En la España de mediados del siglo XIX, a rebufo de las revoluciones europeas del 48, se dan a conocer los llamados demócratas. Son un grupo de políticos e intelectuales que, desde las posturas entonces consideradas más avanzadas, someten a una crítica profunda el sistema liberal vigente, caracterizado por el predominio de los moderados; pero su crítica alcanza también a los progresistas. Hacen bandera del sufragio universal masculino, de la república, y de una novedosa preocupación social por las clases populares (especialmente por las urbanas). Pues bien, la revolución de 1854 les va a conceder protagonismo en los levantamientos de diversas ciudades, y aunque pronto se desencantarán del nuevo régimen que se establece y quedarán relegados, les permitirá incrementar la propagación de sus ideales. La obra que presentamos es uno de los mejores ejemplos de ello.
El joven Francisco Pi y Margall (1824-1901) se ha movilizado en el Madrid revolucionario, ha publicado el correspondiente panfleto (incluido como apéndice en esta obra) e, incluso, ha sido brevemente detenido. Y en los meses posteriores emprenderá la composición de una completa exposición de su pensamiento político, La reacción y la revolución. Reaprovecha textos publicados con anterioridad, y elabora el primer intento serio de dotar al liberalismo radical español de una fundamentación filosófica y científica. Partiendo de Hegel (sobre todo de su metodología) y de Proudhon (del que traducirá más tarde varias obras; pero lo interpreta desde los presupuestos liberales individualistas), analiza las sociedades y su historia. Rechaza el cristianismo (al que sustituye con un panteísmo idealista de carácter ateo), la monarquía (con la necesaria alternativa de la república), el sufragio censitario (a sustituir por el universal), el estado unitario (que obstaculiza el más consecuente sistema federal).
Rechaza la interpretación convencional de muchos principios liberales, como el de la soberanía popular, insiste en la necesidad de una auténtica mejora de las condiciones sociales y económicas, y no teme proclamarse socialista y anarquista: «Abjuremos ya toda esperanza en los gobiernos. Convenzámonos de que su intervención es y ha de ser siempre perniciosa, de que hasta su protección nos es funesta. Parecidos al caballo de Atila, donde sientan el pie no crece más la hierba. Abominémoslos. Solamente la libertad puede darnos lo que ansiamos, vivificar esta tierra, abrasada por la acción gubernamental de siglos.» Y en otro lugar: «La revolución social y la política son a mis ojos una. Yo no puedo nunca separarlas.»
La crítica a fondo del régimen liberal en el que vive (tanto el previo como el posterior a la Vicalvarada), desvelando su carácter de farsa, de tergiversación de los principios liberales que supuestamente les orientan, y que son conculcados en la práctica, pueden resultarnos muy actuales. También la denuncia de la corrupción, de las decisiones tomadas por motivos exclusivamente partidistas. Asimismo la obsesión por atacar a sus vecinos ideológicos más próximos, los progresistas. Ahora bien, cuando en la segunda parte comienza a enumerar de formar exhaustiva sus propuestas políticas y de administración, es cuando nos retrotrae a la época original de la obra. Es la época en la que lo revolucionario y extremista es el desmantelamiento del estado, al que se le debe impedir inmiscuirse en la vida de los individuos y de los pueblos; en la que se rechaza la red educativa pública erigida en la década anterior; en la que se opone la libre iniciativa de los individuos, a los intentos de planificación gubernamental de obras públicas; en la que se condena la regulación administrativa de las actividades productivas y profesionales; en la que, por tanto, se aboga por la disminución de los empleados públicos, que pueden llegar a ser innecesarios y perjudiciales...
Una última observación. La reacción y la revolución muestra el convencimiento con que su joven autor defiende posiciones y planteamientos. Es una auténtica cosmovisión, en la que su aguda curiosidad intelectual le lleva a pontificar sobre cualquier aspecto de la realidad, sin dejar resquicio alguno a la duda... Quizás por ello resulta inquietante y premonitorio el leitmotiv que recorre la obra «la revolución es la paz, la reacción la guerra».
El joven Francisco Pi y Margall (1824-1901) se ha movilizado en el Madrid revolucionario, ha publicado el correspondiente panfleto (incluido como apéndice en esta obra) e, incluso, ha sido brevemente detenido. Y en los meses posteriores emprenderá la composición de una completa exposición de su pensamiento político, La reacción y la revolución. Reaprovecha textos publicados con anterioridad, y elabora el primer intento serio de dotar al liberalismo radical español de una fundamentación filosófica y científica. Partiendo de Hegel (sobre todo de su metodología) y de Proudhon (del que traducirá más tarde varias obras; pero lo interpreta desde los presupuestos liberales individualistas), analiza las sociedades y su historia. Rechaza el cristianismo (al que sustituye con un panteísmo idealista de carácter ateo), la monarquía (con la necesaria alternativa de la república), el sufragio censitario (a sustituir por el universal), el estado unitario (que obstaculiza el más consecuente sistema federal).
Rechaza la interpretación convencional de muchos principios liberales, como el de la soberanía popular, insiste en la necesidad de una auténtica mejora de las condiciones sociales y económicas, y no teme proclamarse socialista y anarquista: «Abjuremos ya toda esperanza en los gobiernos. Convenzámonos de que su intervención es y ha de ser siempre perniciosa, de que hasta su protección nos es funesta. Parecidos al caballo de Atila, donde sientan el pie no crece más la hierba. Abominémoslos. Solamente la libertad puede darnos lo que ansiamos, vivificar esta tierra, abrasada por la acción gubernamental de siglos.» Y en otro lugar: «La revolución social y la política son a mis ojos una. Yo no puedo nunca separarlas.»
La crítica a fondo del régimen liberal en el que vive (tanto el previo como el posterior a la Vicalvarada), desvelando su carácter de farsa, de tergiversación de los principios liberales que supuestamente les orientan, y que son conculcados en la práctica, pueden resultarnos muy actuales. También la denuncia de la corrupción, de las decisiones tomadas por motivos exclusivamente partidistas. Asimismo la obsesión por atacar a sus vecinos ideológicos más próximos, los progresistas. Ahora bien, cuando en la segunda parte comienza a enumerar de formar exhaustiva sus propuestas políticas y de administración, es cuando nos retrotrae a la época original de la obra. Es la época en la que lo revolucionario y extremista es el desmantelamiento del estado, al que se le debe impedir inmiscuirse en la vida de los individuos y de los pueblos; en la que se rechaza la red educativa pública erigida en la década anterior; en la que se opone la libre iniciativa de los individuos, a los intentos de planificación gubernamental de obras públicas; en la que se condena la regulación administrativa de las actividades productivas y profesionales; en la que, por tanto, se aboga por la disminución de los empleados públicos, que pueden llegar a ser innecesarios y perjudiciales...
Una última observación. La reacción y la revolución muestra el convencimiento con que su joven autor defiende posiciones y planteamientos. Es una auténtica cosmovisión, en la que su aguda curiosidad intelectual le lleva a pontificar sobre cualquier aspecto de la realidad, sin dejar resquicio alguno a la duda... Quizás por ello resulta inquietante y premonitorio el leitmotiv que recorre la obra «la revolución es la paz, la reacción la guerra».
Eugenio Lucas, La Puerta del Sol durante la revolución de 1854 |
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