sábado, 31 de mayo de 2014

Alonso de Contreras, Discurso de su vida


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El objeto a historiar más próximo soy yo mismo, del que tengo a mano las fuentes estrictamente necesarias, mi propia memoria. No es, sin embargo, el objeto más sencillo, ya que habrá que aplicar también las correspondientes herramientas críticas para desvelar y discernir engaños premeditados e impremeditados. Ahora bien, este género histórico autobiográfico presenta una enorme variedad: Algunas obras desvelan aspectos de la propia vida en función de sus realizaciones destacadas: mis campañas (Julio César), mis viajes (Marco Polo, Colón), mi carrera científica (Ramón y Cajal), mi vida política (Romanones, García Oliver)... En ellas el distanciamiento es consciente, y se omite de forma total o parcial lo referente a lo considerado vida privada. Para otros, en cambio, el objetivo principal es «exteriorizar la interioridad», comunicar la vida íntima, las motivaciones, sentimientos, emociones... En una palabra, explicar y justificar la totalidad de la propia biografía y de las propias acciones, de lo que son ejemplos paradigmáticos san Agustín o Rousseau.

Pero la diversidad alcanza también otros aspectos, en los que resulta determinante su veracidad: hasta qué punto se presentan los acontecimientos como fueron. Naturalmente, debemos aceptar que toda autobiografía entraña una inevitable reconstrucción artificial, que selecciona los materiales y los presenta del modo que se considera oportuno. En ocasiones, el autor nos sorprende por su sinceridad absoluta, que no reserva ni oculta los perfiles más desfavorecedores, hasta que comenzamos a intuir cortinas de humo y maniobras de desviación... como en Rousseau (que recuerda a ese protagonista de un poema de D'Ors que, con mucho esfuerzo, llegó a ser el más humilde del mundo). En cualquier caso, si hay olvidos y tergiversaciones, o alambicados argumentos para justificar lo injustificable, siempre resultan útiles. La imagen que el autor quiere proyectar, oculta tanto como descubre la persona y la sociedad de la que procede.

Una espléndida muestra de todo ello es el Discurso de su vida de Alonso de Contreras (1582-1641). Parece imposible que la vida azarosa de un soldado del XVII pueda resumir tanto de las extremadas vida y mentalidades barrocas: el desarraigo de la vida militar en Italia, Flandes, Portugal y, sobre todo, en el Mediterráneo. Y más: un viaje a las Indias occidentales, su ejecutoria como caballero de la orden de Malta, sus expediciones como corsario contra los turcos en busca de botín, la redacción de un completo Derrotero como experto piloto que es... Pero también, un precoz homicidio, frecuentes duelos, vida disipada, un crimen de honor, una conversión religiosa (temporal) que le hace ermitaño al pie del Moncayo, una acusación de ser el rey de los moriscos... Y una visión de la vida dura y violenta de su tiempo, que Contreras logra comunicarnos mediante un estilo claro, sencillo y directo.

Ilustración de Juillard

miércoles, 28 de mayo de 2014

Charles Fourier, El Falansterio

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Las sociedades tradicionales disponían con frecuencia de instituciones y valores comunitarios: concejos, gremios, trabajos colectivos en el campo, cofradías de todo tipo... hasta las auténticas repúblicas colectivistas que eran monasterios y conventos. Pero las transformaciones sociales, económicas y de pensamiento que culminaron en la revolución industrial y en el liberalismo, pusieron el acento en el individuo, al que se intentó desvincular de aquellas agrupaciones próximas que eran vistas como reaccionarias. Las identidades colectivas se hicieron más abstractas (la nación, el pueblo, la humanidad), y promovieron una participación más sentimental que real y, por tanto, quedaron vital y prácticamente más alejadas de las personas.

Los que rechazaron este nuevo estado de cosas condenaban su individualismo desde dos posturas opuestas: un tradicionalismo a ultranza que idealizaba el viejo mundo en trance de desaparecer, y un socialismo que quería crear un mundo nuevo. Estos primeros socialistas eran empresarios, intelectuales y políticos que proponían soluciones dispares para superar los abundantes ángulos oscuros de la boyante sociedad capitalista. Más tarde, y de modo despectivo, Marx los motejará de utópicos para así descalificarlos.

Entre todos ellos destacó el francés Charles Fourier (1772-1837). Agente de comercio (un trabajo que no le resultaba grato), dedicó un ingente esfuerzo a analizar la sociedad desde presupuestos ilustrados. Rechazaba el industrialismo, el crecimiento urbano y de la población, y el capitalismo comercial, y propuso la que consideró una solución armoniosa: el falansterio. Es una colectividad no excesivamente grande, erigida en en el campo y autosuficiente, que englobaría todas las actividades productivas: agricultura, industria... Ahora bien, lo verdaderamente peculiar es el rechazo absoluto a la especialización, que desde su punto de vista provocaba el hastío ante trabajos deshumanizadores, y hacía inevitable la aparición de clases sociales y jerarquías. Para evitarlo, todos los miembros del falansterio deberían dedicar no más de una hora y media seguida a cada una de las treinta o cuarenta tareas diferenciadas en las que deberían rotar.

Fourier detalló hasta un grado de precisión llamativo los más nimios detalles de su falansterio: su arquitectura y decoración, el número y horario de las comidas, los repartos de beneficios y remuneraciones (que nunca son por el trabajo concreto hecho, sino como miembros de la comunidad), hasta las cinco horas de sueño para los pobres, y cinco y media para los ricos (pues ambos subsisten, aunque tiendan a homogeneizarse)... Es posible que nos llame la atención saber que los zapatos durarán diez años, que el trabajo será gratificante, que el comedor colectivo servirá mejores platos que los mejores restaurantes de su tiempo, y que la sana emulación entre los distintos equipos de trabajo será suficiente para lograr la eficiencia. Ahora bien, cuando descubrimos las tareas que les serán encomendadas a los niños, quizás nos preguntemos si, en lugar de una Utopía nos encontramos ante el anuncio de las Distopías que el siglo XX va a llevar a la práctica...


sábado, 24 de mayo de 2014

José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias

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El jesuita José de Acosta (1540-1600) vivió en América casi veinte años, tras los que regresó a su España natal. A caballo de los dos continentes y en paralelo a su labor religiosa, elaboró su Historia natural y moral de las Indias: en que se tratan las cosas notables del cielo y elementos, metales, plantas, y animales dellas y los ritos, y ceremonias, leyes y gobierno, y guerras de los indios, que se publicó en Sevilla en 1590. Es una auténtica enciclopedia del nuevo mundo, al que describe como un conjunto unitario aunque diverso. Se ocupa de cuestiones geográficas, geológicas, climáticas..., de la hidrología, de la flora y de la fauna. Su curiosidad científica le lleva a analizar numerosas cuestiones para las que propone explicaciones en algunos casos adelantadas a su tiempo: el problema del poblamiento del continente, la influencia de la altitud sobre el nivel del mar en relación con las temperaturas, el soroche o mal de altura... Pero todo ello desde la perspectiva de sus habitantes, con los que se identifica plenamente. En la segunda mitad de la obra se centra en la descripción de las distintas sociedades, especialmente de los incas y los aztecas. Se ocupa de su religión y creencias, su cultura, su organización política y su historia. El resultado es muy innovador: una auténtica historia comparado de carácter etnográfico. En su esfuerzo para comprender sus costumbres, ritos, sistemas de escritura..., Acosta las relaciona con otras de las más diversas civilizaciones a las que tiene acceso: el mundo islámico, la India, China, Japón y, por supuesto, España. Pero tras este esfuerzo hay un objetivo claro.

Al comenzar el libro sexto de esta obra, el autor señala: «... pretendo en este libro escribir de sus costumbres y policía y gobierno (de los indios), para dos fines: el uno, deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto, que apenas merece ese nombre; del cual engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga. (…) El otro fin que puede conseguirse... (es que) deben ser gobernados conforme a sus fueros, que son como sus leyes municipales. Por cuya ignorancia se han cometido yerros de no poca importancia, no sabiendo los que juzgan, ni los que rigen, por dónde han de juzgar y regir sus súbditos. Que demás de ser agravio y sinrazón que se les hace, es en gran daño por tenernos aborrecidos como a hombres que en todo, así en lo bueno como en lo malo, les somos y hemos siempre sido contrarios.» No duda en condenar el abundante comportamiento inhumano de los conquistadores españoles (aunque no lo generaliza ni absolutiza al modo de Las Casas). Así, en otra de sus obras (De procuranda indorum salute) denuncia: «durante la guerra que se hizo contra los incas, se acostumbraba a exponer en la plaza pública a las mujeres colgadas en lo alto, que sostenían a sus propios bebés, asimismo colgados de sus pechos taladrados, para que en el mismo suplicio las madres estranguladas se vieran obligadas a ser la horca de sus hijos. ¡Ejemplo inaudito de crueldad!»

A causa de algunos problemas de salud y de ciertos conflictos internos en su orden, regresará a Europa tras su larga estancia americana, aunque todavía joven. Felipe III le enviará como agente suyo a Roma, lo que aparentemente agudizará su enfrentamiento con los superiores de la Compañía, y ya no ocupará puestos determinantes dentro de su orden. Juan de Mariana, coetáneo y también jesuita, se refiere un par de ocasiones a nuestro autor en su Discurso de las cosas de la Compañía: «...lo que hicieron con el padre Josef de Acosta y lo que buscaron contra él en los archivos, sólo porque pretendió, contra la voluntad del general, que se juntase congregación, que a mi ver, entre rufianes no pasaran más adelante.»

miércoles, 21 de mayo de 2014

Ahmad ibn Muhammad al-Razi, Crónica del moro Rasis

Del manuscrito de la Catedral de Toledo

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En su Historia General de España, Juan de Mariana cita con frecuencia la Crónica del moro Rasis, al que considera «historiador antiguo y grave», y del que nos informa que en el año 976 «el moro Rasis envió sus Comentarios, que escribió en arábigo de las cosas de España, a Balharab, miramamolín de África, a cuya persuasión y por cuyo mandado los compuso.» En realidad, Mariana mantiene la admiración que le habían mostrado los distintos historiadores españoles desde el siglo XIII, en tiempos de Rodrigo Jiménez de Rada, buen conocedor del árabe, en su De rebus Hispaniae, y que será continuada en la obra de Alfonso X.

Ahmad ibn Muhammad al-Razi (888-955), procedente de una familia interesada en la historia, compuso su Ajbar muluk Al-Andalus, o Historia de los emires de Al-Andalus, en la época de mayor esplendor de la España musulmana, la del califa Abderramán III. Considera la península Ibérica como una unidad geográfica y le concede el protagonismo en su obra, ya que se centra en narrar las acciones de los distintos pueblos que se establecen en ella con el paso de los siglos. La Crónica se compone de tres partes diferenciadas: una descripción geográfica de la península, una historia de la Hispania preislámica, y otra de Al-Ándalus, desde la conquista musulmana hasta el siglo X.

La obra original fue traducida al portugués en el siglo XIV: «Et nos maestre Mahomad, et Gil Pérez, clérigo de Don Peynos Porcel, por mandado del mui noble rrei Don Dionis, por la gracia de Dios, rrei de Portogal, trasladamos este libro de arábigo en lengua portogalesa, et ternemos por bien de seguir el su curso de Rasi. De mi, Gil Pérez, os digo que non mentí mas nin menos de quanto me dixeron Mahamad, et los otros que me leieron»; y al castellano en el siglo XV, posiblemente para complementar la monumental Crónica sarracina de Pedro del Corral, obra de ficción sobre Don Rodrigo, el último rey visigodo. De esta versión castellana proceden los tres manuscritos que han llegado a nuestros días: en las bibliotecas de la Catedral de Toledo, de San Lorenzo de El Escorial y pública de Cáceres.

La crónica de Rasis fue constantemente utilizada, citada y, también, interpolada a lo largo de los siglos. No es de extrañar, por tanto, que desde el siglo XVI se comenzara a dudar de su valor historiográfico. Pero a mediados del siglo XIX, el arabista Pascual de Gayangos la estudia y publica, demostrando su autenticidad. De aquí procede el texto que editamos. Sin embargo, Gayangos mantiene la duda sobre la originalidad de la historia presislámica: «Es probable que el traductor portugués, no hallando en los escritos de Ar-Rázi una noticia bastante extensa de los reyes de la España primitiva, de la venida de los fenicios, cartagineses y romanos; de la irrupción de los alanos, suevos, vándalos y otras naciones del Norte, de los godos y sus reyes hasta los tiempos de Don Rodrigo, supliría dicha falta con ayuda de los cronicones y memorias que hubiese en su tiempo; quizá también con las poéticas tradiciones de una edad en que la fábula y las ficciones caballerescas remplazaban las mas veces á la historia». Sin embargo, estudios posteriores de Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, y Diego Catalán se inclinan a concederle plena validez.


sábado, 10 de mayo de 2014

José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones

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Hay una constante que, a través de los siglos, acompaña a la producción historiográfica: la proliferación de falsificaciones que embellecen, sorprenden y amenizan; que solucionan y dan respuesta a cuestiones irresueltas; que justifican o condenan a personalidades, instituciones o ideologías. Pueden ser fruto de la buena fe, de la credulidad, del interés o de la malevolencia, pero siempre seducen a muchos. Es un fenómeno que se sigue produciendo en la actualidad, en ocasiones de forma un tanto burda, como las orwellianas fotografías manipuladas de regímenes totalitarios, o las sorprendentes descubrimientos de nuevas procedencias geográficas o de condiciones de personajes destacados de la humanidad. Otras veces revisten una forma más sibilina aunque igual de sesgada, como muchas de las leyendas negras o rosas, memorias históricas, e historias nacionalistas melancólicas o triunfantes. En cualquier caso, parece predominar el autoconvencimiento de sus autores, para los que sus creaciones no son más que un atajo: construyen las pruebas de sus certezas. Pues bien, todas estas obras tienen un considerable valor historiográfico, ya que son excelentes muestras de las creencias, anhelos y valores en cada sociedad determinada.

En el siglo II de nuestra era, Luciano de Samósata escribía en sus divertidas Historias verdaderas: «Citemos, por ejemplo, a Ctesias de Cnido, hijo de Ctesioco, que escribió sobre la India y sus peculiaridades aquello que él personalmente jamás vio, ni oyó de labios fidedignos. Escribió también Yambulo muchos relatos extraños acerca de los países del Gran Mar, forjando una ficción que todos reconocen, aunque construyendo un argumento no exento de interés. Muchos otros, con idéntica intención, escribieron sobre supuestas aventuras y viajes de ellos mismos, incluyendo animales monstruosos, hombres crueles y extrañas formas de vida. Su guía y maestro de semejante charlatanería es el Ulises de Homero (…). Pues bien, después de tomar contacto con todos esos autores, llegué a no reprocharles demasiado que engañen al público, al notar que ello es práctica habitual, incluso, entre los consagrados a la filosofía. Me sorprendió en ellos, sin embargo, que creyeran escribir relatos inverosímiles sin quedar en evidencia.»

Los siglos XVI y XVII fueron una época fértil para este tipo de mixtificaciones. Los conflictos religiosos y el nacimiento del estado moderno se conjugaron en un creciente interés por dotar a las colectividades de un pasado espléndido, lo más antiguo posible, y enraizado con la doble tradición clásica y bíblica. Tendrán un enorme éxito los prodigioso libros plúmbeos de Granada, las acumulativas crónicas del supuesto barcelonés Dextro o del supuesto zaragozano Máximo... Ahora bien, el espíritu crítico también está presente en la época, tanto en el ámbito religioso como en el historiográfico, y a pesar de su gran difusión y popularidad, son contestadas y rechazadas desde su misma aparición.

El relato de esta apasionante y entretenida polémica es el objeto de la obra que presentamos. José Godoy Alcántara (1825-1875) compatibilizó la dedicación a la historia con otras tareas, pero nos dejó su Ensayo histórico etimológico filológico sobre apellidos castellanos, numerosos artículos históricos de variada temática en el Seminario Pintoresco Español, y su Historia crítica de los falsos cronicones, obra premiada por la Real Academia de la Historia en 1868 y que, de algún modo, le facilitó el acceso a esta docta casa, en la que ingresó dos años después. También fue elegido para la Real Academia Española, pero no llegó a tomar posesión de la silla g, que le correspondió.

Aunque con posterioridad muchos autores se han ocupado de estas cuestiones (por ejemplo Caro Baroja en su interesante Las falsificaciones de la Historia en relación con la de España), la Historia Crítica sigue siendo una obra útil y amena. Unos pocos años después de su publicación, Menéndez Pelayo señala que la crítica demoledora de estas falsificaciones, «termina con cierto matiz volteriano en la deliciosa Historia de los falsos cronicones, de Godoy y Alcántara.»


domingo, 4 de mayo de 2014

Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles


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Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo III  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |

Un maduro Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) publica en 1910 la que considera edición definitiva de esta obra suya, «la más solicitada, aunque no sea ciertamente la que estimo más». La edición original se había publicado entre 1880 y 1882, en los primeros años de esa etapa de la historia de España a la que convencionalmente llamamos la Restauración, y produjo una considerable polémica en el mundo intelectual. Aceptando plenamente los planteamientos nacionalistas de la época, suponía un opuesto, un reflejo en el espejo de la ya canónica Historia de Modesto Lafuente. Si ésta representaba a la perfección la visión liberal-progresista del pasado hispánico, la Historia de los Heterodoxos va a poner el centro y punto de partida de su análisis en la cosmovisión cristiana y en el papel de la Iglesia, que durante medio siglo había sido criticada, discriminada, o directamente rechazada como aliada y sustento del oscurantismo ideológico y político, enemiga de las luces y de la libertad.

La obra es una historia del pensamiento, de las creaciones intelectuales que se han forjado en la península Ibérica a lo largo de los siglos, para explicar la realidad del mundo y del hombre; es decir, las ideas religiosas y filosóficas. Pero, como reacción al pensamiento entonces dominante, es una obra de combate, con un planteamiento inicial que se proclama desde su arranque: la abundancia de resultados fecundos en el campo ortodoxo en contraposición con su escasez y carácter endeble en el heterodoxo. Ahora bien, si los liberales han forjado una visión de España que desde sus orígenes lucha y defiende su Libertad (Viriato, don Pelayo, Villalar, Lanuza, el Dos de Mayo, Riego...), Menéndez Pelayo va a oponer una España igual de intemporal, que desde sus orígenes defiende y expande su Fe (los mártires, los Concilios de Toledo, la Reconquista, Trento, la cristianización de América...).

La Historia de los heterodoxos españoles podría haber sido una obra polémica más, destinada exclusivamente a la confrontación (y por tanto con fecha de caducidad), como tantas otras de la época que acuñó la expresión novela de tesis. Sin embargo posee valores relevantes en sí misma, que le hacen superar las limitaciones de  las circunstancias de su creación. En primer lugar, Menéndez Pelayo es un poderoso investigador que agota, reúne y analiza las fuentes disponibles, con considerable espíritu crítico. En segundo lugar, su curiosidad es omnímoda: su acercamiento comprensivo a los más peregrinos personajes los humaniza y, en contra de sus planteamientos previos, nos los hace en muchos casos atractivos (véase a Arnaldo de Vilanova, por ejemplo). Y en tercer lugar, está excelentemente escrita.

Pero es que además, hay que leerla como lo que es, una obra redactada durante la única etapa liberal del siglo XIX español en la que se alcanza la estabilidad, el respeto al contrario y la alternancia política pacífica (aunque corrupta). Y de ella es muestra fiel. Las abundantes malicias que contiene (por ejemplo, cuando hace un paralelo desfavorable y disímil entre Elipando y Nestorio, y aprovecha para trasladar la misma diferencia de talla intelectual entre el panteísmo de Krause y el de Spinoza o Schelling...) han de entenderse en el seno de una sociedad en la que la divergencia de opinión no impide un trato amistoso entre los oponentes, y una admiración y reconocimiento pleno de sus respectivas obras, sin renunciar a la discrepancia. Las abundantísimas referencias bibliográficas de esta obra son buena muestra de ello.

Tras esta obra de juventud, Menéndez Pelayo llevará a cabo una extensa y muy valiosa obra en el campo de la historia de la literatura, en el de las ideas estéticas... Siempre mantuvo un ingente esfuerzo para mantenerse al día en todos ellos: «Aprovechando, pues, todos los materiales, que he recogido, doy a luz nuevamente la Historia de los Heterodoxos, en forma que para mí habrá de ser definitiva, aunque no dejaré de consignar en notas o suplementos finales las noticias que durante el curso de la impresión vaya adquiriendo o las nuevas correcciones que se me ocurran. No faltará quien diga que con todo ello estropeo mi obra. ¡Como si se tratase de alguna novela o libro de pasatiempo! La Historia no se escribe para gente frívola y casquivana, y el primer deber de todo historiador honrado es ahondar en la investigación cuanto pueda, no desdeñar ningún documento y corregirse a sí mismo cuantas veces sea menester. La exactitud es una forma de la probidad literaria y debe extenderse a los más nimios pormenores, pues ¿cómo ha de tener autoridad en lo grande el que se muestra olvidadizo y negligente en lo pequeño? Nadie es responsable de las equivocaciones involuntarias; pero no merece nombre de escritor formal quien deja subsistir a sabiendas un yerro, por leve que parezca.»

Interior de la Biblioteca Menéndez Pelayo, Santander

Tomo I: Libros I, II y III. Edades Antigua y Media.

Tomo II: Libros IV y V. Siglos XVI y XVII.

Tomo III: Libros VI, VII y VIII. Siglos XVIII y XIX.