miércoles, 27 de abril de 2016
Miguel Asín Palacios, La escatología musulmana en la Divina Comedia
Carlos Seco Serrano escribe: «A la generación de 1915 pertenece también la figura más eminente del arabismo español en lo que va de siglo [XX], Miguel Asín Palacios (1871-1944). Heredero de la tradición iniciada por Codera y Ribera, Asín Palacios, sacerdote y catedrático de la Universidad Central, lleva a cabo, en los días en que Menéndez Pidal alumbra su famosa España del Cid, la publicación de un libro fundamental para medir el alcance de la influencia árabe ―a través del puente español― en los orígenes del Renacimiento europeo, La escatología musulmana en la Divina Comedia (1919), cuyas tesis ―escribe Torrente Ballester―, “por sorprendentes y quizás por incómodas para las vanidades nacionalistas, tardaron en aceptarse fuera de España”. En la misma línea se sitúan sus estudios El Islam cristianizado, Huellas del Islam, Algacel… Como en el caso de los otros grandes maestros universitarios a que antes nos hemos referido, el valor de la obra de Asín no se agota en ella misma, sino que se proyecta en la brillante pléyade de sus discípulos.»
Y es Ángel González Palencia, uno de los discípulos de Asín, el que en la necrología que dedicó a su maestro en el año de su muerte, narra así el proceso de elaboración de la obra que nos ocupa: «Elegido individuo de número de la Real Academia Española en 14 de enero de 1915, vaciló mucho en la busca de tema para su discurso de recepción. Empezó a trabajar en algunos temas, que no tardaba en abandonar por parecerle pobres de contenido y, por tanto, de resultados poco apreciables. Por fin, se decidió a continuar ahondando en el estudio de un punto iniciado en un apéndice de su Abenmasarra, sobre las posibles relaciones entre algún pasaje de la Divina Comedia, de Dante, y ciertas doctrinas de Aben Arabi de Murcia.
»Aplicóse al trabajo preliminar de recogida de materiales, previa lectura de cuantos textos permitieran abrigar la esperanza de alguna recolección. Y al estudiar la literatura sobre temas de ultratumba escrita en árabe, comparándola con las páginas del Fotuhat del místico murciano, halló una cantera del más rico valor para su objeto. Pero cuando ya tenía muy adelantada esta labor preparatoria, y veía claro el esbozo de su nueva obra, una contrariedad estuvo a punto de dar al traste con su salud, amenazada siempre por la neurastenia. Fue el caso que llegó a su noticia la ficha bibliográfica de un trabajo escrito por el orientalista francés E. Blochet, con el título de Les sources orientales de la Divine Comédie (París, 1901), que era precisamente lo que iba dibujándose en su investigación propia. Los días transcurridos entre su conocimiento de la existencia de tal escrito y la llegada del libro a Madrid, fueron de una angustia mortal para don Miguel. Veía inutilizado su trabajo de varios meses, años quizá, y de nada servían las consideraciones prudentes que don Julián [Ribera] le hacía sobre la dificultad, imposibilidad casi, de coincidir dos personas en el desarrollo del mismo tema. Visto el libro de Blochet, renació la calma en el conturbado espíritu del académico electo, y preparó cuidadosamente, sin escatimar tiempo ni trabajo, su libro sobre La escatología musulmana en la Divina Comedia.
»El día 26 de enero de 1919 será de imborrable recuerdo en los anales de la Academia Española. La impresión que produjo la lectura del habilísimo extracto que el autor hizo de su libro, fue extraordinaria. Y pronto había de adquirir resonancia mundial, tanto por la importancia del tema tratado, como por la severa argumentación documentada que se empleaba. Se trataba de aclarar el oscuro problema de las fuentes posibles de la Divina Comedia, y don Miguel señalaba las leyendas escatológicas de los musulmanes, de un lado, y los escritos de Aben Arabi de Murcia, por otro, como posibles elementos que sirvieran a la genial inspiración del Alighieri para la construcción de su obra grandiosa. Lanzado el tema desde la excelsa tribuna de la Real Academia Española, había de alcanzar pronto su máxima difusión en Europa y América. Seguramente que en lo que va de siglo no ha habido polémica más amplia y más discreta acerca de un tema de literatura comparada. Basta para comprobarlo leer el artículo que para resumir el Juicio crítico de una polémica publicó el mismo autor en 1924 ―Boletín de la Real Academia Española―, donde contestó debidamente a sus contradictores.»
viernes, 15 de abril de 2016
José Ortega y Gasset, España invertebrada
«Las ideas expuestas por Ortega en España invertebrada (1921) resultan de sobra conocidas: España, a diferencia de Francia y Alemania, careció de un feudalismo auténtico, y a lo largo de la historia le han faltado minorías rectoras; de ahí que su vertebración como nación sea débil. Varios de los temas esbozados entonces alcanzarán luego un desarrollo cumplido, caso de la escasez de minorías, al que dedicaría su internacionalmente famoso libro La rebelión de las masas (…)
Ortega, en mi opinión, innovó radicalmente el modo de aproximación a la problemática histórico-cultural. Siguiendo el camino abierto por el historiador suizo Jacob Burckhardt y prolongado por el humanista holandés Johan Huizinga, amigo suyo, conjugará los datos históricos de una manera desconocida en los talleres del humanismo español (…) La obra de Ortega supuso la oportunidad hace tres cuartos de siglo de que el estudio de la cultura española entrara por los carriles del cuestionamiento de las premisas teóricas (metodológicas), tanto históricas como filosóficas, de que a la tradición erudita (…) se le sumara una de interpretación, basada en el contraste de los métodos de análisis.»
(Heilette van Ree, El análisis cultural moderno: España invertebrada de José Ortega y Gasset)
viernes, 8 de abril de 2016
Ángel Ganivet, Idearium español
Ángel Ganivet es, como tantos otros ―regeneracionismo, generaciones del 98, del 14, del 27―, hijo crítico del fructífero periodo de la Restauración. Todos ellos tienden a dar por supuestos los logros de ésta ―gobierno civil, poder compartido y alternancia política, marco de libertades, crecimiento económico que se traduce en progreso social, cultural y de nivel de vida―, que, a su atenta, perspicaz y casi obsesiva mirada, quedan enmascarados, prácticamente ocultos, por sus defectos ―caciquismo, corrupción, ignorancia, atraso secular, incuria...―, que pasan a ser apreciadas como la esencia propia de la nación. Es el llamado problema de España que ahora toma proporciones cada vez mayores, aunque posee viejas raíces; de las viejas y de las nuevas ya hemos incluido algunas muestras en Clásicos de Historia: Cadalso, Cánovas, Costa, Lucas Mallada, Juderías... Ahora bien, hacia el penúltimo cambio de siglo parecen agudizarse entre los intelectuales jóvenes la urgencia de buscar remedios a esta situación: es el siglo XX que agudiza las críticas al viejo liberalismo, decimonónico y burgués, y multiplica los análisis y la propuesta de soluciones.
El granadino Ángel Ganivet (1865-1898), cónsul de España en Amberes, Helsinki y Riga, por sus variados escritos y por su prematura muerte en esa última ciudad, será considerado como el precursor de la generación del 98. Su breve ensayo Idearium español, publicado en 1897, gozará de una considerable influencia, más por lo sugestivo del tono de la obra, que por el contenido estricto de sus apreciaciones. Naturalmente, su reflexión se enmarca en el estricto nacionalismo español que ha tomado forma desde el liberalismo y el tradicionalismo a lo largo del siglo XIX. Parte, por tanto, de la determinación de los componentes de lo español: influencia determinante de lo peninsular, senequismo, cristianismo y temperamento árabe. Y de su historia, con proyectos desmesurados y admirables, pero que han abocado a la decadencia. La solución estará en volverse hacia dentro, en reconcentrar sus energías, en un retraimiento que le aparte de una política exterior para la que no posee las energías y los medios necesarios. Relativiza, por tanto, los grandes proyectos nacionales: Gibraltar, el iberismo hispano-luso, las mismas conflictivas colonias caribeñas y asiáticas… Pone de relieve el gran defecto hispano, la abulia, la ausencia de voluntad. Y el remedio procederá de la restauración de la vida espiritual española.
Esta obra, a pesar de la considerable repercusión inicial de que gozó, con los años quedará relegado y un tanto olvidado. Manuel Azaña le dedicó varios ensayos, y puso de relieve sus limitaciones: «El Idearium es un libro “inspirado”. Le inspira el amor a España, el sentimiento patriótico. Su móvil profundo es la necesidad de no verse, ―en cuanto español― solo, perdido en la historia, y el consiguiente deseo de poner a salvo los valores que naufragaban. El sentido general del Idearium es de reacción anticrítica; su espíritu, de conformidad con la tradición, que es especiosa, y como siempre, saca del mero hecho de haberse ido formando la razón mayor para subsistir e imponerse. Tal género de escritos rara vez evitan el peligro de alterar frívolamente las representaciones históricas. Pueden estar bien como efusión lírica, pero entremeter el sentimentalismo vago en tratados de filosofía de la historia, si es bueno para consolarse de añoranzas, lleva en derechura a confundir una emoción con un juicio, y al amparo de un goce estético pasan de contrabando, como verdades probadas, las imaginaciones del autor. En el Idearium, libro atrayente, entre otros motivos por el calor y la honrada intención con que está escrito, ese defecto es obvio, así como la flaqueza y confusión del discurso. No siempre se sabe cuándo el autor expone y cuándo aprueba. Pasa con excesiva sencillez de la crítica al donaire. Pretende explicar demasiadas cosas a fuerza de alegorías…» (Plumas y palabras, 1930)
sábado, 2 de abril de 2016
José Mor de Fuentes, Bosquejillo de la vida y escritos delineado por él mismo
Guillermo Fatás presentaba así en 1983 al ilustrado tardío José Mor de Fuentes (1762-1848): «De auténtico nombre José Mor y Pano, nació en Monzón y allí murió, en total miseria, acogido a la caridad de un sastre. Estudió Humanidades en Zaragoza y en Vergara (el mejor centro superior español de entonces). Militar e ingeniero hidráulico, participa en la toma anglo-española de Tolón (1793) y se retira de la milicia en 1796. Enemigo de Godoy y admirador de la Revolución Francesa, escribió contra Napoleón cuando éste, proclamado emperador, invadió España. Vivió el Dos de Mayo en Madrid, viendo morir a su amigo Velarde. En Zaragoza se le ofreció el mando de la defensa, que recayó, luego, en Palafox. Participó en ella oteando, con un catalejo de la condesa de Bureta, los movimientos enemigos, como vigía de la Torre Nueva. En Madrid dirigió los periódicos liberales El Patriota y La Gazeta, abandonada por sus redactores.
»Constitucionalista, en 1823 emigró a Toulouse, volviendo a Monzón y Zaragoza en 1826. Fue, más tarde, a París. Traductor de Horacio y Salustio, de Goethe y de Rousseau, fue comediógrafo y poeta (muchas de cuyas obras transcurren o mencionan a Aragón y Zaragoza) y escribió una famosa e importante autobiografía, redescubierta por Azorín (el Bosquejillo, en 1836), en la que narra, con extraordinario atractivo para el lector, numerosos pormenores de su vida, tan ajetreada, mostrando su radical independencia personal y política, los pleitos con su familia, sus éxitos literarios, etc. Su novela La Serafina, por ejemplo, cuya acción transcurre en Zaragoza, fue editada tres veces en 1797 y reeditada en 1802 y 1807. Soñó, inútilmente, con una España “gallarda, pundonorosa e independiente.”»
No se puede dudar de la capacidad de Mor como observador de la agitada época que le tocó vivir: todo le interesa, a todos conoce, en todo interviene y, según nos asegura, todos ―desde los más altos personajes al último conocimiento fortuito que hace― quedan maravillados por su talento en los más variados campos: la agricultura, las lenguas (es un consumado políglota), las armas, la diplomacia, y sobre todo las letras: poeta, dramaturgo y novelista. Y sin embargo… Manuel Alvar, en su Aragón, literatura y ser histórico (1976), ya señaló alguna de sus limitaciones:
«Mor de Fuentes va a París en 1834 y no acierta a comprender nada de lo que allí ocurre. La enumeración ―desde unos años antes― resulta impresionante: 1826, Cinq-Mars; 1829, Orientales; 1827, prefacio de Cromwell; 1830, Hernani y Rojo y negro; 1831, Nuestra Señora de París; 1834, Papá Goriot... Mor ha ido a París para cumplir ―viejo ya― un sueño largamente acariciado; intenta ver todo, enterarse de todo, disfrutar de todo. Interesan sus ideas literarias: va al teatro y los “románticos” le parecen unos bárbaros; Scribe y Hugo, simples autores de “desatinos y mentecateces”; lee poesías, y Lamartine le resulta “llorón (…) con sus yertos sollozos”, “el Parnaso francés viene a ser actualmente un desierto”. El pobre Mor ―paleto y provinciano― no acertó en nada.»
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