El historiador Ogai el Viejo (según nos fabulaba Rafael Sánchez Ferlosio) tuvo la inmensa fortuna de hallar un antiguo y excelente ejemplo del género denominado testimonio: «Comenzaba con la forma ritual del testimonio: la autopresentación del autor, que lo caracteriza expresamente como relato personal, y, como era igualmente ritual, por la exposición del motivo. Esto último parece deberse a que los primeros testimonios, a partir de los cuales habría de configurarse y fijarse el género, eran confesiones o revelaciones de hechos —que, generalmente, por cualquier circunstancia, habían tenido que permanecer secretos— que se contaban, o dejaban contados, para cuando ya nadie pudiese dudar de ellos, ya sea por falta de beneficio alguno para su autor —debido, por ejemplo, a la muerte—, ya por cualquier otra razón, como el haber cesado el motivo para el secreto, y para que surtiesen algún efecto de justicia, como una reivindicación de inocencia o de buena fama o restauración del honor (…) A veces, sin embargo, el único efecto que buscaba el testimonio era el de producir como verdad ante los demás una versión de los hechos ignorada o, más a menudo, no creída en su día. El no creído escribía para después de su muerte, porque juzgaba que sólo desinterés o indiferencia de difunto podía garantizar y autorizar una verdad como verdad, supuesto que pasión, temor ni empeño alguno podían llevarle ya a preferir una versión mejor que otra.» (El testimonio de Yarfoz)
Políticos y gobernantes siempre han querido (y quieren) dejar constancia de su versión de los acontecimientos, y para ello dispusieron de abundantes y agradecidos propagandistas, artistas y escritores. Pero en la edad contemporánea, al tomar parte fracciones más numerosas de la población en el intrincado juego y teatro del poder, se hace mucho más urgente, necesario, pero también convencional y menos efectivo, el legar a la posteridad, y casi al hilo de los acontecimientos, la que se intenta sea la interpretación ortodoxa de la propia carrera política. Pero al deber competir dicha memoria con otras diferentes y opuestas, resultado de planteamientos diferentes, rivales, e incluso enemigos, ya no tienen sentidos las prevenciones que nos trasmitía Ogai el Viejo, correspondientes a la época de la dinastía de los Catránidas… Parece poco útil (criterio básico en la modernidad) aguardar hasta después de la propia muerte para dar a conocer nuestra verdad. Y resultaría excesiva (a no ser entre los plenamente adoctrinados) la presunción de considerar las memorias de políticos y gobernantes «la verdad sobre aquello».
Un excelente ejemplo es el que presentamos. Francisco Pi y Margall (1824-1901), de quien ya hemos comunicado La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales (1855) y Las nacionalidades (1876). En La República de 1873. Apuntes para escribir su historia, se propone vindicarse ante las acusaciones que se le hacen por la culminación de su carrera política: los breves meses en que concentra un considerable poder primero como ministro de la Gobernación, después como jefe de gobierno, en la confusa república del llamado sexenio democrático, todo él también conflictivo y confuso. Escribe estas memorias cuando todavía subsiste el régimen republicano, aunque ya en manos de una (también confusa) coalición de progresistas, antiguos unionistas y demócratas más o menos cimbrios. Eso sí, sin parlamento y sin convocatoria de elecciones, y con una también confusa variedad de oposiciones: radicales, carlistas, alfonsinos, además de los propios republicanos. Jorge Vilches, en su Progreso y libertad (2001) caracteriza así a nuestro autor:
«Otra tendencia (del republicanismo) fue la que inspiró Pi y Margall, fundada sobre la idea de la emancipación política y social del cuarto estado, las clases trabajadoras, mediante la democracia, la división federal del poder público y las asociaciones obreras, como conjunto garante de la libertad. Este proyecto, federal y socialista, no transigía con ningún partido liberal, y su materialización, en palabras de Pi hasta 1873, no saldría más que de las bayonetas, esto es, del derecho de insurrección. Aunque luego en la República varió tal conclusión y hasta confesó su error, el discurso pimargalliano tuvo como principal resultado los pactos federales de 1869, que llevarían al levantamiento de ese año, al surgimiento de la facción ―que no fracción en este caso― intransigente que contaría sus actividades por insurrecciones durante el reinado de Amadeo I, y finalmente al cantonalismo de 1873. La organización del partido llevada a cabo por Pi y Margall durante ese período dio lugar a que el republicanismo fuera exclusivamente federal pactista o pimargalliano en sus principios teóricos y prácticos. El pactismo, esa construcción de abajo arriba de un sistema federal basado en la autonomía y voluntad individual y local, se convirtió en el proyecto regenerador de la masa federal y de los que se llamaron republicanos intransigentes o de provincias.»
Con La República de 1873, Pi y Margall quiso vindicar su labor de gobierno, justificar su fracaso (y el entonces ya previsible del régimen), a consecuencia no de posibles errores suyos, sino de la conjunción de circunstancias, apresuramientos y traiciones. Y al mismo tiempo, reconfortar a sus seguidores y mantener su fe en un futuro que, necesariamente, ha de ser pactista, sinalagmático, conmutativo y federal. La realidad quedó así justificada, y «el universo usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza», con palabras de Borges referidas a aquellos codiciosos bibliotecarios de Babel que «abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación (…) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».
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