lunes, 5 de diciembre de 2022

Concilio IV de Toledo (633)

Tremis de Sisenando

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En la Introducción al tomo III de la gran Historia de España que dirige, Ramón Menéndez Pidal subraya la importancia de las ideas políticas de Isidoro de Sevilla: «Esta concepción de San Isidoro era participada por todos. La patria y los godos son dos cosas inseparables; Gothorum gens ac patria es la expresión corriente, lo mismo en las leyes que en los cánones, para significar el interés general del Estado. En esta edad germanorromana el universalismo imperial desaparece, quedando sólo representado por el universalismo eclesiástico, y surge un sentimiento contrario: el nacionalismo político y cultural. Los germanos son los que suelen dar nombre a estos círculos nacionales nuevos: Anglia, Francia, Burgundia, Lombardía…; España está a punto de ser una Gotia si no es porque Ataúlfo dijo que no quería que eso sucediera; pero aunque el rasgo fisonómico más saliente de los nuevos países es germánico, el sentimiento nacional es una creación románica.»

Pues bien, tras el decisivo Concilio III de Toledo este proceso culminará en el IV, convocado en 633 para solucionar una de las frecuentes crisis políticas. Suintila había sido depuesto por Sisenando, con ayuda militar de los francos, y el nuevo rey de los godos ―nos cuenta Juan de Mariana en su Historia general de España― «como persona discreta advirtió que, por estar los naturales divididos en parcialidades y quedar todavía muchos aficionados al partido contrario, corría peligro de perder en breve lo ganado si no buscaba alguna traza para acudir a este peligro. Parecióle que el mejor camino sería ayudarse de la religión y del brazo eclesiástico, capa con que muchas veces se suelen cubrir los príncipes y aún solaparse grandes engaños. Juntó de todo su señorío como setenta obispos en Toledo con voz de reformar las costumbres de los eclesiásticos, por las revueltas de los tiempos muy estragadas; mas su principal intento era procurar que el rey Suintila fuese condenado por los padres como indigno de la corona, para que los que le seguían y de secreto le eran aficionados, mudado parecer, sosegasen (…) Lo que se pretendía con este decreto, y a que todo lo demás se enderezaba, era asegurar en el reino a Sisenando, y junto con esto para lo de adelante dar aviso que ninguno imitase ni se atreviese a hacer locuras semejantes.»

Lo que respondió inicialmente a un intento de remediar un conflicto determinado, acabará por tomar una importancia decisiva. Así lo explica José Orlandis, en su Época visigoda (409-711): «El canon 75, último de los promulgados por el concilio, tuvo extraordinaria importancia y puede considerarse como el fundamento de la constitución política del reino. El carácter notoriamente excepcional que en la España del siglo VII se atribuía a este decreto lo resalta el hecho de que el quinto concilio toledano ordenase que en todos los concilios que se celebrasen en lo sucesivo fuera preceptiva la lectura de aquel texto, para que su memoria no se perdiera con el paso del tiempo. El canon del cuarto concilio toledano debía ser ―así se pretendió― la ley fundamental de la Monarquía católica y el texto constitucional por el que los principios doctrinales isidorianos se plasmaban en la realidad política. La finalidad perseguida por el decreto conciliar era, según sus propias palabras, fortalecer el poder de los monarcas y garantizar la estabilidad de la gens gothorum ―el pueblo de los godos― frente a las infidelidades y traiciones, tantas veces reiteradas en tiempos pasados. Como fundamento del deber moral de respeto y obediencia a los reyes, se aducen aquí unas razones de índole religiosa, que eran las apropiadas para la monarquía electiva y sacral que se trataba definitivamente de instituir.»

Sin embargo Chris Wickham, en su El legado de Roma, señala que «las leyes sobre la sucesión legítima dictadas por el cuarto concilio de Toledo en 633, por ejemplo, casi nunca se cumplieron. Pero los textos legales, tanto seculares como canónicos, eran moneda corriente en la práctica política hispánica. La gente (al menos cuando se trataba de obispos o aristócratas) sabía de su existencia; e incluso los reyes, si no disponían de apoyos lo bastante fuertes… podían verse atrapados por ellas. Esto indica una diferencia con respecto al estilo de la política franca [y de los otros reinos germánicos, añadimos]: en la Hispania visigoda, como también en menor medida en la Italia lombarda, los principios legales representaban importantes puntos de referencia; lo mismo había ocurrido en el imperio tardorromano, un imperio del cual, en ciertos aspectos, visigodos y lombardos distaban menos que de los francos.»

Códice Albeldense

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