Con el renacimiento, algunos humanistas se esfuerzan en la depuración de las fuentes históricas, en la eliminación de mitos y leyendas, en el análisis crítico de datos e interpretaciones; en consecuencia, comienza el abandono (lento y laborioso) de la historia como género literario o moral, retórica y magisterio heredado y admirado en los antiguos clásicos. Su tarea, aunque minoritaria, tendrá continuidad (Ambrosio de Morales, Jerónimo Zurita, Nicolás Antonio...) hasta la pléyade de críticos e hipercríticos de la Ilustración: Flórez y Masdeu por ejemplo. Todo este esfuerzo sostenido fructifica definitivamente en el siglo XIX, con la elaboración de un método científico y riguroso para la Historia, basado en el análisis exhaustivo de las fuentes. La paleografía, la archivística y diplomática, la epigrafía, la numismática y la sigilografía…, adquieren el status de ciencias, auxiliares pero imprescindibles satélites de Clío. Entre los más eximios representantes de estos nuevos planteamientos será Leopold von Ranke (1775-1886), Theodor Mommsen (1817-1902), y como obra más característica la oceánica Monumenta Germaniae Historica. Los resultados serán asombrosos: legiones de historiadores, multiplicados al socaire de los nuevos valores románticos y nacionalistas, examinarán, analizarán, editarán cualquier resto, cualquier documento, que haya sobrevivido a la incuria del tiempo. Pero, pese al prurito cientifista y al propósito de objetividad, los conflictos ideológicos y políticos del siglo teñirán poderosamente sus producciones...
En este marco, anterior a la difusión de nuevas corrientes historiográficas como la de los Annales, debemos situar la obra de Zacarías García Villada (1879-1936), maestro de la paleografía española y de la historia eclesiástica de su tiempo. La obra que presentamos tiene un carácter didáctico e introductorio para los estudiantes de Historia y lectores cultos, que busca «iniciar en el modo de trabajar científicamente a todos aquellos que se dedican al estudio de la teología positiva, de la crítica textual, de las investigaciones históricas y, en parte, de sus ciencias auxiliares.» El autor examina con detenimiento las distintas fases del trabajo del historiador: heurística, crítica, síntesis y exposición, ocupándose especialmente de la primera de ellas, el trabajo con las fuentes. En todas ellas nos deja, sin embargo, interesantes reflexiones.
Por ejemplo, al referirse a la síntesis y exposición: «La interpretación está expuesta a tres escollos que se han de evitar cuidadosamente. El primero es el prejuicio. Hay autores que emprenden la investigación de algún asunto con una idea preconcebida, de donde resulta que todo lo ven de un color. Éstos más que jueces son abogados o acusadores. El peligro mayor lo ofrecen aquellas tradiciones y acontecimientos que nos tocan más de cerca, y que a toda costa se quieren defender. También el prurito por dar al público algún descubrimiento desconocido y obtener cierta celebridad hacen que a veces se retuerzan y fuercen los argumentos, pretendiendo encontrar en ellos lo que no existe en realidad. El segundo escollo es la falsa inducción. Esto tiene lugar cuando de datos incompletos se pretende esclarecer completamente un documento o pasaje obscuro. (...) Sin rechazar por completo, y aun reconociendo la necesidad que hay a veces de llenar las lagunas históricas, aplicando el método inductivo, es del todo indispensable emplearlo con suma cautela y con las debidas precauciones. El tercer escollo es la falsa analogía. Hay hechos que presentan cierta semejanza, y es muy natural que el historiador se sienta impelido a explicarlos de la misma manera. Pero sucede con frecuencia que esa semejanza no es más que aparente o cuando más accidental.» (cap. XX, 102)
Otro ejemplo, curiosamente actual, al referirse al problema de los libros de texto y manuales, y la importancia de las clases prácticas: «La clase sola no basta para obtener la formación deseada, ya por el tono académico que en ella domina, ya por el gran número de alumnos que a ella tienen que concurrir, ya también por la pasividad e inactividad a que estos mismos alumnos están en ella sujetos por el hecho mismo de ser meros oyentes y recipientes de lo que dice el profesor. Entre nosotros suele haber además en varios casos otra dificultad, y es el libro de texto. En Alemania, donde el profesor se ve obligado a dar apuntes que son fruto sazonado de sus estudios e investigaciones propias, las clases son de hecho mucho más provechosas. Allí la ciencia no se queda petrificada en el libro de texto, sino que el profesor está obligado a seguir el movimiento de su ramo en las revistas que van apareciendo, y tiene que proponer al discípulo los últimos resultados histórico-bibliográficos.» (cap. XXII, 110)
El trabajo histórico que nos presenta esta obra, con sus luces y con sus limitaciones, es la de su tiempo. Pero éste va a acelerarse, agitarse y trastocarse: estamos en el umbral de las descomunales transformaciones del corto siglo XX, que se va a llevar por delante toda una época. Y también al propio García Villada. En mayo de 1931 perderá, por un incendio intencionado, toda su biblioteca y archivo paleográfico: más de 30.000 fichas y 2.000 diapositivas de códices medievales. Finalmente, una vez que España alcanza «la orilla donde ríen los locos» (Sender), será asesinado en octubre de 1936. En un momento (el actual) en el que vuelve a plantearse el establecimiento de interpretaciones canónicas del pasado (tanto si las llamamos memoria histórica o memoria democrática) resulta sugestivo considerar la defensa que hace García Villada de la historia como territorio compartido por historiadores de muy distintas ideologías: «Ante todo, es preciso tener bien presente que hay un terreno común a todos los historiadores, tanto ortodoxos como acatólicos, en el cual no cabe divergencia de ideas ni de procedimientos. Este es el terreno de la investigación. Los métodos empleados hoy día para determinar la autenticidad de un documento, la exactitud de un texto o la certeza de un hecho se basan en principios técnicos, taxativamente fijados, que deben ser empleados por todos indistintamente.» (cap. XXI, 105)
Incendio del ICAI de Madrid, con el archivo y biblioteca de García Villada |
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