Indalecio Prieto escribe el 13 de julio de 1936: «Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento, como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Para vencer habrá de saltar por encima del valladar humano que le opondrán las masas proletarias. Será, lo tengo dicho muchas veces, una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería preferible un combate decisivo a esta continua sangría.» Y tres días después: «Del mismo modo que la Historia llega a justificar las revoluciones del paisanaje, puede aprobar las insurrecciones militares cuando unas y otras concluyen con regímenes que, por cualquier causa, se hayan hecho incompatibles con el progreso político, económico o social exigido por los pueblos. Pero la Historia no aplaudirá jamás en el elemento civil el desorden constante, ni en el elemento militar la indisciplina continua porque ni ese desorden ni esa indisciplina son factores verdaderamente revolucionarios. España vive un período ya excesivamente largo de trastornos, que tienen su origen en perturbaciones de esa clase en uno y otro sector. Con que tales perturbaciones sólo existieran en uno de los campos, sería ya bastante para que su mantenimiento indefinido fuera dañosísimo; pero si persisten simultáneamente en ambas zonas, resulta del todo irresistible. Hay enfermos cuya dolencia no es mortal, pero la fiebre producto de la dolencia les consume. España está en este caso. La temperatura febril que padece la está aniquilando. ¿No hay modo de hacerla remitir?»
Y cuando ya se ha iniciado la sublevación militar, desde los micrófonos del ministerio de la Gobernación: «Quienes hayan leído mis últimos artículos en el diario donde habitualmente escribo, parte de los cuales fueron reproducidos por la prensa de Madrid, comprenderán que en lo que está actualmente ocurriendo en España no puede haber para mí el factor de la sorpresa. Porque en esos artículos me cuidé con reiteración machacona de advertir la existencia del peligro, de marcar sus dimensiones. Una de mis advertencias más cautelosas fue la de decir que quienes confiasen en que el movimiento subversivo no había de tener mayores proporciones que aquellas que alcanzó el del 10 de agosto de 1932 se equivocaban fundamentalmente, pero que se equivocaban, a mi juicio, y con igual magnitud, quienes preparando la subversión abrigasen la esperanza de un éxito tan fácil como aquel que fue conseguido el 13 de septiembre de 1923. Dije que la sublevación, para mí segura, cuya proximidad y cuya intensidad me cuidé de anunciar públicamente, habría de encontrar una gran resistencia; que la lucha habría de ser cruenta (…) Pues bien; estamos, no diré yo que en la plenitud de la subversión, porque no es plenitud cuando se está en un periodo de visible decaimiento; pero estamos en medio de la subversión, en la rebelión más honda, más profunda, más cruenta, más trastornadora de todas cuantas pueda registrar hoy la Historia de España. En este trance de dolor, en este trance dramático, intensamente trágico, constituye hoy España el espectáculo del mundo. El mundo entero tiene puestos en nosotros sus ojos.»
Reproducimos los artículos que este dirigente del partido socialista escribe en su diario habitual, El Liberal de Bilbao, desde primeros de julio hasta el mes de septiembre, en el que entra a formar parte del nuevo gobierno de concentración de izquierdas burguesas y obreras (y de exclusión radical de todo lo demás) presidido por Largo Caballero. En el fondo, supone el triunfo de lo propuesto sin éxito por Prieto desde febrero, como pone de manifiesto, años después, en sus Cartas a un escultor (1961): «...mi ingrata campaña en pro de un Gobierno de coalición. Quiero hacer constar que esa campaña, salpicada de graves incidentes —en Écija fue descalabrado mi secretario, Víctor Salazar, quien, además, para que no lo lincharan, estuvo refugiado en la Casa Consistorial hasta que acudieron en su auxilio fuerzas de asalto y lo rescataron—, esa campaña no tenía por único objeto convencer a Francisco Largo Caballero y a sus seguidores de la conveniencia de formar un Gobierno republicano-socialista, sino que también se encaminaba a persuadir a Manuel Azaña, igualmente opuesto a dicha coalición, como lo demostró no invitando a ella cuando en febrero de 1936 se hizo cargo del Poder. Ni siquiera invitó a que Julián Besteiro presidiera las nuevas Cortes, pese al gran acierto con que presidió las Constituyentes, reservando el puesto a Diego Martínez Barrio, de muy escasa personalidad política y de muy escasa fuerza parlamentaria.»
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