El ceutí al-Idrisi, al servicio del rey franco-normando de Sicilia Roger II, elaboró en el siglo XII una completa geografía del mundo conocido acompañada de un exhaustivo atlas. Reproducimos las partes correspondientes a la península Ibérica. Lo correspondiente al territorio cristiano fue traducida por Eduardo Saavedra y publicado en 1881; el resto de Al-Andalus lo tradujo Antonio Blázquez y lo publicó en 1901. Claudio Sánchez Albornoz, en su La España Musulmana según los autores islamitas y cristianos medievales, se refiere así a los geógrafos andalusíes, y selecciona el siguiente y dramático pasaje de nuestro autor:
«Junto a la Biografía y la Historia, los musulmanes españoles cultivaron también la Geografía. Ya el gran Ahmad al-Razi, el Rasis de los autores cristianos, escribió en la primera mitad del siglo X una Descripción geográfica de Al-Andalus, de la que ha llegado hasta hoy una traducción castellana abreviada y deformada. En la segunda mitad de tal siglo, redactaron obras de geografía: los islamitas Al-Warraq y Ben Husayn, y el judío Ben Yaqub al-Turtuxi. En el XI, florecieron Said de Toledo (m. 1010), Al-Udri (1003-1085) y Al-Bakri (m. 1094), que aprovechó todas las producciones de sus precursores en su Kitab al-Masaliq wa-l-Mamaliq (Los caminos y los reinos). Les siguió muy de cerca Al-Idrisi (1110-1162) al escribir su Nuzhat al-Aluxtaq (Recreo de quien desee recorrer el mundo). Nietos de reyes (de Silves y de Málaga), los dos geógrafos últimamente citados influyeron mucho en quienes se consagraron tras ellos a los estudios geográficos dentro y fuera de España: Ben Chubair [XII], Al-Abdari y Al-Nuxrisi [XIII] y Ben Batuta y los dos Himyari [XIV y XV], para no citar sino los de origen hispano. Debemos a la obra del Idrisi una descripción de la Península de valor inapreciable. Pero sus noticias no se concretan a Al-Andalus y a veces ofrecen trozos de interés dramático como el reproducido a continuación (...)
»Un viento favorable nos movió luego de aquellos sitios, y por la tarde del sábado, segundo día del mes citado, aumentó considerablemente su fuerza y empujó la nave con ligereza, lanzándola a la boca del estrecho, cuando ya la noche se echaba encima. En este estrecho el mar se reduce tanto, que (la distancia) entre la tierra firme italiana y la costa de la isla de Sicilia es de seis, y en el punto más estrecho de tres millas. El mar en este estrecho se precipita en furiosa corriente parecida a la de la inundación de Al-Arim y hierve como una caldera puesta (sobre el fuego), a causa de su gran estrechez y de la presión de las aguas. El paso, pues, por este estrecho resulta asaz difícil para las embarcaciones. Continuaba la nuestra su derrotero, azotada reciamente por el viento meridional, entre la tierra firme italiana a la derecha y la costa de Sicilia a la izquierda, cuando hacia la medianoche del domingo, tercer día del mes bendito, llegado que hubimos a la altura de la ciudad de Mesina de la mencionada isla, oyéronse de improviso los gritos de los marineros; pues la fuerza del viento nos conducía a una de las dos costas, y la embarcación iba a quedar en seco. Mandó al punto el piloto retirar velas; mas no se pudo bajar la del árbol llamado ardimum (mesana): se puso en ello el mayor esfuerzo, pero no pudieron lograrlo por la fuerza con que soplaba el viento. Viendo que los marineros no podían, púsose el piloto a cortarla con un cuchillo, haciéndola pedazos, empeñado en conseguir su intento. Mas en estas andanzas el barco dio en tierra con la quilla, y asimismo con sus dos timones, que son como las dos piernas, con los cuales se dirigen las naves.
»Entonces se promovió en la embarcación una gritería espantosa: se aproximaba la gran catástrofe, la avería que no podíamos reparar y el duro golpe contra el cual de nada servía el valor, la paciencia. Los cristianos se agitaban desesperadamente (lit. golpeándose la cara), mientras que los musulmanes se resignaban tranquilos al decreto de su Dios; pero no encontraban sino la cuerda de la esperanza (en una vida futura) para asirse a ella y ampararse de ella. Ya el viento y las olas atacaban el flanco de la nave, hasta el punto de hacer astillas un timón. Entonces el piloto echó una de las áncoras que tenía, confiando gobernarse con ella; pero no sirviéndole de nada, cortó el cable que la sujetaba y la abandonó en el mar. Persuadidos de que (la hora) había llegado, nos levantamos, preparamos nuestros ánimos (lit. pechos) para la muerte, fijamos nuestra mente en afrontarla con valor, y permanecimos esperando el amanecer o nuestra última hora. Entretanto los niños y las mujeres de los Rum levantaban gritos cada vez más estrepitosos en demanda de socorro; faltaba ya en todos éstos la resignación a la voluntad divina, y el asno silvestre o búfalo había perdido ya su impetuosidad. Mas nosotros estábamos viendo desde allí tan cercana la costa que vacilábamos si echarnos a nadar para llegar a ella, o esperar, pues acaso pudiera venir de Dios la salvación al despertar el día, y así habíamos fortalecido los ánimos. (Por otra parte) los marineros habían acercado a la nave la barcaza para sacar de ella lo más importante, sus hombres, mujeres y provisiones. Empujáronla hacia la costa una vez; pero ya luego no lograron que volviera a la nave, pues el oleaje la estrelló contra los bordes de la costa. Entonces sí que pareció perdida toda esperanza de salvar (nuestras) vidas. Sin embargo, tras la ansiedad de tantos peligros amaneció la aurora, y vino de Dios el auxilio y la bonanza. ¿Es o no cierto? (nos decíamos), viéndonos enfrente, a menos de media milla la ciudad de Mesina, de la cual (al anochecer) estábamos tan lejos. Admiramos entonces el poder del sumo Dios y cómo sabe realizar sus designios...
»Después que ya el sol se hubo elevado sobre el horizonte, vinieron en nuestro auxilio algunas barquichuelas; cundió por la ciudad el grito de nuestro peligro, y el rey de Sicilia, Guillermo (Segundo), salió en persona acompañado de muchos de sus cortesanos a adquirir noticias sobre aquel suceso (desastroso). Queríamos bajar apresuradamente a los botes; pero la furia de las olas no les permitía aproximarse a la embarcación, siendo el desembarco (lit. nuestra bajada a los botes) lo que puso el sello a tanto terror, pudiendo considerarse nuestro salvamento como el caso de Abu Nakr cuando se libró del destino. Perdióse alguna ropa (provisiones), pero la gente de a bordo diose por satisfecha de esta pérdida con haber salvado sus personas.
»Uno de los rasgos admirables de que se nos informó en esta ocasión es que el rey rumí antes citado vio que los musulmanes pobres esperaban desde la nave, no teniendo recursos con que efectuar el desembarco, pues los dueños de las lanchas habían elevado desmesuradamente los precios para transportar a la gente, sabiendo que se trataba de salvarles la vida, y cuando se hubo enterado de ello, mandóles cien rubai de su moneda, a fin de que con aquel socorro pudiesen desembarcar, salvándose todos los musulmanes, sin (recibir siquiera) un saludo. Ellos dijeron: Loor a Dios, Señor de los mundos. Los cristianos sacaron de la nave todo lo que tenían en ella, y al segundo día el oleaje la hizo trizas, lanzándola en pedazos a la orilla. ¡Singular espectáculo, para los que lo contemplaron y milagro para los que reflexionan sobre él! Cosa maravillosa (en verdad) nos parece habernos salvado del naufragio, por lo cual repetimos nuestra gratitud al sumo Dios, por el favor que nos concedió por su benigna obra y graciosa voluntad, y también por habernos librado del otro peligro que a este accidente se hubiese seguido en el continente o en cualquiera otra isla habitada por los Rum, pues de habernos salvado, hubiésemos sido reducidos a perpetua esclavitud. ¡Que Dios, el sumo Dios nos ayude a darle gracias por este (nuevo acto) de su bondad y munificencia!»
Fragmento de una copia moderna de la Tabula Rogeriana. El norte, en la parte inferior. |
Fantástico aporte. Es muy valioso. Desde http://misinolvidablestebeos.blogspot.com.es/ muchas gracias.
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