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Augustin Cochin (1876-1916) fue uno de tantos millones de víctimas de la Gran Guerra, la tragedia que de algún modo podemos considerar como el dantesco final de la etapa histórica inaugurada en cierto sentido por la Revolución Francesa. Y al estudio de esta última dedicó sus esfuerzos, aunque lo prematuro de su muerte hizo que sólo se centrase básicamente en el estudio de dos cuestiones: la campaña electoral de 1789 para elegir a los representantes en los Estados Generales, y el gobierno revolucionario de 1793. Realizó su tarea de un modo profundamente innovador que, naturalmente, no gozó de gran reconocimiento entre el establishment académico de su tiempo.
En primer lugar, fue uno de los introductores del método sociológico en la Historia. Se basa en Durkheim, aunque despojándolo de su determinismo. Da así un paso adelante desde la ya entonces ritualizada historia positivista, centrada en la escrupulosa recogida de datos, pero también dependiente del relato y del personaje. En segundo lugar, Cochin se sitúa outside de la canónica reverencia a la Revolución por parte del nacionalismo francés, lo cual le depara suspicacias varias y una injusta identificación con los Barruel y legitimistas partidarios del Antiguo Régimen, anhelantes por descubrir planes y conspiraciones tenebrosas de los revolucionarios (especulares, por cierto, de los que sus contrarios atribuyen a los tiránicos reyes, nobles y clérigos).
Pero lo que nuestro autor realmente pretende es la comprensión del fenómeno, los procedimientos colectivos mediante los que se actúa, la difusión y el conflicto social de las ideas y propósitos con los que buscan justificarse... Propondrá el concepto de la sociedad de pensamiento (o de la idea) para explicarlo, y comprender el discurrir de los acontecimientos. Y es que la tarea del historiador no es la del juez de instrucción o el moralista que absuelven o condenan, no es la del calificador de concurso que reparte premios y castigos. De algún modo Cochin se adelanta a la famosa invocación de Marc Bloch: «Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, decidnos simplemente quién fue Robespierre.»
La obra que comunicamos es póstuma; se publicó en 1921. Recoge ensayos, artículos, conferencias y un prólogo, varios inéditos, escritos entre 1904 y 1912. El conjunto es significativo: se ocupa en primer lugar de la emergencia y desarrollo de la nueva intelectualidad de los filósofos, es decir, de los ilustrados a los revolucionarios. En segundo lugar, de su actuación concreta en un momento clave: la elección de representantes para los Estados Generales de 1789; la estudia detenidamente en Bretaña y en Borgoña. Y por último, en el ensayo que titula La crisis de la historia revolucionaria, defiende la obra de Hippolyte Taine (1828-1893) del ataque que le dirigió el entonces santón reconocido de los historiadores de la Revolución: Alphonse Aulard (1849-1928).
François Furet estudió la figura de Cochin en un artículo luego incluido en Pensar la Revolución Francesa. Lo valora así: «Lo que la obra de Cochin tiene de extraordinario, y creo, de excepcional, es la coexistencia del tema de su estudio con el carácter teórico de su reflexión. Cochin no se interesa por el problema planteado por Tocqueville que es el del balance revolucionario a largo plazo; no ve en la Revolución un proceso de continuidad institucional, social y estatal entre el Antiguo Régimen y el nuevo; lo que desea entender, por el contrario, es la explosión del acontecimiento, la ruptura del entramado histórico, todo aquello que empuja hacia adelante durante seis o siete años, como un flujo irresistible, el movimiento revolucionario, su dinámica interior: lo que en el siglo XVIII podría haberse llamado su resorte. No es, pues, por casualidad si dedicó su vida de archivista a ofrecer y a publicar, como Aulard, materiales sobre el Comité de Salud Pública y sobre el jacobinismo. Cochin está interesado por el mismo problema que Aulard o Mathiez; al igual que ellos considera que el jacobinismo es el fenómeno central de la Revolución, pero él intenta conceptualizar su naturaleza en vez de ver simplemente en él la matriz de la defensa republicana.»
Y más adelante: «El jacobinismo no es, pues, para Cochin un complot, o la respuesta política a una coyuntura, o incluso una ideología: es un tipo de sociedad, cuyas tensiones y reglas es necesario descubrir para comprenderla, independientemente de las intenciones y de los discursos de los actores. En la historiografía de la época y directamente en la historiografía de la Revolución Francesa, esta manera de plantear el problema del jacobinismo es tan original que fue o incomprendida, o enterrada, o ambas cosas a la vez.» Y quizá podamos trasponer esa mirada perspicaz de Cochin a los políticos, intelectuales y activistas de aquel tiempo, que Furet analiza detenidamente, y aplicarla a los políticos, intelectuales y activistas de nuestro presente.
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Comité revolucionario del año II, por Jean-Baptiste Huet |
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