jueves, 9 de abril de 2015
Charles Darwin, El origen del hombre
El evolucionismo biológico propuesto por Darwin en El origen de las especies (1859) generó polémicas que con frecuencia atrajeron la atención del gran público, y se difundió y popularizó con rapidez. Su influjo fue poderoso y persistente y no sólo en el campo propiamente naturalista: también y de forma decisiva en el de los debates ideológicos y políticos de la época, en los que adquiere carácter de auténtica arma arrojadiza entre sus defensores y detractores. Además, el evolucionismo proporcionará un marco interpretativo desde el que se construirán las diferentes y novedosas ciencias sociales promovidas por el positivismo. Por ello, El origen del hombre, la nueva obra de Darwin publicada en 1871, poseerá un tono, un lenguaje y posiblemente una intencionalidad muy diversa de la anterior. El planteamiento central es sencillo: el ser humano ha evolucionado de formas primitivas, del mismo modo que las restantes especies. Podemos encontrar en diversos animales formas rudimentarias de las funciones consideradas más característicamente humanas: el lenguaje, las herramientas, etc.
Pero Darwin, al aplicar al ser humano los tres principios determinantes de la evolución (adaptación al medio, la selección natural y lucha por la existencia) no puede evitar sumergirse en una antropología basada en la desigualdad radical entre grupos diferentes cuya tendencia básica es la divergencia y la sustitución: «Dentro de algunos siglos a buen seguro las razas civilizadas habrán eliminado y suplantado a las razas salvajes en el mundo entero... El vacío que se encuentra hoy entre el hombre y los monos, entonces habrá aumentado considerablemente, ya que se extenderá desde la raza humana (que entonces habrá sobrepujado a la caucásica en civilización) a alguna de mono inferior, tal como el babuino, en lugar de estar comprendido, como en la actualidad, entre el negro o el australiano y el gorila.»
Y es que el darwinismo social que propugnarán algunos de sus discípulos se encuentra ya en esta obra, que llega en ocasiones a lo insultante: «... las formas más próximas al hombre (monos, idiotas, microcéfalos y razas bárbaras de la humanidad)...» La percepción que posee sobre la humanidad es profundamente racista: «Está ya puesto fuera de duda que, comparadas y medidas con cuidado, presentan entre sí las distintas razas considerables diferencias por la estructura de los cabellos, las proporciones relativas de todas las partes del cuerpo, la extensión de los pulmones, la forma y la capacidad del cráneo, y hasta por las circunvoluciones del cerebro. Sería interminable tarea la de querer especificar los numerosos puntos de diferencia en la estructura. Difieren asimismo las razas por su constitución, por su aptitud variable para aclimatarse y por su disposición para contraer ciertas enfermedades. También, como en lo físico, son distintos los caracteres que presenta en lo moral; dedúcese esta conclusión principalmente de sus facultades de sentimientos y en parte de las de inteligencia. Cualquiera que haya tenido ocasión de establecer comparaciones sobre este particular, habrá quedado sorprendido del contraste que existe entre los indígenas sombríos y taciturnos de la América del Sur y los negros ligeros de cabeza y charlatanes. Un contraste análogo existe entre los malayos y los papúes, que viven en iguales condiciones físicas y sólo están separados por un estrecho brazo de mar.»
Y también aparece ya en esta obra, amenazadora, con indicios de hornos crematorios en el horizonte, la preocupación que obsesionará a los eugenistas del pasado (y también del presente): ¿y si el humanitarismo característico de la humanidad es contraproducente para la propia selección y mejora de nuestra especie? ¿Debe rechazarse la compasión y protección al débil?: «Entre los salvajes, los individuos de cuerpo o espíritu débil son eliminados prontamente, y los que sobreviven se distinguen ordinariamente por su vigorosa salud. Los hombres civilizados nos esforzamos para detener la marcha de la eliminación; construimos asilos para los idiotas y los enfermos, legislamos la mendicidad, y despliegan nuestros médicos toda su sagacidad para conservar el mayor tiempo posible la vida de cada individuo. Abundan las razones para creer que la vacuna ha preservado a millares de personas que, a causa de la debilidad de su constitución, hubieran sucumbido a los ataques variolosos. Aprovechando tales medios los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su especie. Todos los que se han ocupado en la reproducción de los animales domésticos, pueden calcular cuán perjudicial debe ser el último hecho a la raza humana. Sorprende el ver de qué modo la falta de cuidados, o tan sólo los cuidados mal dirigidos, pueden arrastrar a una rápida degeneración a una raza doméstica; y, exceptuando en los casos relativos al hombre mismo, nadie es bastante ignorante para permitir que se reproduzcan sus animales más defectuosos.»
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