viernes, 24 de enero de 2020

Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas


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Estamos ante un triste libro, de triste contenido y de tristes consecuencias. Fue un nuevo intento de interpretar la historia universal, cuya novedad se basaba en algo muy antiguo: caracterizar a los individuos por el grupo humano al que pertenecen. Lo hemos visto en Heródoto, en la Guía del Peregrino del Codex Calixtinus, en Sepúlveda, en el mismo Gracián… Además, como hemos refrescado hace poco, por entonces se sostenía que el mismo movimiento de las estrellas influía poderosamente en el devenir de las personas. Pero ambos influjos, de la sangre y de los astros, se percibían mediatizados por el libre albedrío, atributo irrenunciable de la naturaleza humana reafirmado entre los católicos desde Trento. Ahora bien, el cientificismo del siglo XIX se esforzó en absolutizar ese reduccionismo del individuo al grupo que lo contiene, y lo convertirá en la clave de explicación de la historia. O mejor las claves, porque el individuo pasa a convertirse en un mero átomo de las naciones, de las clases sociales, o de las razas; si para algunos sólo cuentan una de estas categorías, con frecuencia se perciben íntimamente imbricadas. Y así la historia de la Humanidad se transforma en el devenir, en los conflictos sostenidos en el tiempo entre aquellas. Perennes y determinantes, sustituyen en la conciencia de los occidentales secularizados a la vieja Providencia. Eso sí, son estudiados, analizados, enunciados y proclamados, de forma que se quiere científica y positiva.

Una de las categorías que va a gozar de mayor popularidad es la racial, origen del racismo contemporáneo. Sus fuentes son muchas: la Ilustración, el darwinismo, las nuevas ideologías políticas, tanto el progresismo como el tradicionalismo, y sobre todo (causa y consecuencia) el desaforado imperialismo decimonónico. El racismo se extenderá y calará profundamente la sociedad occidental, pero también en las sociedades extraeuropeas, tanto las que se modernizan (Japón) como las violentamente colonizadas. Lo hemos percibido en autores tan diversos como Darwin, Spencer o Pompeu Gener. Pero no faltaron voces que se mantienen inmunes: Tocqueville escribe a Gobineau sosteniendo que sus doctrinas «son probablemente erróneas y ciertamente perniciosas»; Joseph Conrad publica El corazón de las tinieblas, el más duro (a la vez que profundo) alegato contra el racismo y el imperialismo. Y sin embargo, escribe Hannah Arendt, «al final del siglo (XIX) se otorgó dignidad e importancia al pensamiento racial como si hubiera sido una de las principales contribuciones del mundo occidental.» Y por ello lo peor estaba por llegar.

Pero nuestro autor es anterior a esta evolución. Publica su obra en 1853, y en ella sostiene la existencia de tres razas o especies humanas originarias, diversas entre sí tanto en su morfología como en sus características intelectuales y morales: blancos, negros y amarillos. La historia de la Humanidad es la historia de sus cruces, que han generado múltiples razas, cada vez más mezcladas y, por tanto, cada vez más alejadas de los prototipos originarios. Las distintas civilizaciones son fruto de esta división, pero siempre han surgido de resultas de la acción de un ingrediente blanco, el único capaz de vivificarlas y crearlas. «Es esto lo que nos enseña la Historia. Ésta nos muestra que toda civilización proviene de la raza blanca, que ninguna puede existir sin el concurso de esta raza, que una sociedad no es grande y brillante sino en el grado en que conserva al noble grupo que la creara, y en que este mismo grupo pertenece a la rama más ilustre de la especie.» Ahora bien, el mestizaje siempre acaba por triunfar, ahogando ese núcleo blanco, y provocando su inevitable decadencia.

Y la mezcla de razas no tiene vuelta atrás: «Así, a medida que se degrada, la humanidad se destruye.» En ella se observan «dos períodos: uno, que pasó ya, y que habrá visto y poseído la juventud, el vigor y la grandeza intelectual de la especie; otro, que ha comenzado ya y que conocerá la marcha desfalleciente de la humanidad hacia su decrepitud. Deteniéndonos incluso en los tiempos que deben preceder al último suspiro de nuestra especie y alejándonos de aquellas edades invadidas por la muerte en que nuestro Globo, vuelto mudo, seguirá, sin nosotros, describiendo en el espacio sus órbitas impasibles, no sé si tenemos derecho a llamar el fin del mundo a esa época menos lejana que empezará a ver ya el relajamiento completo de nuestra especie. No afirmaría tampoco que fuese muy fácil interesarse con un resto de ternura por los destinos de unos cuantos puñados de seres despojados de fuerza, de belleza y de inteligencia (…) La previsión entristecedora no es la muerte, sino la certidumbre de tener que llegar a ella degradados: y aun esa vergüenza reservada a nuestros descendientes podría quizá dejarnos insensibles, si con secreto horror no advirtiéramos que las manos rapaces del Destino se han posado ya sobre nosotros.»

Una última reflexión. El racismo, con la eugenesia, su acólito inseparable, pareció definitivamente arrumbado como consecuencia de sus desmanes. Sin embargo, han mantenido una cierta presencia cobijados por las más variadas ideologías, y van recuperando una cierta justificación, cuando no respetabilidad social, en los más diversos ámbitos: liberacionismos, separatismos, culturalismos, movimientos antimigratorios, ideología de género...


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