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lunes, 31 de enero de 2022

Historia Augusta. Vidas de diversos emperadores y pretendientes desde el divino Adriano hasta Numeriano, escritas por diversos autores

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Comunicamos esta semana una de las más discutidas obras de la historia romana, la enigmática Historia Augusta. Su propósito aparente es claro: pretende ser una ambiciosa continuación de las Vidas de los doce Césares de Cayo Suetonio Tranquilo, ocupándose de los augustos, césares y usurpadores varios, de los siglos II y III. Habría sido supuestamente redactada por seis autores (Elio Esparciano, Vulcacio Galicano, Elio Lampridio, Julio Capitolino, Trebelio Polión y Flavio Vopisco) en tiempos de Diocleciano y Constantino, a caballo de los siglos III y IV. A causa de la escasez de obras conservadas, y a pesar su mediocre calidad literaria e historiográfica, fue considerada fuente principal para esta época (del 117 al 284). Sólo a partir de 1889, con la obra de Hermann Dessau, se generalizaron las sospechas de que nos encontramos antes una gran mistificación. Actualmente se atribuye su autoría a un único autor, posiblemente habitante de la ciudad de Roma, acomodado, y que defiende las viejas tradiciones políticas, religiosas y culturales del Imperio. Sin duda escribe su obra (un poco a la ligera con repetidos cambios de tono, enfoque y orientación) un siglo más tarde de lo que manifiesta, bajo Teodosio u Honorio, cuando la sociedad romana ha cambiado profundamente, y se encuentra en trance de perder de forma acelerada muchas de sus tradiciones, por ejemplo las religiosas. Anacronismos, empleo de escritos del siglo IV, citas de cartas, discursos y libros ficticios, invención de acontecimientos y personajes (comenzando por los supuestos autores), hacen de esta obra un acabado ejemplo de falsificación de la Historia. Su anónimo autor utiliza las fuentes de que dispone, y cuando carece de ellas, simplemente las inventa.

Javier Velaza, en su Biografías marginales en la H.A. (1994) lo explica así: «El autor de la Historia Augusta es un mentiroso con suerte. Su obra es un opus vermiculatum en el que las piezas falsas son comparativamente más numerosas que las auténticas: los discursos, las cartas, los documentos jurídicos, las inscripciones, son a menudo pura ficción. Cuando utiliza directamente una fuente, lo silencia; si no tiene ninguna, la inventa sin reparos. No se detiene ante nada: afirma haber leído algo en cierto libro de la Biblioteca Ulpia y sólo unas páginas después confiesa no haberlo consultado; dice traducir del griego unos versos y éstos resultan ser de la Eneida. Así, entre bromas y veras, finge ser seis cuando es uno solo y escribir en época de Constantino y Diocleciano, cuando lo hace en la de Teodosio. Y este falsario pertinaz presume de fides historica y se permite impúdicamente acusar de mendaces a Livio, a Salustio, a Tácito y a Trogo, lo más granado de la historiografía romana.»

Naturalmente los análisis, comentarios, atribuciones de la Historia Augusta son muy abundantes y contradictorios entre sí, pero como señala Rafael González Fernández en 2018 «se ha llegado a una communis opinio en el sentido de que el primer paso para desentrañar sus misterios es separar el material histórico auténtico de las ficciones que la obra ofrece de forma abundante. La HA combina pasajes falsos e inventados con pasajes auténticos extraídos de historiadores y biógrafos; identificar el material auténtico es particularmente importante a falta de una comprensión completa del propósito y la naturaleza del trabajo en sí mismo. La separación del material auténtico del material ficticio es el primer paso necesario para cualquier interpretación del HA, y esta separación requiere la investigación de las fuentes del trabajo.» (Prólogo a Miguel Pablo Sancho, La religión del autor de la “Historia Augusta”).

Presentamos la “traducción directa del latín” de Francisco Navarro y Calvo, publicada a partir de 1889, en la benemérita Biblioteca Clásica madrileña. Es por tanto anterior al descubrimiento de su carácter en buena parte falsario, y por tanto ofrece una lectura reverente de la obra. Incluye, además, un doble suplemento: por un lado completa con textos de otros historiadores lo que considera lagunas de la Historia Augusta, de los que sólo reproducimos los correspondientes a los años 244-253. Por otro lado, confronta la vida de los emperadores más destacados con fragmentos de Dion Casio (a través del epitomista Xifilino), Herodiano, Zósimo y Zonaras, lo que proporciona un interesante contraste en ocasiones. Sin embargo, y a pesar de lo útil de esta traducción, debe tenerse en cuenta que en 2013 el profesor Francisco García Jurado, en su Reinventar la Antigüedad, puso de relieve el uso bastante servil por parte de Navarro y Calvo, de una versión francesa de las Noches Áticas de Aulo Gelio en su edición de dicha obra (también “traducción directa del latín”), en la misma Biblioteca Clásica. Y lo mismo ocurre con nuestra Historia Augusta, que procede en buena medida del grueso volumen publicado bajo la dirección de M. Nisard con el título Suétone, les écrivains de l’Histoire Auguste, Eutrope, Sextus Rufus, avec la traduction en français (París 1845).

Codex Palatinus Latinus 899, Biblioteca Vaticana, primera mitad siglo IX

lunes, 24 de enero de 2022

Anténor Firmin, La igualdad de las razas humanas (fragmentos)

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José Luis Comellas en Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001) se refería así al racismo de fines del siglo XIX: «La palabra, hoy, resulta en extremo malsonante. Hace ciento veinte años se empleaba con absoluta naturalidad, y, más aun, como resultado de una experiencia científicamente comprobada; y entonces lo que afirmaban los científicos era una verdad de fe. La Europa de 1880 era un continente civilizado, cortés ―mucho más cortés en sus maneras que hoy―, tolerante en las ideas y en las creencias, regido por sistemas democráticos y parlamentarios, en que entre los principios fundamentales contaba el máximo respeto hacia los derechos humanos. Aberraciones como el nazismo hitleriano o la dictadura estalinista eran absolutamente imprevisibles, y todos los europeos, inclusos los alemanes o los rusos, las hubieran rechazado indignados. Y, sin embargo, era una Europa racista. Más, advierte Stromberg, en los países protestantes que en los católicos, porque estos últimos conservaban la concepción universalista y ecuménica de la tradición cristiana, pero el respeto que en muchos podía existir hacia otras razas y otras culturas no podía ocultar este hecho científicamente comprobado: la raza blanca es superior por naturaleza a las demás etnias humanas.»

Y tras referirse a Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855), a Chamberlain y a Galton, continúa: «En 1880 las teorías racistas estaban en todo su auge. ¿Qué es lo que había cambiado desde los tiempos de Gobineau? Un factor sobre todo parece que hay que tener en cuenta, y es la proliferación del darwinismo, extendido, más que por iniciativa de Darwin, por sus seguidores, entusiastas y dogmáticos, a la manera de Spencer. La teoría de la selección de las especies, de la supervivencia de los más aptos y del progreso ineluctable y necesario por obra del predominio natural de los mejores y más preparados, se convirtió por los años 80 en un verdadero dogma, en un principio que explicaba el avance no sólo necesario, sino conveniente, de la humanidad (…) El racismo, en el sentido de conciencia clara de la superioridad de una estirpe, y con ella de sus derechos y hasta de sus deberes civilizadores, se impuso también como un dogma.» 

Pues bien, en esa sociedad en la que se pretendía apuntalar con los avances científicos el viejo racismo práctico, y en la que el nuevo racismo científico se difunde sobremanera (aceptan el dogma de la desigualdad de las razas hasta muchos anti-esclavistas militantes), y contribuye a justificar el reparto del mundo entre un puñado de potencias coloniales, resultan de especial interés los intelectuales que se sobrepusieron a ese consenso dominante aunque falso, y que realizaron una crítica sostenida a sus fundamentos. Entre ellos destaca el haitiano Anténor Firmin (1850-1911). Fue académico, publicista, y ante todo político: embajador, ministro y, naturalmente, también exiliado. Todavía joven, es recibido en la Sociedad de Antropología de París, y la confrontación con otros miembros es el acicate para la publicación de la obra de la que presentamos una selección de sus apartados más significativos.

En ella Firmin se pregunta: «¿Cómo tantos hombres eminentes, de una claridad indiscutible, estudiosos con teorías originales o filósofos librepensadores han podido asumir esta idea extraña de la inferioridad natural de los negros? ¿Esta idea no es como un dogma cuando, en lugar de basarse en una demostración seria, se limita a afirmarla como si se tratara de una verdad justificada por el sentido común y la creencia universal? En un siglo en el que todas las cuestiones científicas son estudiadas, ya sea por el método experimental o por la observación, ¿el juicio mediante el cual se establece que la raza negra es inferior a todas las demás, no se quedaría sin otra base que la fe de los autores que la sostienen?» Naturalmente, Firmin realiza su crítica del racismo desde el progresismo, y desde los presupuestos científicos de su época, positivismo y darwinismo, que conoce a fondo. Ahora bien, el primero está hoy considerablemente superado, y el otro se transformará poderosamente con el desarrollo de la genética. Pero quizás estas mismas limitaciones son las que despiertan nuestro interés: con los conocimientos y valores de su tiempo y suficiente independencia de criterio, es posible liberarse de avasalladoras imposiciones ideológicas a la moda, y defender valores humanos permanentes.

Esta obra de Anténor Firmin tuvo una limitada repercusión en su tiempo, incluso en la región antillana donde pudo resultar especialmente atractiva. Habrá que esperar a 1930 para disponer de la primera traducción, limitada a las Conclusiones, realizada por otro interesante personaje, Lino D’Ou (1871-1939), y publicada en el conservador Diario de la Marina, de La Habana, donde dirigía una sección denominada Ideales de una raza, de patente carácter anti-racista. La primera traducción completa que conozco fue realizada por Aurora Fibla Madrigal, y publicada también en La Habana por el Instituto Cubano del Libro, en 2013. De ella he extraído los restantes fragmentos seleccionados. También se puede acceder a la edición original francesa, de 1885.

lunes, 17 de enero de 2022

Fermín Hernández Iglesias, La esclavitud y el señor Ferrer de Couto

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La obra de José Ferrer de Couto que comunicábamos la pasada semana promovió una considerable polémica en la opinión pública española (es decir, la opinión escrita). Quizás la respuesta crítica más elaborada es la que le dio Fermín Hernández Iglesias (1833-1909) en la breve obra que presentamos. Doctor en derecho y periodista, inició una importante carrera como alto funcionario durante el Sexenio revolucionario, que prolongó con la Restauración, en la que que fue elegido diputado y senador, y ocupó varias direcciones generales; fue académico y magistrado. Mucha de su actividad pública la dirigió a las cuestiones sociales, sobre las que publicó La beneficencia en España (1876) y Beneficencia internacional (1880). El tempranamente malogrado Julián Sánchez Ruano (1840-1871), joven jurista y político republicano unitario, presentaba así la obra en el Prólogo:

«Es cosa fuera de dudas que la religión con sus dogmas, y la moral con sus máximas, y la filosofía con sus principios, y la economía con sus verdades, y la política con sus consejos, conspiran a una en condenar de raíz, en todos los climas y en las latitudes todas de la tierra, la odiosa herencia de la esclavitud, legada en mal hora por el paganismo a las sociedades cristianas, que en esto no lo han sido ciertamente y por desgracia, sino de nombre y apariencia. Sólo a cabezas livianas es lícito negar esto, y a ingenios frívolos debatirlo, y a hombres de sentimientos tomados de extravagancia replicar con argucias baladíes, y prorrumpir en cierto género de exclamaciones hermanas del delirio más donoso, y vecinas de la locura más peregrina de que haya ejemplo en los anales de la historia de las aberraciones, con ser tan extensa y varia.

»Y en realidad de verdad, no conozco pretensión más destituida de sindéresis (de entre las muchas que de ella carecen hoy en día), que aquella en cuya virtud se pretender deducir algo favorable a la servidumbre de los principios todos que forman la cultura humana, después del advenimiento del cristianismo y de su reincorporación en las corrientes civilizadoras del universo entero, cuan ancho y espacioso es. Como si una religión monoteísta fuera recurso hábil para venir desde ella, y con procedimiento racional y lógico al menguado sistema de castas. Como si una moral, que consagra bajo el más alto punto de vista el sacratísimo albedrío personal, se prestara fácilmente a sancionar y admitir como laudable la negación del más excelso atributo del hombre, que es su libertad augusta. Como si la metafísica con sus incontrastables axiomas, y la fisiología con sus experimentos, y la psicología con sus observaciones, y la química con sus enseñanzas, no probasen de lleno la identicidad del humano linaje, así en facultades como en dotes, así en origen como en procedimientos, sea cualquiera la zona del globo en que habitare, y por más que varíe en accidentes la sustancia que le nutre, y el agua que apaga su sed, y el aire que refresca su pulmón; o ya sea que el rayo de sol le hiera perpendicular y le tueste la delgada cutis, o ya que, oblicuo y apartado, le deje expuesto a los rigores del aterido polo. Y, en fin, como si la economía no hubiera puesto al alcance del más rudo los requisitos y condiciones para que el trabajo manual sea fecundo y productivo; y como si la política, para dar ópimos frutos de bienestar y de ventura, no debiese de ir en amigable consorcio y unión estrecha con la moral y la filosofía (…)

»Por dicha, la santa idea de la emancipación de los esclavos no ha menester de ayudas sospechosas y de auxilios raros para triunfar gloriosamente del entendimiento y del corazón de quien, al poner la vista en el asunto, no sea terco hasta lo inverosímil y reacio hasta lo maravilloso. La conciencia grita muy alto, y no es posible que desoiga su voz el que no padezca de extravíos morales. El eco de la razón se levanta poderoso y resuena por so quiera en alas de las cien lenguas de bronce que agita sin cesar la prensa libre, llevando el verbo de redención de Oriente a Occidente y del Septentrión al Sur.»

lunes, 10 de enero de 2022

José Ferrer de Couto, Los negros en sus diversos estados y condiciones; tales como son, como se supone que son y como deben ser

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Apesadumbra la lectura de este libro; pero al mismo tiempo resulta instructiva. Al embocar el último tercio del siglo XIX, la institución de la esclavitud, recuperada, transformada e impulsada en Occidente desde el descubrimiento de América, se encuentra sometida a descalificaciones y combates que la abocan a una rápida desaparición: prohibida la trata, reconocida en diferentes países la libertad de vientres, y aprobada la emancipación en numerosos lugares. A los abundantes rechazos de los cuatro siglos anteriores, algunos de los cuales hemos presentado ya en Clásicos de Historia, se les unen con fuerza decisiva los profundos cambios ideológicos, económicos, políticos y sociales hijos de la Ilustración. Pero, naturalmente, la esclavitud todavía afecta a múltiples intereses y se resiste a desaparecer; así, comunicamos hoy la defensa sin concesiones que de ella realiza por entonces José Ferrer de Couto (1820-1877).

Este personaje, de agitada vida y de múltiples ocupaciones, fue militar con intermitencias (desde los quince años cuando participó en la primera guerra carlista, en las filas isabelinas), historiador (publicó entre otras obras una Historia de la Marina Real Española y otra Historia del combate naval de Trafalgar), publicista (que con sus artículos y libros promovió diferentes intereses políticos), y ante todo periodista (la última década de su vida dirige La Crónica, luego El Cronista, de Nueva York, donde reside). Fue un escritor abundante y de éxito. En La verdad (1876), alardea de ello: «Era frase favorita del señor Cánovas del Castillo, en el famoso Café del Príncipe de Madrid, llamado vulgarmente El Parnasillo, la de que cuando la literatura española ganase una peseta, a Ferrer de Couto le tocarían tres reales de vellón: quince centavos, o sea las tres cuartas partes del total de las ganancias.» Y, polemista siempre, parece que fue de un genio un tanto atrabiliario: no son escasos los procesos legales en los que estuvo incurso, ya sea como denunciante o como denunciado. Y tampoco faltaron los inevitables duelos de honor (otra institución social), de los que daba cumplida cuenta la prensa de la época.

Pues bien, la obra que presentamos consiste ante todo en una extensa argumentación en defensa de la esclavitud, naturalmente construida a partir de un racismo práctico evidente y desinhibido, que se da por supuesto y por evidente, y que no se siente obligado a demostrar. Los negros ―categoría que tampoco considera necesario precisar, pueden ser de África, América y Asia― son considerados objetivamente inferiores: «la ínfima porción de inteligencia que Dios ha puesto en la naturaleza de los negros, para que siendo de la especie humana no se confundiesen con los brutos...» Con este lamentable punto de partida, quizás el mayor interés de la lectura actual de la obra está en la reflexión sobre el modo y los recursos que emplea, en general bastante capciosos, para defender lo que ya por entonces era indefendible para una gran parte de la opinión pública. Puede sorprender su modernidad y su uso abundante hoy en otras causas deshumanizadoras actuales (por ejemplo, el aborto y la eutanasia).

Argumento terminológico: Cambiar el nombre para que permanezca la cosa. Ferrer de Couto le da gran importancia, y lo reitera una y otra vez: sustituye esclavitud por trabajo organizado, esclavo por rescatado, trata por rescate, traficantes por contratadores, herencia o venta (de esclavos) por cesión o transmisión, cimarrones por prófugos… Es un auténtico y mero lavado de cara de la nomenclatura, pero llega a proponer que se prohíba terminantemente el uso de las denominaciones tradicionales.

Argumento humanitario: Sostiene que la esclavitud supone un beneficio inconmensurable para los sometidos a ella, que así escapan de un atroz destino de salvajismo y muerte (y obtienen un destino atroz de padecimientos, sometimiento y muerte, añadimos). Por ello deben agradecimiento a sus captores y dueños, y aceptación sincera de su subordinación. Afirma además las excelentes condiciones en viven los esclavos de las posesiones españolas, no sólo en comparación con las de otros países, sino respecto a la de los emancipados en Haití, Jamaica, etc., e incluso con la de muchos jornaleros en Europa.

Argumento de la protección de derechos: Afirma que atacar la esclavitud y su tráfico, es atacar los derechos de propiedad de sus dueños, que legalmente se deben respetar, y que son considerados prioritarios. Además, se debe reconocer y proteger otro curioso derecho: «los negros de África, Asia y Oceanía son libres para vender sus esclavos por vía de rescate a los contratadores que quieran adquirirlos.» En sintonía con la época, Ferrer recalca los derechos de vendedores, traficantes, explotadores, gobiernos y población en general; sólo ignora los de los esclavos a los que no parece reconocer ninguno, puesto que las recomendaciones de un trato humanitario no constituyen otra cosa que una concesión a lo que se considera valores propios de su tiempo.

Argumento alarmista: Considera patente «cómo la libertad de los negros ha arruinado grandes comarcas productoras, empeorando en ellas la condición social de dichos individuos; y el trabajo organizado, que impropiamente se llama esclavitud, mantiene en gran prosperidad, donde está vigente, la riqueza material, y en verdadero estado de regular cultura a los negros que lo constituyen.» Respecto a la guerra de secesión norteamericana: «La sangre de la humanidad corre hoy a torrentes en uno de los países más florecientes del mundo, por una causa ambigua, indeterminada, de carácter dudoso y de resultados absolutamente negativos (…) Porque si triunfa la emancipación absoluta de los negros, peor será su libertad después, que su servidumbre ahora, como lo ha sido en todas partes; y si la esclavitud se perpetúa por la fuerza de las armas, es probable que entonces tome esta institución su primitiva forma, para hacerla más represiva.»

Argumento descalificador: «La justicia de los abolicionistas no es tan clara como parece», ya que promueven la emigración de trabajadores chinos en condiciones peores que las de los esclavos. Los abolicionistas son «hombres obcecados e inflexibles en sus principios, de espíritu turbulento, y capaces de cometer cualquier atentado.» Y cita el caso de la supuesta conspiración tramada por el cónsul británico en Cuba, Turnbull, «para sublevar nuestros esclavos, exterminar toda la población blanca, y alzarse después con la isla.» En resumen, estamos ante «el fanatismo inquebrantable de los abolicionistas ingleses, que nada aprende con las lecciones de la historia práctica, o que de ellas se quiere aprovechar para destruir todo lo que hace sombra a sus exclusivos intereses.» Y sugiere la posibilidad de que la protección inglesa del abolicionismo se debe a un deseo de arruinar América para promocionar sus colonias en las Indias Orientales...

Cudjo Lewis, el último superviviente  de la esclavitud en Estados Unidos.

lunes, 3 de enero de 2022

Textos antiguos sobre el mito de las edades (Hesíodo, Platón, Ovidio, Virgilio, Luciano)

Luciano de Samósata

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Hace unas semanas leíamos en Vasco de Quiroga la alabanza de las sociedades amerindias (y la consecuente crítica a la de los conquistadores), mediante su comparación con la mítica Edad de Oro: «Y cuasi de la misma manera que he hallado que dice Luciano en sus Saturnales que eran los siervos entre aquellas gentes que llaman de oro y edad dorada de los tiempos de los reinos de Saturno, en que parece que había en todo y por todo la misma manera e igualdad, simplicidad, bondad, obediencia, humildad, fiestas, juegos, placeres, beberes, holgares, ocios, desnudez, pobre y menospreciado ajuar, vestir, y calzar y comer, según que la fertilidad de la tierra se lo daba, ofrecía y producía de gracia y cuasi sin trabajo, cuidado ni solicitud suya, que ahora en este Nuevo Mundo parece que hay y se ve en aquestos naturales, con un descuido y menosprecio de todo lo superfluo, con aquel mismo contentamiento y muy grande y libre libertad de las vidas y de los ánimos que gozan aquestos naturales, y con muy gran sosiego de ellos, que parece como que no estén obligados ni sujetos a los casos de fortuna, de puros, prudentes y simplecísimos.»

En distintas culturas y tradiciones encontramos la referencia a un pasado ideal y perfecto (el Edén, las islas de los bienaventurados, la Atlántida, el mismo Númenor…) que por diversas razones se han desvanecido para siempre. Se perciben como la patria ancestral, que se añora, y se deploran las causas, propias y ajenas, inocentes y culpables, que motivaron su perdición. Y de ahí la satisfacción con que en ocasiones se encuentran atisbos o vislumbres de dicha plenitud en el presente de sociedades extrañas, como hizo Quiroga y tantos otros avistadores de paraísos perdidos, en los mares del Sur, por ejemplo. A ello se suma, desde el triunfo de la modernidad, una interesante inversión por la que la sociedad ideal se proyecta voluntariosamente, teleológicamente, hacia el futuro. Lo viene practicando buena parte de Occidente desde hace más de dos siglos, mediante el diseño de cambiantes, contradictorias y efímeras sociedades perfectas: y aquí caben tanto el omnipresente y voluble progresismo como los mundos perfectos totalitarios.

Pero en esta ocasión nos limitaremos a una breve selección de autores griegos y romanos. Hesíodo, en Los trabajos y los días, y Ovidio, en Las metamorfosis, nos presentan dos versiones del mito de las edades de los hombres, que arrancan con la del Oro. Por su parte, Platón en el Político, y Virgilio en las Geórgicas y en la Eneida, contraponen el mundo ideal regido por Saturno, a su mundo real, mucho más atroz, regido por Júpiter. Luciano de Samósata realiza la misma contraposición, pero tomando como punto de partida las tradicionales fiestas saturnales, en las que se pretendía imitar las condiciones de vida durante el reinado de Saturno. Y por supuesto, en su característico tono satírico. Todos estos breves textos nos permiten un acercamiento a lo que se percibía como deseable, pero no factible, en las sociedades humanas de ese tiempo. Es decir, a la utopía. Concluiremos con el conocido remake cervantino, el discurso de Don Quijote a los cabreros, o de las bellotas.


Fantasía, de Walt Disney.