lunes, 16 de junio de 2025

Havelock Ellis, El alma de España

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«Una vaca cruzó indolente el campo más próximo y cualquier simple artista podría haberla dibujado, pero siempre me salen mal las patas traseras de los cuadrúpedos. Así que… dibujé el alma de la vaca que veía caminando ante mí bajo el sol; y su alma era púrpura y plata, y tenía siete cuernos y el misterio propio de todas las bestias.» Nos lo cuenta Chesterton, que así profundiza y enaltece al mero bóvido referido, en un artículo publicado en el Daily News, recogido con otros muchos en su Enormes minucias (1909).

Pues bien, algo parecido (salvando la distancia) pretende Henry Havelock Ellis (1859-1939) respecto a España, con su The Soul of Spain publicado en 1908. Ellis fue un acabado ejemplo del intelectual avanzado de su época: médico, próximo a los fabianos, partidario moderado de la eugenesia, reformador social, corresponsal con Unamuno (con un cierto distanciamiento a causa de Manuel Ferrer Guardia)... Pero su fama se debe sobre todo a sus estudios de la sexualidad humana, campo en el que logró una poderosa, duradera y seria influencia. C. S. Lewis bromea al respecto al sugerir que «algunas jóvenes parejas van ahora al sexo con las obras completas de Freud, Kraft-Ebbing, Havelock Ellis y del Dr. Stopes desparramadas a su alrededor sobre las mesillas de noche.»

Ellis visitó con asiduidad España, cuyas tradiciones, vislumbradas todavía niño en una ocasional visita a Lima, tan ajenas al mundo anglosajón, «han ejercido sobre mí, desde entonces, tan poderoso atractivo, y me han causado tan vivas y hondas emociones.» Y concluye: «España representa, ante todo, la suprema actitud de una manifestación primitiva y eterna del espíritu humano, una actitud de energía heroica, de exaltación espiritual, no ya encaminada a fines de comodidad o de medro, sino a los hechos fundamentales de la existencia humana. Esta es la España esencial que me he esforzado por penetrar en mis rebuscas.»

España le atrae poderosamente, y reitera una y otra vez las razones de su admiración, que la hacen tan señaladamente diferente, para lo bueno y para lo malo, del resto de los países europeos. Los calificativos y juicios de valor se amontonan, en un esfuerzo de captar el alma de España: carácter vigoroso, manifestación primitiva y eterna del espíritu humano, energía heroica de exaltación espiritual, temple tenaz pero flexible, admiración por todo lo extranjero, honradez aunque con un poco de lentitud de comprensión, orgulloso de sus pasadas glorias, espíritu esencialmente anticomercial (excepto los catalanes), el más democrático de los pueblos, tierra del romanticismo en su verdadero sentido, carente de verdadero sentido estético, tenazmente preocupado por la muerte, con una singular uniformidad antropológica en toda España, índole selvática cuando no salvaje, infantil simplicidad e intensidad de sentimientos, dureza y austeridad que desdeña lo superfluo, amor a la inacción, indiferencia ante los sufrimientos, individualismo, amor a la independencia y preferencia por las pequeñas agrupaciones del clan…

En fin, por muy tentador que resulte proseguir ad infinitum esta (o cualquier otra) enumeración, puede bastar lo anterior como confirmación del Spain is different de Ellis, muy anterior al lema de promoción turística de los años sesenta del pasado siglo. El problema es que esas apreciaciones en avalancha pueden resultar un tanto vacuas, imprecisas, discutibles, cuando no un mero ejercicio literario. Por un lado estas características son muy diversamente aplicables a los españoles de la época de Ellis (basándonos en los múltiples testimonios que poseemos) o de la época actual (por la propia experiencia de cada uno). Y por otro lado, estas mismas características, si les desprendemos los ringorrangos poéticos que Ellis les adhiere, están tan desigualmente presentes en toda sociedad de cualquier tiempo o lugar.

Pero, de todos modos, intuimos que Ellis encontró en España lo que esperaba encontrar, los mismos prejuicios o juicios previos que se trajo consigo en la maleta, y este hecho no priva en absoluto de interés a la obra. Sus observaciones, sus reflexiones, sus deducciones, aunque no se compartan, sirven para confrontar y calibrar, educadamente, las nuestras propias, y avanzar en una mayor comprensión. Por último, al igual que el alma de la vaca de Chesterton nos permitía adentrarnos en el alma de Chesterton, el alma de España de Havelock Ellis nos da libre acceso a su propia alma, que se adentra por los más interiores vericuetos de la cultura española: el arte, la literatura, la danza, las tradiciones...

La obra corresponde a una época dorada para los nacionalismos, que se esfuerzan en dotar de sustancia, personalidad, trascendencia a cada una de las naciones existentes o imaginadas; a todas ellas se las percibe como realidades preexistentes cuando no eternas, que abducen a los meros individuos que las componen, los cuales poseen una muy menor dosis de realidad y entidad que aquellas. Son múltiples las reflexiones que se hicieron en esos años para comprender, explicar y justificar este fenómeno, y son abundantes los testimonios de ello que hemos incluido en Clásicos de Historia.

Presentamos la traducción que realizó Juan Gutiérrez Gili (1894-1939), aunque hemos repuesto algunas notas y breves pasajes omitidos en la edición española de 1928. También incluimos el breve ensayo El genio de España, publicado en 1902 en la revista The Nineteenth Century and After, y rehecho por Ellis en 1918. Sin embargo, la obra a la que se destinaba, The Genius of Europe, quedará inédita hasta su publicación póstuma en 1950. Es ésta la versión que comunicamos. La traducción es propia.

Mariano Benlliure, Alma española, 1903.
Ilustración para la portada del primer número de la revista del
mismo nombre, uno de los órganos oficiosos de los "noventayochistas"

martes, 10 de junio de 2025

Ricardo Macías Picavea, El problema nacional: hechos, causas, remedios

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Presentamos la obra de uno de los más destacados regeneracionistas que desde fines del siglo XIX reaccionan ante lo que perciben como decadencia española, especialmente a partir de la derrota ante Estados Unidos en 1898. Supone en el fondo el cuestionamiento absoluto de la fallida revolución liberal en España —una de las más tempranas entre las europeas y americanas—, que a su juicio ha sido incapaz de establecer una sociedad moderna y desarrollada como las que se perciben en los países de su entorno. Ricardo Macías Picavea (1847-1899) fue un geógrafo, publicista y ocasional político republicano. Rafael Altamira, en su Psicología del pueblo español (1901 y 1917) caracterizó esta influyente obra así:

«Es interesante advertir que, de ordinario, cuando se ha pretendido analizar nuestra situación presente —y así ocurrió en casi toda la literatura llamada de la regeneración (1898-1901), y aun en algunos libros anteriores—, el examen se ha limitado a los defectos propiamente dichos, deteniéndose en ellos, sin apreciar a su vera otros signos no menos nuestros y de la hora presente, que alguna vez importan y pesan más que los defectos mismos. Esa limitación era y es, por otra parte, muy natural. Lo primero que hiere a todo patriota (y en general a todo hombre) es lo malo, cuyos efectos dolorosos sufre con la consiguiente reacción para librarse de ellos, y en su afán de remediarlos insiste en su examen, lo ahonda y a menudo exagera su alcance y su arraigo. Semejante posición, con necesitar que se la rectifique limpiándola de exageraciones y del fácil pesimismo a que lleva, es, no obstante, preferible a la inconsciencia del peligro, a la corchadura de la piel que no siente los pinchazos del mal y ha perdido los reflejos de la defensa espontánea.

»Tomemos como ejemplo uno de los libros más valientes que se han escrito acerca de nuestros defectos actuales: El problema nacional, del señor Macías Picavea. Para el señor Macías, prematuramente arrebatado a la enseñanza patria, España es un pueblo enfermo, cuyos defectos superan por modo incomparable a las buenas condiciones, o las han soterrado bajo tan espesa capa de vicios, que es ya imposible su nuevo afloramiento.

»Enumera el señor Macías esos vicios o caracteres de la enfermedad nacional del siguiente modo: idiocia, es decir, paralización del progreso, de la marcha evolutiva social; psitacismo o predominio de la palabra, de la retórica, sobre el pensamiento; atrofia de los órganos de la vida nacional (regiones, consejos, gremios, clases, corporaciones sociales); olvido y suplantación de la tradición; pérdida de la personalidad; desorientación; incultura, ideologismo, vagancia, pobreza, moral bárbara, irreligiosidad decadentista, incivilidad regresiva; todo ello derivado de las siguientes lacerías históricas, cuya cuna fue el entronizamiento de la Casa de Austria: cesarismo; despotismo ministerial y caciquismo, degeneraciones de aquél; centralismo; teocratismo; unidad católica e intolerancia; militarismo y parálisis de la evolución.

»El señor Macías es, como se ve, muy pesimista o, por mejor decir, ve muy negro el cuadro de nuestras enfermedades. Quizá por esto es llevado a desconfiar, no sólo de la masa, sino aun de todo esfuerzo colectivo, aunque proceda de una colectividad reducida; y por ello pide «un hombre», es decir, un genio, uno de esos dictadores tutelares que, al parecer, han sido los productores de grandes transformaciones sociales. A la misma conclusión van a parar otros autores de la misma época, unos claramente, otros quizá sin darse cuenta de ello. Y así, aunque tal vez no fuese esa su intención, sobre el coro de tremendas acusaciones y pesimismos irredimibles se levanta la voz del instinto que confía en un remedio, aunque éste consista temporalmente en la sustitución de la actividad colectiva por una fuerza individual redentora.»

Acertó Altamira en su análisis. El siglo XX español muestra una secuencia de recetas redentoras, autoproclamadas cada una como la única eficaz, auténtica materialización del costista cirujano de hierro, y por tanto merecedora de imponerse a la fuerza tan violentamente como sea preciso: el anarco-sindicalismo, la dictadura de Primo de Rivera, el republicanismo de izquierda, los nacionalimos catalán y vasco, el nacional-sindicalismo falangista de la república y del primer franquismo, el colectivismo socialista y comunista de la guerra civil, los sucesivos modelos autoritarios del franquismo... Todas se implantaron en diversa medida, con un coste considerable, hasta la última de ellas, en la que se quiso ver, según lo predicho por Macías Picavea, «el hombre histórico, el hombre genial, encarnación de un pueblo y cumplidor de sus destinos… Patriota ferviente, encarnaría en todas sus resoluciones el alma de la patria; mano de hierro, ante ella caerían, como ante el rayo las torres cuarteadas, oligarcas, banderías y caciques; apóstol y Mesías del pueblo.»

Para pasar página de todos estos redentores (por ahora), habrá que esperar a la Transición: entonces se constatará un intento de acción colectiva que aúne desarrollistas, aperturistas, opositores más o menos democráticos y nacionalistas varios. También nuestro autor lo había vaticinado en cierto sentido, cuando se dirige a la nación entera: «¿Por qué, quemando en arranque de suprema abnegación sobre el ara de la patria en peligro los propios ídolos, no se han de levantar todos los españoles, instituciones, clases, poderes, a fundir sus fuerzas en una fuerza para sustituir con nuestra voluntad y conciencia la que el destino nos niega?» E invoca a la reina, al pueblo, al ejército, a la Iglesia, y a republicanos, carlistas, fusionistas y conservadores.

En Clásicos de Historia hemos comunicado algunas de las obras regeneracionistas más destacadas: Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada; Idearium español (1897) de Ángel Ganivet; Oligarquía y caciquismo (1901) de Joaquín Costa; y la antología Patriotismo y nacionalismos. Textos regeneracionistas (1898-1934) de Santiago Ramón y Cajal.

lunes, 2 de junio de 2025

Sexto Aurelio Víctor, Sobre los Césares

De un cómic de Philippe Delaby

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En su día comunicamos Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma, obra erróneamente atribuida a Sexto Aurelio Víctor (c. 330-390), el norteafricano hijo de campesinos que logró ascender cultural y socialmente en la sociedad romana hasta alcanzar el rango más elevado: gobernador de Panonia, prefecto de la ciudad de Roma, y por lo tanto del Senado, cónsul, y fue merecedor de que se le erigiese una estatua. Su carrera política se desarrolla especialmente en los reinados de Juliano y Constancio II y, más tarde en el de Teodosio, al que el mismo Aurelio dedicó en Roma una estatua cuyo basamento, con la inscripción que reproducimos más abajo, fue fortuitamente encontrada en el siglo XVI en el entorno del Foro de Trajano.

Respecto a su fama en las Letras, varios autores de su época lo alaban y muestran un gran interés por sus obras, como Amiano Marcelino y Jerónimo de Estridón… y lo plagian, como hizo el desconocido autor de la Historia Augusta; otros posteriores aun lo citan, como Pablo el Diácono en el siglo VIII. Y sin embargo, sólo se le atribuye con seguridad la breve obra que comunicamos, que desde su inicio se presenta como continuación de la caudalosa y dilatada historia de Roma de Tito Livio, aunque más bien parece ser Suetonio su modelo. Es el Liber de Cæsaribus o Aurelii Victoris Historiæ Abbreviatæ ab Augusto Octaviano, id est a fine Titi Livii, usque ad consulatum decimum Constantii Augusti et Iuliani Caesaris tertium, en el que se ocupa de los últimos cuatro siglos del Imperio Romano, hasta su tiempo.

Sin embargo su fama se eclipsó relativamente pronto, como parece demostrar la escasez de manuscritos medievales que se han conservado: apenas dos, y del siglo XV. En cambio, de su contemporáneo Eutropio, autor del Breviario de historia romana, escrito en un lenguaje más fácil y directo, han llegado a nosotros copias en unos ochenta códices. El De Cæsaribus se imprimió por primera vez en Amberes en 1579, y desde entonces por lo general se editó junto a otras dos obras que fueron atribuidas Aurelio Víctor: Origo gentis Romanæ, y el citado Liber de viris illustribus, conocidas conjuntamente como Corpus Aurelianum o Historia tripertita. También se le añadió el llamado el Epitome de Cæsaribus, que tras resumir la obra que nos ocupa, la continúa unos treinta y cinco años hasta la época de Teodosio.

Justin Stover y George Woudhuysen, profesores de las universidades de Edimburgo y Nottingham, publicaron el pasado año el libro The Lost History of Sextus Aurelius Victor, en el que subrayan la llamativa contradicción que se observa entre el gran prestigio como historiador que Víctor tuvo en su tiempo, y lo exiguo de las obras conservadas, lo que les conduce a plantear una interesante hipótesis. Reproducimos a continuación algunos párrafos del artículo que sobre esta cuestión publicaron en el foro Antigone.

«La brecha entre la considerable fama de Víctor con sus contemporáneos y la naturaleza obviamente insatisfactoria de su obra debería al menos hacernos reflexionar. Los gustos antiguos y modernos no siempre coinciden... pero sí parece extraño que Juliano, Jerónimo y el resto tuvieran tan alta estima por una obra tan claramente inadecuada como el De Cæsaribus. Tenemos una excelente idea de lo que los lectores latinos del siglo IV valoraban en una obra de historia y, en lo que a ellos respecta, los modelos a seguir eran Salustio y (en menor medida) Livio. Nadie podría confundir el De Cæsaribus, aunque exiguo, con la punzante brevedad de una de las monografías de Salustio, y menos aún con las exuberantes décadas de la historia de Livio…

»Si examinamos el De Cæsaribus en los manuscritos que transmiten la obra, encontramos algo bastante interesante. El De Cæsaribus tiene una transmisión escasa en manuscritos... pero le dan el mismo título: no el por el que se conoce comúnmente hoy (una invención de principios de la era moderna), sino Aurelii Victoris Historiæ Abbreviatæ. Sólo una cosa puede significar: las Historias abreviadas de Aurelio Víctor, abreviadas no en el sentido de que son meramente cortas, sino más bien en que alguien ha pirateado el texto de un original más extenso. El título mismo nos dice que ésta no es la obra histórica original de Víctor, sino más bien un epítome de la misma…

»La razón de la fama de Víctor entre sus contemporáneos y su oscuridad actual debería ser ahora obvia. Ellos leían la que era, sin duda, una historia monumental del Imperio Romano, que despertó enorme admiración entre los testigos más diversos imaginables en el siglo IV. Nosotros sólo estamos ante dos epítomes fragmentarios de esa obra, sin advertir siquiera que lo son. Podríamos comparar el proceso con intentar juzgar una gran novela por su entrada en Wikipedia: informativa hasta cierto punto, pero que no llega muy lejos.

»Ante nuestras narices se oculta una importante historia perdida del Imperio Romano, a la espera de ser redescubierta. Claro que no podemos leerla completa y debemos conformarnos con resúmenes de su contenido, pero esa es la situación habitual de los grandes historiadores romanos. Las obras de Salustio, Tácito, Tito Livio y Amiano Marcelino nos han llegado sólo parcialmente. Afortunadamente, podemos usar extractos y citas antiguas para comprender las Historias de Salustio y los epítomes antiguos y comprender las líneas generales de la obra de Tito Livio; no se conserva nada similar de las partes perdidas de Tácito y Amiano.

»Las posibilidades que todo esto plantea resultan muy emocionantes. No hay pruebas sólidas de que alguien hubiera intentado escribir una historia a gran escala en latín después de la época de Tácito y Suetonio, a principios del siglo II. Al escribir una historia tan sustancial en el año 360 de C., Víctor emprendió una aventura extraordinaria. Su obra muestra el arranque del gran resurgimiento de la literatura latina de fines del siglo IV, e influyó claramente en sus contemporáneos, y de ahí la admiración que despertó. Una comprensión adecuada de la historia perdida de Sexto Aurelio Víctor transformará nuestro conocimiento del pasado romano.»

Inscripción de la basa de una estatua de Teodosio
encontrada cerca de la Columna Trajana, en Roma.

«A quien ha superado la clemencia, santidad
y munificencia de los antiguos emperadores,
nuestro señor Flavio Teodosio,
piadoso, vencedor, emperador para siempre,
Sexto Aurelio Víctor, de rango senatorial,
prefecto de la ciudad, juez en lugar del emperador,
la consagró (la estatua) a su divina majestad.»

(Corpus Inscriptionum Latinarum VI 1186)