor del Banco de España, se había fundado en 1782. El segundo cambio consiste en la omisión de varios comentarios de Condorcet sobre los clérigos católicos. Finalmente, el tercer cambio supone la adición al resumen de Condorcet sobre los argumentos a favor del libre comercio de Smith (…) Irujo añade: “Esta reflexión puede ser exacta en un país ilustrado, en que los particulares por lo general conozcan el uso más ventajoso que pueden hacer de su dinero; pero hay otros en que los capitalistas necesitan que el Gobierno los lleve, por decirlo así, de la mano para que den movimiento sus fondos, y los empleen con utilidad.” Este tipo de comentario puede considerarse representativo de muchos intelectuales españoles que analizaron La Riqueza de las Naciones.»
* Pedro Schwartz: “The Wealth of Nations censored. Early translations in Spain”. En Contributions to the History of Economic Thought. Essays in honour of R.D.C. Black. London 2000. Los párrafos citados, en pp. 122-124; retraducción propia: naturalmente, el profesor Schwartz publica este estudio en español, pero es la obra inglesa la que me ha sido accesible por internet.