¿Qué hacemos con las revoluciones, con los golpes de estado que fracasan? ¿Cómo las relatamos, cómo las explicamos, cómo las gestionamos? Refiriéndose a una época ya distante, aunque aun presente recta o torcidamente, escribe Andrés Trapiello (“La dura realidad”, en Cuatro historias de la República, Destino, Barcelona 2003):
«El peligro de los periodistas son las prisas y el de los políticos la lentitud. Aquellos tienden a ser superficiales y éstos a la retórica, que es el arte de dar vueltas. Para unos las cosas vuelan y para los otros no acaban de llegar. Chaves es en todo caso un buen observador. Veamos este ejemplo. Está escribiendo un reportaje sobre el agro andaluz, en los primeros meses de la República. En el ambiente flota la necesidad de una Reforma Agraria que los terratenientes temen como el pedrisco y los braceros esperan como el maná. “Sin ningún propósito derrotista ―nos dice―, ateniéndose objetivamente a la dura realidad de su vida, los braceros del campo andaluz, los pequeños colonos, los arrendatarios y hasta los propietarios mismos, ponen el grito en el cielo y afirman que la situación es catastrófica, hasta el punto de que tendrá que venir una revolución formidable que acabe con este angustioso estado en que se encuentran; revolución formidable que unos esperan del lado de las izquierdas y otros del de las derechas. Todos están ciertamente incómodos, angustiados si se quiere, y por no ser capaces de sufrir esta incomodidad o esta angustia, sueñan con una convulsión que lo eche todo a rodar.” Esto, cuando fue escrito, en noviembre de 1931, bajo los efectos de la borrachera del catorce de abril, tenía por fuerza que sonar a una intemperancia, pero cuando la profecía vino a cumplirse, en julio de 1936, ya nadie se acordaba de ella.»
...Y ya antes en octubre de 1934. Manuel Chaves Nogales (1897-1944) había escrito entonces en el diario Ahora: «Es cierto, rigurosamente cierto, que la rebelión ha tenido esta vez caracteres de ferocidad que no ha habido nunca en España. Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y una tan pavorosa falta de sentido humano. Todo cuanto se diga de la bestialidad de algunos episodios es poco. Dentro de cien años, cuando sean conocidos a fondo, se seguirán recordando con horror. La revolución de los mineros de Asturias, fracasada, no tiene nada que envidiar, en punto a crueldad, a la revolución bolchevique triunfante. No creo que los guardias rojos de Lenin se echasen sobre la burguesía rusa con tan terrible ímpetu. Asturias en dos semanas ha quedado arrasada para mucho tiempo. Pasarán varios lustros antes de que pueda levantar cabeza si España entera no acude en su auxilio. Oviedo, la ciudad muerta, recuerda, apenas se entra en ella, aquellas ciudades del frente occidental devastadas por el fuego cruzado de dos ejércitos potentísimos. Más de sesenta edificios destruidos totalmente —la mayor parte de ellos, en el corazón de la ciudad— y el medio millar de muertos habidos en el casco de la población y los alrededores dicen elocuentemente lo que ha sido la revolución.
»Pero, con ser esto cierto, no es posible, sin embargo, silenciar que, aparte determinados episodios de ferocidad jamás igualada, que harán pasar a la historia este alzamiento como una de esas etapas en las que la humanidad retrocede a la barbarie, ha habido una gran masa humana lanzada a la revolución que ha sabido detenerse en los umbrales de la bestialidad y que incluso ha podido hacer gala en ocasiones de unos sentimientos humanitarios de los que no se les creería capaces. Para reconocer esto basta advertir, por una parte, el ensañamiento con que se han cometido algunos crímenes, y por otra, la cifra relativamente exigua de las víctimas, dado el hecho de que en muchos sitios los titulados guardias rojos han sido dueños absolutos de vidas y haciendas durante quince días. Preveo que, en esto como en todo, la opinión española se dividirá en dos bandos igualmente irreconciliables. El de los que afirmarán que la población minera de Asturias lanzada al movimiento es una horda de caníbales y el de los que sostendrán que todo fue un juego de inocentes criaturas o, a lo sumo, de cabezas alocadas sin responsabilidad. Para contribuir en lo posible a dar una sensación exacta de lo que ha sido la intentona revolucionaria, no encuentro más camino que el de ir acumulando testimonios para que cada cual, con arreglo a su conciencia, pueda formular su veredicto.»
Oviedo tras la revolución |
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