Jean Meyer, el primer especialista sobre este fenómeno, en una inteligente entrevista de Christopher Domínguez Michael en Letras Libres (2010), caracterizaba así la situación mejicana: «Es una ironía de la historia que quien cree destruir un régimen lo lleve a su perfección. La obra centralizadora de los monarcas franceses desde el siglo X hasta Luis XIV, y que fracasa con Luis XVI, la realizan Robespierre y Napoleón. Así también, en los supuestos enemigos de Porfirio Díaz, y digo “supuestos” porque en Obregón, que era un hombre muy inteligente ―decía que “el único error de don Porfirio había sido llegar a viejo”―, no había ningún elemento ideológico antiporfirista. Calles es el gran estadista de la Revolución mexicana que viene, como Alejandro, a cortar el nudo gordiano. Resuelve todo el reto del siglo XIX: crear un Ejecutivo fuerte. Espero que algún día un personaje notable como Phil Weigand termine su libro que probará de manera indiscutible que el fascismo italiano fue el inspirador de Calles. Weigand, arqueólogo norteamericano y sabelotodo, encontró un ejemplar de los estatutos del partido fascista anotado por Calles. Después Cárdenas organiza el partido sobre cuatro pilares, es decir, el modelo corporativista. Esa herencia corporativista se la debemos al régimen Calles-Cárdenas, cuyo modelo fue el fascismo de Mussolini. Lo digo fríamente, pues en esos años veinte y treinta, antes de la calamitosa alianza que subordina a Mussolini con Hitler, muchísimos jóvenes de Europa veían a Mussolini como un líder revolucionario, tal como mi generación vio a Castro.»
Poco antes, en abril de 2004, en una exhaustiva revisión de sus postulados titulada Pro domo mea: La Cristiada a la distancia (CIDE), Meyer escribía: «…no fue la Cristiada un movimiento fundamentalmente agrario, sea para lograr el reparto, sea para impedirlo. Tampoco fue un movimiento fundamentalmente político, tipo Partido Católico Nacional o Unión Nacional Sinarquista. Mantengo que fue un movimiento masivo, popular en su mayoría, nacional en su extensión y no regional; que fue ―y entro en el campo peligroso de los juicios de valor― una reacción de legítima defensa de un pueblo que se sintió agredido por sus autoridades. Bien lo dijo Luis González en su inimitable estilo: para los pueblos, la Iglesia es la madre y el Estado el padre; pues bien, en 1926, los hijos (los pueblos) vieron al padre borracho golpear a la madre: se indignaron. Y es que en esa crisis, los dirigentes políticos y eclesiásticos perdieron el contacto con la realidad. El poder revolucionario compensaba sus frustraciones, su impaciencia, la resistencia de la realidad con un delirio ideológico, el cual, némesis de todas las revoluciones, desembocó sobre la violencia curiosamente a la misma hora, o casi, primero contra los yaquis, después contra los católicos. La cristiada fue entonces la última reacción de una población exasperada, desesperada después de una larga espera. La Cristiada no era inevitable, no tenía nada de fatal (…) sin el radicalismo de un pequeño grupo dirigente, tanto del lado del gobierno como en el campo católico, no habría sucedido ningún levantamiento armado.»
La obra que hoy comunicamos corresponde a la memorialística de combate. Su autor, Enrique de Jesús Ochoa (1899-1977), fue capellán de los insurgentes del pequeño estado de Colima, y hermano de su primer dirigente, Dionisio Eduardo Ochoa. A partir de su diario de campaña y de los documentos que fue recogiendo y conservando, narra los acontecimientos de 1926 a 1929 desde dentro, y naturalmente tomando partido ante ellos. La obra fue publicada en traducción italiana en 1933 con el seudónimo de Spectator, coincidiendo en el tiempo con una de las intervenciones públicas del papa Pío XI, la Acerba Animi, en la que se constataba el fracaso de las cesiones eclesiásticas que habían conducido al fin de la Cristiada. La publicación del original de la obra hubo de aguardar hasta 1942, durante la presidencia del general Ávila Camacho, que había tenido considerable intervención en la lucha contra los insurgentes cristeros de Colima.
Manuel Hernández y Francisco Santillán, antes de ser fusilados el 25 de julio de 1928. Ante ellos, el cadáver de Benedicto Romero. Los tres, cristeros de Colima. |
¡¡¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!!!
ResponderEliminarestúpida guerra provocada por el ruín calles y con el apoyo del teneboso embajador de los EEUU, los valientes católicos que defendieron nuestra fe deben vivir siemptre en nuesttros corazones
ResponderEliminarQue bonito es saber que se recuerda la historia de mis tíos abuelos el General Dionisio Eduardo Ochoa y el padre Enrique de Jesús Ochoa
ResponderEliminarEL MEJOR OMENAJE QUE LES PODEMOS BRINDAR ES VIVIR NUESTRA FE Y DEFENDERLA COMO ELLOS LO HICIERON, DAR GLORIA A DIOS POR EL VALOR QUE LES DIO PARA DAR LA VIDA POR LA FE Y POR LA IGLESIA
ResponderEliminarRoguemos a Los Santos Cristeros que protejan a nuestro Mexico. Yo me acuerdo del Monseñor Ochoa, era muy amigo de la familia de mi papá y varias veces nos visitaba. Era un hombre Santo. Santos Cristeros, Rogad por Mexico.
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