En 1929 los jóvenes profesores Sánchez Albornoz y Viñas presentaban así sus Lecturas históricas españolas: «De modo unánime se reconoce hoy que las lecturas históricas son la forma más eficaz para enseñar la historia a la juventud. De todas suertes, son el complemento forzoso de los manuales. En éstos se presentan los acontecimientos históricos obedeciendo a un sistema concatenado, aspirando a dar una visión de conjunto del pasado, y en su deseo de lograrlo dan entrada al mayor número posible de sucesos, exponen las más varias actividades de la sociedad y los pormenores biográficos de las grandes individuales. El resultado evidente es que entre tan espesa red de datos y de síntesis se escapa lo más atrayente y animado de la historia, y con ello lo más característico y sugerente de la misma. Con su empleo exclusivo el escolar asiste sin interés, e incluso con tedio, al desfile cansado y monótono de un cortejo de sombras. Rara vez consigue alguna de éstas prenderse en los repliegues del recuerdo, y al cabo de meses o de años, el estudiante llegado a madurez mira con desdén, sino huye con rencor, de la novela más rica en emociones, más sugestiva en enseñanzas, más variada y más compleja que puede imaginarse: la que los hombres todos o cada pueblo en su propio solar han ido escribiendo a través de siglos y milenios.»
Este planteamiento nos excusa de cualquier otra justificación para la miscelánea de textos histórico que comunico en esta entrada. Fueron preparados hace algunos años para uso de mis alumnos que cursaban Historia de España. Las veleidades de los programas oficiales, volcados en la contemporaneidad (pero ¿en qué época no ha ocurrido lo mismo? Véase la distribución de espacios y tiempos en las grandes historias de España ya difundidas aquí), explican hasta cierto punto la distribución de contenidos, que he corregido y aumentado mínimamente en esta ocasión. En total son quinientos textos, muchos muy breves, otros extensos. Unos presentan narraciones que se quieren veraces, disposiciones legales, documentos oficiales, informes administrativos… Otros, las elaboradas reconstrucciones históricas de sus propias épocas… También los que nos proponen sus planteamientos políticos o ideológicos, con intención de intervenir directamente en los acontecimientos… Y aún están aquellos en los que predomina el talante del espectador que, sin implicarse aparentemente en aquellos, nos los muestran a través de su mirada…
Una última reflexión. Los ilustres historiadores antes citados echaban en falta el uso de lecturas históricas en las aulas españolas, mientras que se usan «en todos los grados de enseñanza en los países que exigen una escrupulosa formación histórica en sus clases dirigentes. ¡Qué utilidad podrán reportar en España, pueblo sin memoria y con un atenuado sentido histórico!» Naturalmente la situación cambió, y con rapidez, y también aquí se hizo común su empleo. Pero aunque nos libramos de Escila, en ocasiones caemos en Caribdis, y convertimos el goce del acceso directo a los testigos de una época, en un premioso, maniático y ritualizado comentario (o cementerio, según Miguel D'Ors) de texto. Y trocamos ―mal negocio― un enriquecedor hablar con los muertos, por una cansina, repetitiva y pretenciosa autopsia forense.
Mil gracias.
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