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| Robert Campin, Retrato de una mujer, c. 1435 |
Leonor López de Córdoba, hija del poderoso Maestre de Calatrava y Alcántara Don Martín, nació accidentalmente en Calatayud en 1363, cuando Pedro I de Castilla ocupó esta ciudad aragonesa durante la llamada guerra de los Dos Pedros. Su vida fue agitada: la casan a los siete años; cuando Enrique de Trastamara destrona a su hermanastro en 1369, su padre es ajusticiado, y ella y su familia queda presa durante nueve años en las Atarazanas de Sevilla; sólo recuperará la libertad y el rango a la muerte del rey; padece las consecuencias de las grandes epidemias de peste de su tiempo; es testigo de la gran masacre de judíos de 1392, y tutela y protege a un niño huérfano…
Pero lo que le dado cierta fama fue la decisión de dictar unas memorias de su vida que desgraciadamente quedaron interrumpidas hacia 1400. El manuscrito se conservó durante varios siglos en la iglesia conventual de San Pablo de Córdoba, donde mandó construir una capilla funeraria para su familia que todavía hoy se conserva, aunque muy alterada por sucesivas intervenciones góticas y barrocas. La misma lápida de Doña Leonor es del siglo XVIII. En cualquier caso, la obra, a pesar de su brevedad, resulta de interés al ser una de las más antiguas autobiografías femeninas.
El erudito polígrafo y ocasional político (y también ocurrente falsario: publicó una obra de Cervantes de su invención) Adolfo de Castro (1823-1898) preparó estas Memorias, las confrontó con las fuentes de la época, a partir de las cuales trazó unos extensos comentarios, y agregó la narración de los últimos años de vida de Leonor López de Córdoba. No llegó a publicar este trabajo en vida: se hizo póstumamente, en dos entregas sucesivas, en la afamada revista La España Moderna, en julio y agosto de 1902.
En su breve introducción juzgaba así la obra, quizás un tanto ditirámbicamente: «Considero el escrito de esa dama digno de aprecio sumo. No puede hallarse mayor sublimidad en más sencillo lenguaje. Es la sincera expresión de la verdad y del sentimiento. Poseía Doña Leonor gran elocuencia, y lo ignoraba. ¡Qué viveza en unos pasajes! ¡Cuánta melancolía en lo más! ¡Y qué pinturas tan conmovedoras y terribles!
»El rápido coloquio entre su padre, yendo al suplicio, al encontrarse con el célebre Beltrán Duguesclín, puede servir de modelo de concisión histórica. No sé con qué comparar el cuadro patético de la muerte de sus hermanos presos y vejados tan cruelmente en las Atarazanas de Sevilla, de orden de Don Enrique II. ¿Y aquella descripción de los sufrimientos morales de Doña Leonor en casa de sus parientas en Córdoba? La descripción de la muerte de su hijo en medio de la peste, el sacrificio de ella por gratitud a un antiguo y leal servidor de su padre y la escena del entierro de aquél, iguala en grandeza al mejor pasaje épico de Grecia.
»Aumenta a mis ojos el mérito del escrito ser todo obra de un talento natural y en un idioma imperfecto aún. El alma apasionada de esa mujer, y el recuerdo de sucesos tan tremendos, y aquellas avenidas y tempestades de tribulaciones, saben despertar el interés en los ánimos de los lectores, que imaginan verlos en aquel instante. Está de más decir que en la narración se admira a la dama española de ese tiempo, que inspirada en su fe religiosa, templa sus intensísimos dolores con los consuelos de su ilimitada esperanza en Dios y con sus perseverantes ruegos.»
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| Iglesia conventual de San Pablo, en Córdoba. A la izquierda, en primer plano, portada de la capilla funeraria que mandó construir doña Leonor López de Córdoba para su familia. |


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