El maestro Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), exiliado durante la guerra civil española, pronuncia en 1937 una conferencia en la Institución Hispano-Cubana de Cultura. Para acercarnos a su contenido y a su importancia, acudimos al también maestro Manuel Fernández Álvarez, que en su Carlos V, el césar y el hombre (Madrid 1999) analiza así este «precioso ensayo de Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V, en el que defiende el magisterio político de los Reyes Católicos, con su carga ética sobre la tarea política».
«He aquí una vieja polémica iniciada en los años treinta y que durante mucho tiempo fue tema obligado de nuestros manuales de Historia. Todo arrancó en 1933, cuando el gran historiador alemán, Karl Brandi, publicaba su estudio en torno al influjo del canciller Gattinara sobre el Emperador: Eigenhändige Aufzeichnungen Karls V, aus dem Anfag des Jahres 1525. Der Kaiser und sein Kanzler. En él, estudiaba unos apuntes autógrafos del Emperador aparecidos en el Archivo de Viena compuestos poco antes de la victoria de Pavía. De este estudio deduce su conocida tesis: la idea imperial de Carlos V era una creación del canciller piamontés, quien supo inculcársela a su imperial señor. A su vez, Gattinara era un humanista que estaba plenamente imbuido del pensamiento político de una Monarquía universal al modo como la había soñado Dante.
»Frente a la tesis de Brandi, Menéndez Pidal sostiene que el concepto imperial no era algo inventado por el César ni por su canciller, sino noción viejísima que estaba en el ambiente de principios del siglo XVI. Para el historiador español, en lugar de la figura de Gattinara las que hay que destacar son las de Mota, Valdés y Guevara. Para él, había que subrayar cuatro documentos, cuatro jalones en el quehacer carolino que nos dan la pauta de su idearium político, que se corresponden con otras tantas expresiones públicas imperiales. Sería el primero el discurso de la Corona pronunciado por el obispo Mota ante las Cortes de La Coruña en 1520; el segundo, la declaración de fe religiosa tan solemnemente hecha por el Emperador en la Dieta de Worms de 1521, en la que se enfrenta con el luteranismo; el tercero, la reacción de la cancillería imperial frente al saco de Roma, donde aparece la figura de Alfonso de Valdés; el cuarto, el discurso citado de 1528: cuatro jalones a los que añade otro que tiene un sentido más ideológico que cronológico, que nuestro gran historiador titula el del imperio euroamericano.
»Hasta aquí, en esta visión de aquel debate sobre la idea imperial de Carlos V que tanto preocupó a los historiadores de hace medio siglo, se puede ver cómo su pregunta radical se centraba en precisar a qué personaje de la Corte cabe achacar la influencia máxima sobre Carlos V, hasta el punto de considerarle el creador del programa de la política imperial (…) Todo lo cual nos hace olvidar el sujeto principal de la cuestión; que tras esos ministros importantes y valiosísimos no se esconde un hombre de paja, sino un emperador de voluntad firmísima, que pronto destaca sobre ellos. La primera manifestación de la independencia de su criterio, de su personalísima dirección de los negocios del Estado, nos la da en 1521, ante la Dieta de Worms. Después, y a lo largo de su vida, sea con ocasión de las negociaciones de paz con su rival Francisco I en 1525 y en 1526, sea con motivo de su paso a Italia, en 1529, sea cuando ha de negociar con el Pontífice de Roma, en el histórico año de 1536, o cuando ha de enfrentarse con el protestantismo alemán por la vía de las armas, o, finalmente, cuando decide llevar a cabo su abdicación, siempre nos encontramos con el soberano, no con sus ministros.»
Y al concluir su obra, Fernández Álvarez concluye: «¿Qué es, pues, lo que destacaríamos, en este juicio final sobre Carlos V? Su comportamiento caballeresco, su respeto a la palabra dada, su sacrificio personal en pro de sus pueblos, demostrado tanto en aquel modo de vivir como el rey-soldado que como el rey-viajero. En suma, su sentido ético de la existencia, que tanto llamó la atención a Menéndez Pidal, tan por encima del comportamiento de sus brillantes rivales ―Francisco I como Enrique VIII―, y que pondría a prueba hasta el final, con su patético adiós al poder, cuando ya reconoce que le faltan las fuerzas para gobernar como él creía que un Emperador debía gobernar a su pueblo.»
A la edición de este breve ensayo, añadimos a modo de apéndice los cinco discursos de Carlos V sobre los que construye su argumentación Menéndez Pidal.
Sebastiano del Piombo, Clemente VII y Carlos V, British Museum |
Muy agradecido por la posibilidad de descarga gratuita de este libro.
ResponderEliminarMuchas gracias.
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