Completamos nuestra selección de utopías con Noticias de Ninguna Parte, o Una era de reposo, publicada por un maduro y afamado en tantos campos William Morris (1834-1896). Ha pasado medio siglo desde el Viaje por Icaria de Étienne Cabet, medio siglo repleto de cambios: el triunfo aparentemente definitivo del liberalismo, la segunda revolución industrial, el reparto del mundo entre un puñado de potencias imperialistas… Es la Belle Époque, henchida de convencimiento en el progreso ilimitado de la humanidad, de un optimismo tal que fácilmente deriva en un patente complejo (europeo) de superioridad. Las transformaciones de todo tipo parecen tan benéficas como irreversibles, pero no faltan voces ―aunque sean minoritarias― que se esfuerzan en desvelar el revés de la trama, desde contrapuestas posturas socialistas, católicas, extraeuropeas…, y que proponen diversos revolucionarios futuros o variopintos pasados idealizados, todas ellos tan hijos de su época como la sociedad a la que se oponen.
William Morris es un ejemplo redondo de ello. Con una maestría y prestigio indiscutidos en las artes aplicadas, se ha constituido en uno de los introductores del socialismo en Inglaterra, aunque su protagonismo en el campo político naufragará en los enfrentamientos entre marxistas y anarquistas. En la obra que presentamos Morris se esforzará en describir una sociedad futura ideal. En la mejor tradición del género, el punto de partida es la desaparición de la propiedad privada, con la consiguiente eliminación de las clases sociales y de cualquier tipo de conflicto. Pero a ello le añade la decisiva erradicación del Estado, y con él de las instituciones liberales: no existe gobierno, y el Parlamento de Londres ha sido convertido en el mercado de estiércol. Y del mismo modo se han eliminado las cárceles, los colegios y el matrimonio. Estamos, por tanto, en una sociedad plenamente anarquista. Pero Morris va más lejos: el maquinismo, la industria, el ferrocarril, las grandes ciudades, los mismos avances tecnológicos, también se volatizan, dejando espacio a una sociedad agrícola y artesanal cuyos individuos se realizan en l'obra ben feta, que diría Xènius, en el trabajo predominantemente manual.
Quizás este aspecto hizo especialmente sugestivo (pero limitado en eficacia) su planteamiento. Gilbert Keith Chesterton, pocos años después, en 1904, tomará esta vuelta al pasado como base de El Napoleón de Notting Hill; y más tarde, y de modo más riguroso, en El regreso de Don Quijote (1927). Y así mismo en el proyecto político distributista que pondrá en marcha junto con Hilaire Belloc. Sin embargo, Chesterton no deja de advertir lo que considera «el punto débil de William Morris como reformista: que pretende reformar la vida moderna cuando la odiaba en vez de amarla. El Londres moderno es ciertamente una bestia lo bastante grande y lo bastante negra como para ser la gran bestia del Apocalipsis, con un millón de ojos encendidos y rugiendo con un millón de voces. Pero a menos que el poeta pueda amar a este monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar a la bestia en el príncipe encantado. La desventaja de Morris consistía en que no era en realidad un hijo del siglo XIX: no podía entender dónde radicaba la fascinación de ese siglo.»
¿Y después de Morris? Se olvidará la esencia persistente de las utopías, el hecho de que están en ninguna parte, y se las quiere construir tanto en sociedades autoritarias como en sociedades abiertas, con el consiguiente resultado: el siglo XX. Podemos dejar correr la imaginación y suponer a un veinteañero Pol Pot leyendo esta novela en París, al filo de 1950, y acumulando convicciones de rechazo del mundo moderno… Es lógico, por tanto, que el género se transmute insensiblemente en distopía, como ya se vislumbraba en El Talón de Hierro, de Jack London (1908), al centrarse exclusivamente en la época previa al triunfo de la fraternidad humana… Pero la primera distopía auténtica será Nosotros, de Zamiatín (1921), a la que siguen las espléndidas Un Mundo feliz (1932) de Huxley La guerra de las salamandras (1936) de Čapek, y 1984 de Orwell, publicada en 1949. Un intento de volver a la utopía clásica, aunque para este lector su lectura resulta tremendamente distópica e ilustradora del presente, es Walden Dos (1948) de Skinner.
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