Retrato, por Godfrey Kneller |
René Pillorget (en Del absolutismo a las revoluciones), presentaba así la obra que nos ocupa, del médico y filósofo John Locke (1634-1704), considerándola la primera crítica seria del absolutismo, de la dominante monarquía de origen divino defendida por Bossuet: «Su Ensayo sobre el gobierno civil, publicado en 1690, no debe su resonancia ni a la fuerte personalidad del autor, ni a la osadía de sus tesis. Existían, empezando por el Leviatán, otras obras políticas más vigorosas. Pero apenas si las había cuya influencia fuera tan profunda y duradera. El Ensayo constituye el tipo de libro publicado en el momento pintiparado para obtener un prodigioso éxito y que refleja el estado de ánimo de una clase social en ascensión: Locke, analizador de “Gloriosa Revolución” de 1688, condensó en él lo esencial de su pensamiento y expresó así el ideal de la burguesía.
»Originario de una familia puritana, entusiasta de Cromwell en su juventud, había participado, bajo Carlos II, en las luchas de los whigs, partidarios de la reducción de la prerrogativa regia, contra los tories, partidarios de su extensión. Desterrado cinco años en Holanda, volvió de ella con Guillermo de Orange y, en su Ensayo, justificó a la revolución triunfante. La aspiración profunda de Hobbes, su “sed”, el ímpetu afectivo cuya traducción intelectual constituían sus ideas, no era otro que el deseo de una autoridad absoluta, sin quiebra, que eliminase todo riesgo de anarquía, aun a costa de sacrificar la libertad. La “sed” de Locke, su impulso fundamental, no era otra cosa que una viva hostilidad al Poder absoluto, un deseo de ver a la autoridad contenida, limitada por el consentimiento del pueblo, por el derecho natural, a fin de que fueran eliminados todos los riesgos de arbitrariedad o de despotismo, aun a costa de abrir una brecha a la anarquía. Esta pasión antiabsolutista se explicaba por su educación y por las peripecias de su vida.»
El resultado fue la monarquía parlamentaria, que despertará el interés y la admiración de ilustrados como Montesquieu. Sin embargo, en la misma Inglaterra acabará interpretándose la revolución como una reacción de sus tradiciones políticas, en defensa de su particular forma de vida y en contra del foráneo modelo del absolutismo. Y, por tanto, el posterior liberalismo tendrá raíces británicas (obviando el hecho de la abundancia de puntualizaciones, críticas y reparos, a las pujantes monarquías autoritarias, de forma continuada desde más de un siglo antes: Vitoria, Mariana, Fénelon...)
Recientemente, en su 1688 La primera revolución moderna, Steve Pincus ha puntualizado esta visión tradicional, subrayando el carácter de ruptura que supuso la revolución (y el mismo Locke): En Inglaterra, «después de 1689, los revolucionarios crearon un nuevo tipo de Estado inglés y rechazaron el modelo de Estado absolutista y burocrático, desarrollado en Francia por Luis XIV. Pero no rechazaron el Estado, sino que crearon un Estado intrusista en muchos sentidos. Intentaron que Inglaterra dejara de ser una sociedad agraria y se transformara en una manufacturera, realizaron una masiva concentración militar necesaria para convertirse en el mayor poder militar que Europa jamás hubiese visto y promovieron una sociedad tolerante en cuestiones de religión. John Locke, a menudo descrito como uno de los primeros y más influyentes pensadores liberales, fue uno de estos revolucionarios. Si bien la Revolución Gloriosa constituyó un momento crucial en el desarrollo del liberalismo moderno, dicho liberalismo no fue hostil al Estado. El liberalismo engendrado en 1688-1689 fue revolucionario e intervencionista, más que moderado y antiestatalista.»
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